martes, 28 de enero de 2025

Las chimeneas de Auschwitz


Con motivo del 80 aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, se celebró el 27 de enero de 2025 un acto literario titulado «Poesía después de Auschwitz», en el Centro Polivalente Vicente Ferrer, de Ávila, organizado por la Asociación Cámbium.

El acto ha contado con versos propios de Julia Bermejo, José Luis Sánchez Hernando, José María Sanz, Daniel Zazo Gil, Ester Bueno, Julio Collado, Jesús Gascón, Cristóbal Medina, Belén Jiménez, José Manuel Oca y M. Rafael Sánchez. Además, se leyeron poemas de autores cuyo testimonio literario se erigió frente a la barbarie, como Primo Levi, superviviente y cronista del Holocausto; Paul Celan, autor del desgarrador poema Fuga de muerte; y Papusza, la poetisa gitana que documentó las vivencias de su comunidad durante la Segunda Guerra Mundial. Estos versos fueron recitados por Javier Yuste, Mateo Varas, Victoria Nedyakova, Emma García, Sara Gómez, Magali Parra, Marta Rodríguez y Pilar Rodríguez.

Entre los poemas, y mezclada con los recuerdos de sus padres, sonó la música a cargo de Jan Bliek: The iron age, Bob Marley o el Imagine de John Lennon.


Este es mi poema creado para la ocasión:


Las chimeneas de Auschwitz


Al recibirnos,

nos dijeron que no éramos

seres humanos,

que éramos números

y que de Auschwitz solo se salía

por las chimeneas,

en forma de humo.

 

Mas, número no soy,

aunque una cifra me hayan tatuado.

Soy carne de la familia

de la que me acaban de separar.

Soy sangre de la estirpe

que pecó contra Dios.

 

Dicen que debemos ducharnos

para sacar los piojos y,

en una inmensa nave,

nos encierran como a reses.

Se llevan nuestra ropa

y quedan expuestos los huesos,

a través de la piel.

 

No hay ventanas.

Esperamos la luz.

Las duchas son veneros secos.

Esperamos el agua.

Se cierran las puertas.

Esperamos misericordia.

 

Tras solo unos minutos

se desvela el misterio:

la pared abre oquedades

que expelen gas,

hálito de muerte.

 

Entonces comprendo

y contengo el aliento,

para ahogarme

en mis propios átomos

y así no envenenarme

con ponzoña de laboratorio.

 

Mi vida pasa por mi mente,

desde el día en el que reí,

hasta este momento

de vértigo

en el que me ahogo.

 

Las chimeneas no respiran.

Exhalan, pero no inhalan,

expiran, pero no inspiran.

Las chimeneas liberan partículas,

restos de cuerpos quemados,

restos de sangre hervida,

restos de alma y de vida.

Vida que un día nació,

vida que por vivir luchó,

vida que en ocasiones enfermó

y otras tantas veces sanó,

pero que un día dejó

de soñar con vivir.

 

Me liberé, al fin,

ya soy libre:

soy humo.

miércoles, 1 de enero de 2025

La noche mágica

El abuelo era consciente —y le pesaba— de que no debía comprar chuches al nieto, pero era incapaz de cumplir las instrucciones —¿caprichosas?— de su hija. ¿Qué mal hacía con ello? A su nieto se le iluminaban los ojos cuando se dirigían al kiosco y, total, le visitaba en el pueblo solo de vez en cuando. Desde el verano no lo había visto y estaban a principios de diciembre; en dos días volvería a la ciudad.

—No le tienes que decir nada a tu madre, ¿de acuerdo?

—Que sí, abue, que no le diré nada.

¡Qué contento iba el niño de la mano del abuelo, saliendo de la tienda con una bolsa de chuches en la otra mano!

—Vamos a aquel banco y te las comes allí —le requirió el abuelo. La madre del niño no estaba en el pueblo, pero vendría a por él tras el puente de la Constitución y no se fiaba de que la abuela mantuviera también el secreto.

Abue, este año pasaré la noche de Reyes en tu casa y tengo miedo.

—No me ha dicho nada tu madre.

—Pues ya te lo dirá mañana, cuando venga a por mí. Es que papá y mamá tienen guardia esa noche en el hospital, los dos. Dicen que hay que pagar la hipoteca y no sé qué más.

—Pues yo estoy contento de que pases una noche mágica como esa en el pueblo, ¿por qué tienes tú miedo?

—Por qué va a ser. ¿Y si los Reyes no saben venir hasta aquí?

—¿Cómo no van a saber venir? A ver si te crees que en el pueblo no hay niños. Bueno, hay pocos, pero los hay.

—Pero los Reyes no saben que yo voy a estar aquí, cuando pasen por mi casa y no me vean, se marcharán.

—¡Qué cosas tienes! ¿Has escrito ya la carta a los Reyes?

—No, aún no.

—Pues ya está. Cuando la escribas, les adviertes que este año se tienen que pasar por la casa de tus abuelos en el pueblo. Les das las señas e incluso el código postal. No hay problema. Los Reyes son mágicos y pueden ir a todos los sitios.

—Pues una amiga mía del cole dice que los Reyes no existen, que los Reyes son los padres.

—¿Y tú la crees?

—Pues yo no sé…

—No hagas caso a esas tonterías. A ver, tú mismo los has visto en las cabalgatas todos los años y, además, los regalos son caros y los padres no podrían pagarlos, necesitan el dinero para la comida y los vestidos. Y para pagar la hipoteca, me lo acabas de decir.

—Sí, yo los he visto en las cabalgatas, pero ¿y si son de mentira?

—¿Mentira? ¿Te das cuenta de lo que dices? Es imposible que todo el mundo, los padres, los abuelos, los maestros, la tele, la radio, los centros comerciales, todos, se pongan de acuerdo para engañar a los niños año tras año. No puede ser, no se va a confabular todo un país con el solo propósito de engañar a los niños. ¡Anda que no son serios los adultos como para hacer algo así! No hagas caso a tu amiga.

—Te voy a contar un secreto. Este año estoy dispuesto a salir de dudas. Como voy a estar en tu casa, podrás ayudarme.

—¿Qué has tramado, mangurrián?

—Quiero preparar una trampa a los Reyes Magos, para que caigan en ella y así poder demostrar a mi amiga que existen. Otros años he intentado quedarme despierto y verlos con mis propios ojos, pero no lo he conseguido, siempre me duermo. Y ellos parece que lo saben, nunca vienen antes de que yo esté dormido del todo.

—Sí, es lo que tiene el sueño, que da sueño.

—No te rías, abue. Este año no me voy a quedar despierto, lo que voy a hacer, con tu ayuda, porfa, es echar mucho aceite en el suelo, cerca del árbol de navidad, donde deje mis zapatos. Alguno de ellos resbalará y, cuando se caiga, del jaleo que se arme, me despertaré.

—No puedes hacer eso —el abuelo hablaba tapándose la boca, para disimular la risa—, como se entere la abuela de que le llenas el suelo de aceite se va a enfadar de verdad.

—Pues ayúdame tú, concho. Echamos harina, si no. No se caerán, pero los camellos dejarán marcadas sus patas. O les ponemos un cubo de agua encima de la puerta, para que les caiga encima. Por el agua no se enfadará tanto la abue, ¿no?

—No puede ser. Olvídalo, gañán. Si tú te duermes, yo me quedaré despierto, vigilando y te contaré que los he visto.

—Eso no me vale, tengo que verlos yo. ¿Cómo le voy a contar a mi amiga que los he visto si es mentira?

—Anda, anda, acábate las chuches y olvida esas ideas. ¡Qué generación esta! ¡Y qué cosas se os ocurren!

—Está bien, si no me quieres ayudar, lo haré yo solo. Este año, sí o sí, tengo que ver a los Reyes con mis propios ojos.

Viendo la obcecación de su nieto, al abuelo se le ocurrió una idea que pasó a exponer al niño. Colocarían una cámara oculta, y un sensor de movimiento, para grabar a los Reyes sin que se dieran cuenta. Le haría la instalación un vecino, que es informático, y luego podría llevar esa prueba a su amiga en un pincho para que la viera. ¿Qué mejor cosa, que su amiga viera con sus propios ojos a los mismísimos Reyes Magos? El niño aceptó entusiasmado.

El abuelo había pensado en las habilidades de la abuela con la costura y en que había tiempo de sobra para que hiciera unos trajes a sus tres compañeros de mus. Dos de ellos con barbas pobladas darían el pego y al otro tendrían que pintarle la cara con betún. Como sería arriesgado hacerlo la noche de Reyes, lo deberían grabar unos días antes, cuando el niño no estuviera en el pueblo.

Ambos, niño y abuelo, sonrieron para sus adentros —y sus afueras—, aunque por razones diferentes.

******

La noche de Reyes es algo incomprensible para el que no la ha vivido. No se pueden describir las sensaciones que embargan tanto a los niños como a los adultos. Se les puede poner nombre, pero aun así hay que meterse en la piel de los protagonistas y vivirlas. La piel de los niños y niñas. Ansiedad, alegría, esperanza, nervios, congoja, felicidad, magia…

El niño, que esa noche durmió en casa de sus abuelos en el pueblo, se despertó a una hora indeterminada de la noche. No controlaba aún su vida con relojes y no recurrió a ninguno para saber si quedaba mucho tiempo para que amaneciera. Solo era consciente de que había dormido, que estaba despejado y era posible que los Reyes no hubiesen pasado por la casa. Se imaginó que primero irían por las ciudades, donde hay muchos más niños, y acabarían recorriendo los pueblos para dejar los últimos regalos antes de que cantara el gallo. Él no había escuchado cantar a ningún gallo en casa de sus abuelos, pero el abue le decía que es entonces cuando amanece.

Se levantó de la cama tirando la ropa hacia atrás. Era la habitación en la que se quedaba con sus padres cuando iban al pueblo, pero esa noche estaba solo. Se puso unos calcetines para ir descalzo y no hacer ruido; lo había planificado todo, aunque no sabía si sería capaz de despertarse en plena noche. Abrió el armario y sacó la bolsa en la que su madre le había metido la ropa para dos días; básicamente una muda y unos pantalones nuevos, y una camiseta, por si se manchaba lo que llevaba puesto. Descubrió que debajo de su bolsa había unas cajas, las abrió y encontró en ellas trastos sin interés, algunas cosas del abuelo, radios viejas, despertadores y, entre unos trapos, una copa de cristal muy bonita. Pensó que debía explorar a fondo ese armario, por si había algún tesoro, aunque habría de dejarlo para otro momento.

Abrió la bolsa de su ropa y debajo de las prendas metió la mano para extraer una linterna grande. Se la había «quitado» a su padre, que la guardaba en un armario para una emergencia. Era de forma alargada, como un bastón y tenía, además de una luz potente al final, unos indicativos intermitentes en los laterales. La encendió y comprobó que funcionaba. Las pilas estaban cargadas, menos mal, porque no había pensado en eso.

Él se fiaba de la cámara que el abuelo había dejado en el salón, donde estaban el árbol de navidad y sus zapatos. El abuelo nunca le engañaba, pero necesitaba verlo con sus propios ojos. A su amiga le llevaría la grabación y quería decirle que él mismo había visto a los tres Reyes Magos en persona. Temió no poder despertar a tiempo, pero ahí estaba, en pie.

Con mucho sigilo abrió la puerta de su habitación enfocando con la linterna al suelo, para no tropezar y para que su reflejo no llegase a la habitación de los abuelos, que estaba al final del pasillo. Su intención era esconderse detrás del sillón y esperar a los Reyes, sin dejarse ver. Aguardaría con la linterna apagada para así no descubrirse.

Bajó las escaleras, paso a paso, escuchando algún sonido leve que provenía de la calle. Su excitación hacía que le bombease fuerte el corazón, casi podía oírlo. Las escaleras desembocaban en un distribuidor que daba acceso a la cocina, a un baño, a una sala de trastos y al salón. Abrió la puerta de esta última estancia, que estaba cerrada, con cuidado de que no sonase, apretando el manillar con extremo sigilo. Un leve chirrido le alertó, aunque supuso que ese ruido no llegaría al piso superior. El amplio espacio estaba oscuro, pero no quiso encender la luz, iluminó la habitación con la gran linterna. Quedó alucinado y, en cierto modo, defraudado. Ya estaban los regalos al lado del árbol.

Los Reyes habían pasado por casa de los abuelos y se tendría que conformar con ver el vídeo. Luego pensó que el sensor que había colocado el abuelo haría que él también quedase grabado en el vídeo, pero eso ya no importaba. Lo que sí que hizo fue aguantarse las ganas de abrir las cajas, tendría que esperar a la mañana para hacerlo. Los abuelos tal vez se enfadasen al comprobar que había bajado en plena noche, pero no podía darles el disgusto de quedar grabado abriendo las cajas, que estaban envueltas en coloridos papeles de regalo, los cuales harían un ruido estruendoso si se ocupara de romperlos.

Cuando se marchaba, algo llamó su atención. Iluminó una a una las cajas que había al lado del árbol y descubrió que eran cuatro. Sí, solo cuatro. No podía ser. Él pidió cuatro regalos en la carta a los Reyes Magos y nunca le habían decepcionado, siempre le trajeron todo, pidiera lo que pidiera. Entendía así que, si las cuatro cajas eran para él, los Reyes se olvidaron de los abuelos. A no ser que a él solo le hubieran traído dos regalos.

Con ese pesar desanduvo el camino en dirección a la cama. El día siguiente no iba a ser tan feliz como los de los años anteriores.

******

El día de Reyes, cuando le despierta la abuela, el entusiasmo se apodera de él. Los tres planearon bajar juntos a ver los regalos antes de desayunar, incluso antes de pasar por el baño. El niño baja trotando los escalones con las advertencias de cuidado de su abuela. Allí espera el abuelo, con la puerta del salón cerrada, para entrar los tres a la vez.

Con la luz del día los regalos resplandecen como objetos mágicos, pero la sorpresa para todos es grande al ver que, en lugar de cuatro cajas, hay seis. Dos de ellas envueltas en papel de periódico.

Entonces, el abuelo le dirige una mirada cómplice a la abuela. Luego le dice a su nieto que corra a abrir las cajas; pero el niño, antes de abrir los regalos, quiere ver el vídeo, desea ver a los Reyes primero, está impaciente. Así que, el abuelo enciende el ordenador, que había dejado sobre la mesa enfocando con su cámara al árbol de navidad y pone el vídeo.

La expectación del niño ante la magia de la Navidad es suprema, ahí estaba grabada la prueba de que los Reyes Magos son magos, pero también son personas en carne y hueso. Los tres miran ensimismados: el abuelo sentado en una silla, delante del ordenador, y los otros dos, cada uno asomando la cabeza por uno de sus hombros, y ven a tres personajes vestidos con trajes brillantes y coronas. Son iguales a los de las cabalgatas, no cabe duda alguna. Si acaso con las barbas menos ostentosas, pero son ellos: los tres Reyes Magos. Se dirigen al árbol y colocan cuatro cajas. Solo cuatro. Luego se toman cada uno una copita de anís y una pasta cubierta de azúcar, que les han dejado en una mesita. Uno de ellos dice algo que no se entiende bien: «Calentemos las tripas, que nos espera la parienta». Luego se marchan de forma sigilosa, pero otro de ellos tropieza con una silla y se queja: «¡Leches!».

Los abuelos y el niño se miran con una franca sonrisa. Entonces, el niño, muy serio, les dice a los abuelos que en el video se ve que los Reyes solo han dejado cuatro cajas, pero que no se sorprendan porque haya seis. Les explica que los Reyes además de generosos son magos y la magia lo puede todo, como multiplicar los regalos. Si no, no podrían recorrer en una sola noche las casas de todas las personas del mundo. Esto tranquiliza al abuelo, ya que así no necesita explicar él nada. Ya le agradecerá el detalle a la abuela cuando estén a solas.

El niño aparta las cajas que están envueltas con papel de regalo y deja las dos envueltas con papel de periódico al lado de los abuelos. Son exactamente iguales y en una pone con letras mayúsculas «ABUELA» y en la otra «ABUELO». Estos, llenos de curiosidad, abren su caja cada uno. La abuela saca una copa de cristal labrada, muy bonita, y le dice al abuelo: «Mira, como la copa que nos regalaron en nuestra boda y se me perdió». El abuelo recuerda que esa copa la escondió él, porque no le gustaba, ya que se la había regalado un antiguo novio de la abuela. No comprende cómo puede estar ahí. Cree entenderlo, al pensarlo un poco, pues no puede haber otra explicación: la abuela la ha descubierto en el armario donde la tenía escondida y la ha sacado como reproche hacia él. Sonríe para disimular, pues se siente culpable.

Entonces el abuelo abre su caja y la sorpresa es aún mayor, dentro hay una linterna de tamaño grande. ¿Cómo podía haberse enterado su mujer de que necesitaba una linterna nueva, si no se lo había comentado? Ahora sí que no entendía nada.

© Cristóbal Medina

Este cuento de Navidad fue publicado en el Diario de Ávila el 3 de enero de 2024


viernes, 6 de septiembre de 2024

Diario de un navegante interestelar

Nadie podrá quitarme lo que he vivido, ni lo que gocé ni aun, a mi pesar, lo que sufrí. Me veo ahora encerrado en estas cuatro paredes, sin una ventana que me deje ver el exterior. Sé que es un castigo, pero también sé que soy un héroe, por más que algunos quieran negarlo.

Me piden que cuente mi vida, que escriba una especie de diario, con mi versión de los hechos, pero mi historia es enrevesada y ni yo mismo la tengo clara. Dicen que no, pero estoy seguro de que se debe a todas las substancias químicas que meten en mi cuerpo. Que es por mi bien, dicen, que tengo que enfrentar la realidad… ¡Realidad! Si todo parece un sueño, ¡qué sabrán ellos lo que es la realidad! No tienen ni idea, no la han vivido.

Escribiré, tal y como me piden, el dichoso diario, tal vez eso contribuya a mitigar mi encierro. Me centraré en los acontecimientos más relevantes, que no solo lo son para mí, sino para todos, aunque me haya tocado un papel protagonista que yo no busqué.

Esos sucesos son de sobra conocidos en líneas generales, pues constituyen un antes y un después en la Historia de la Humanidad. Logramos contener la invasión alienígena. Muchos de mis compañeros dejaron la vida en el intento y a los que sobrevivimos, en lugar de ponernos medallas, nos encierran y nos silencian.

Las guerras actuales no son como las de siglos pasados. Ya no se necesitan soldados fornidos que disparen sus fusiles o lancen granadas. Se precisan expertos en las tecnologías más avanzadas, técnicos en programación que tengan habilidades específicas y alto desarrollo de los reflejos automáticos. Más que músculo, lo que se exige es cerebro y para ello estamos mejor dotadas las nuevas generaciones. Nos criamos con pantallas en las manos y somos capaces de hacer volar tanto los drones como las naves de propulsión magnética, que necesitan de los más rápidos automatismos para que una batalla se gane.

Me contaban que ya de niño, en la cuna, mis padres me dejaban el teléfono móvil, para que no llorase. No sabían lo que estaban haciendo, pero no les culpo, pues eso hizo que mamase esos brillos y colorines que avivaron mi intelecto y me capacitan para poder gobernar estas naves tan veloces que nos han dado la victoria final. Cómo, si no, podría haber manejado los rayos gamma, que generan fenómenos astrofísicos de alta potencia.

La invasión nos tomó por sorpresa, y no es que no tuviéramos señales. El gran error fue enviar hace decenios sondas espaciales con destino a posibles civilizaciones de otras galaxias. Nada temíamos, pues las distancias siderales nos parecieron insalvables para que seres mortales pudieran cubrir esos inmensos trayectos. Nada temimos, aunque debimos hacerlo, pues ignorábamos su tecnología.

Nuestros radares captaron la respuesta y la alegría invadió a los más ingenuos; «No estamos solos en el universo», proclamaban. No obstante, el segundo error, según después hemos sabido, fue crucial, ya que ellos necesitaban que contestáramos para ubicarnos entre la inmensidad de soles que pueblan la galaxia, pues las sondas que llevaron nuestro mensaje inicial no probaban más que nuestra existencia, no nuestra situación.

Su llegada a este sistema solar fue detectada con años de antelación. Cuando los vimos, surgió la duda: ¿por qué tantas naves, si solo se trata de establecer contacto? Los telescopios espaciales visualizaron un potencial armamento que, aun así, negaban los dirigentes de los países más importantes. Avanzaban en escuadrones, sin contestar a nuestros requerimientos y ni siquiera esto nos movía a disponer una defensa.

Gracias al boca a boca, o más bien al «pantalla a vista» pues pudimos verlos, hubo una conciencia mundial de lo que ocurría, que presionó a los mandatarios. Por fin actuaron los gobiernos y crearon la División Galáctica Triple X. Por supuesto que hubieron de nutrirla de todos aquellos que nos habíamos formado con las pantallas digitales y que estábamos preparados para que nuestros reflejos pudieran funcionar a la eléctrica velocidad de las oleadas invasoras.

Inicialmente descendieron en el centro del continente meridional, menos poblado, al que no creían preparado para repeler la invasión. ¡Qué equivocados estaban! Allí llevaba una década funcionando la División Triple X Austral, en su Sección B.

Gracias a la rápida comunicación por el ciberespacio, a través de las denostadas redes sociales, las noticias corrieron como los mismísimos rayos gamma. Todo el planeta supo que había llegado la hora y, tanto la División Austral como la División Boreal pusimos a punto las maquinarias más sofisticadas, a cuyos mandos no había barbudos generales, sino barbilampiños videojugadores adolescentes.

Yo fui siguiendo a distancia, pero en directo, las evoluciones de la armada de la Sección B Austral; sus rápidas maniobras destruían toda nave enemiga que se pusiera al alcance. De su experiencia, vivida como si fuera en primera persona a través de la difusión instantánea de las redes inteligentes, me serví para poner a punto la nave que, tarde o temprano, tendría que tripular.

No tardó en llegar la guerra a nuestras latitudes. La División Boreal Centro, en la que me encontraba alistado, respondió sin tardanza. Yo había visto las naves invasoras, pero aun así impresionaban. Su tamaño descomunal en nada las privaba de la rapidez de movimiento que tanto nos caracterizó a las fuerzas planetarias. Pero esa misma descomunal diferencia de tamaño supuso una considerable ventaja para nosotros, pues muchas misiones kamikazes lograban penetrar en las gigantescas aeronaves y reventarlas desde sus propias tripas.

Me negué a participar en misión suicida alguna, no por miedo, pues la muerte es algo trivial cuando lo que persigues es la libertad. Me negué porque sabía que al final venceríamos, como así ha sucedido, y yo quería participar de la victoria, que es algo de lo que ahora me arrepiento, viéndome tratado así. Podía haber muerto como un héroe y sin embargo me veo encarcelado como un criminal.

Ya sabéis cómo eran los monstruos que tripulaban las naves invasoras, su imagen recorrió todo el planeta desde los primeros instantes. Tenían aspecto de insectos, como saltamontes de tamaño gigantesco, llenos de antenas y con unos ojos múltiples del tipo arácnido que daban pavor. La diferencia era que no tenían exoesqueletos óseos ni cartilaginosos, sino de una sustancia similar al acero. Bueno, metálico era su exoesqueleto, que luego tenían tripas y sesos orgánicos y viscosos. ¿Eran entes biológicos o máquinas? Me temo que nunca llegaremos a saberlo, pues con su muerte se desintegraban. Y murieron todos. Al principio parecían invencibles, pero pronto encontramos la solución: no había más que decapitarlos y con los rayos gamma podíamos hacerlo. Constatamos que esa desconexión cefáleo-corporal era irreversible y provocaba su muerte.

Nuestros mandos querían hacerse con algunos de los cuerpos de los invasores, con objeto de estudiar su biología, pero resultó imposible. En cuanto morían, se pudría todo el organismo, corroyendo incluso el exoesqueleto metálico, el cual dejaba un resto oxidado que acababa convirtiéndose en tierra a las pocas horas. Sus componentes disociados no eran más que oxígeno, azufre, aluminio, hierro, calcio y magnesio.

La información corría veloz entre nosotros, los divisionarios galácticos, y nave enemiga derribada, bichos decapitados. Al instante íbamos contabilizando las victorias. Las derrotas nuestras eran puntuales y escasas, pues no defendíamos territorio alguno, sino que nos emboscábamos esperando la ocasión de hacer daño. Y lo hacíamos.

¡Cuánto disfruté destrozando a esos energúmenos! Mi aeronave era de la Generación W y su manejabilidad, inmejorable. El lector de retina que tenía en mi casco tanto direccionaba la nave como disparaba los rayos gamma letales. Podía controlarlo todo con una rapidez instantánea.

Las naves invasoras, contando las primeras en llegar y las sucesivas oleadas, no pasaron de veinte mil, cuando nosotros éramos más de seis millones de combatientes. Eso sí, casi todos adolescentes o preadolescentes, pues a partir de los veintitantos años se pierden cualidades.

Nuestra fuerza motriz era magnética, lo que nos permitía una agilidad que les sorprendió. Teníamos un arrojo suicida y la tecnología no iba a la zaga de la que hacían gala esas bestias metálicas.

Recuerdo que, en una de esas, éramos diez divisionarios contra una monstruosa nave nodriza, que estaba en suspensión sobre el mar continental. Ni nos oyeron ni nos vieron llegar. Los escudos que nos invisibilizaban fueron un logro tecnológico surgido de la misma guerra, alcanzado por casualidad. Comprobamos que, emitiendo ondas sonoras en cierta frecuencia, podíamos acercarnos y comprendimos que éramos indetectables. No nos veían.

Nos aproximamos sibilinamente a la nave enemiga, que tenía tipología alargada, situada en posición estacional vertical, la cual albergaba a cientos de esos monstruosos saltamontes. Cuando recibieron los primeros impactos no sabían ni a dónde disparar. Extendieron sus escudos antigravitatorios, pero debido al magnetismo de nuestras ligeras aeronaves pudimos atravesarlos. Yo iba a la cabeza de la avanzadilla y, con movimientos oculares, disparaba los rayos gamma que salían a través de los cañones de luz láser, los cuales los conducían con precisión a su objetivo. Abrimos un hueco en la estructura del gigantesco vehículo espacial y nos dedicamos a perseguir en su interior a los malditos saltamontes metálicos; zumba, zumba, zumba, hasta que acertábamos a decapitarlos.

Luego, nuestra aeronave suicida, que estaba tripulada por el kamikaze de turno, penetró hasta su centro nuclear, descendiendo sobre las barras de uranio, para hacerlas fisionar. Dando tiempo, eso sí, a que el resto de los divisionarios abandonáramos el lugar.

Poco a poco, fuimos mermando sus fuerzas. Las veinte mil explosiones nucleares que destruyeron sus naves, poco material de estudio dejaron a nuestros científicos, a no ser una atmósfera contaminada de radiactividad, que nos tiene a todos los supervivientes del planeta químicamente alterados. Ciertamente es mi caso, y seguro que en gran medida es responsable de las alteraciones mentales y de memoria que sufro.

No tengo nada más que contar, pues mi vida privada ha sido intrascendente, por mi dedicación plena a la guerra interestelar durante los últimos años, de la que he querido dar una pincelada en estas líneas. Nada más quiero añadir, pero sí deseo terminar con un ruego: tened piedad, liberadme; me resulta muy difícil vivir en este aislamiento, apartado de todo, sin redes sociales, sin calmar mi impulsividad con videojuegos, sin una pantalla que me devuelva a la vida.

*********

—Buenas tardes, siéntense los dos, por favor. Y no me miren de esa forma tan severa, hay que darle tiempo.

—¿Podemos albergar esperanzas, doctor?

—Ya sabe lo que se dice, que la esperanza es lo último que se pierde. La situación, no me voy a andar con paños calientes, es grave. Tal vez, si lo hubiéramos cogido antes, tendría más fácil solución. De todas formas, nada es irremediable. Al menos ahora está controlado.

—Ya, es que no fuimos conscientes de lo que ocurría, si no…

—No llores, Carmen. Está controlado, dice el doctor. Escucha lo que tiene que contarnos.

—¿Leyeron el diario que ha escrito?

—Entero, de pe a pa. Solo contiene desvaríos. No sé cómo hemos podido estar tan ciegos. Yo pensé que solo era un entretenimiento.

—¡Que no llores, Carmen! Así no vamos a solucionar nada. Está medicado, saldrá adelante.

—Pantallas, ¡malditas pantallas!

—Así es. Esta generación nació entre pantallas y vive en un mundo paralelo; para ellos la realidad es otra. Haremos lo posible para que su hijo pueda conectar de nuevo con el ambiente que le rodea, después de someterle a un severo aislamiento. El mundo ha cambiado de una forma tan vertiginosa que a los más mayores nos cuesta comprender. Primero fueron los Tamagotchi, seres inexistentes a los que había que cuidar como si fuesen mascotas. Más tarde vino la evolución de los videojuegos de simulación, como los Sims, que presentaban realidades alternativas, o las vivencias intensivas de guerras, batallas intergalácticas o simples deportes. No mataban a nadie ni daban patadas a una pelota, sino que lo hacían de forma virtual. Recientemente está lo que llaman realidad aumentada, que nos hace interactuar con seres y cosas que no existen. O las pretensiones de introducirnos a todos en el Metaverso, donde se vive otra vida, desconectada de la real, en la que se puede asistir a un concierto sin levantarse de la cama. Pero, tranquila, su caso es más común de lo que se imagina y su marido tiene razón, está en proceso de curarse. Ahora le tocará librar una batalla contra sí mismo, que no será interestelar, sino más prosaica.

[Relato publicado en el Diario de Ávila el 13 de agosto de 2023]



jueves, 28 de diciembre de 2023

Recapitulando 2023

El pasado 31 de julio di un giro radical a este blog. Se cumplían 10 años de su creación y, desde entonces, publiqué religiosamente —es un decir— una entrada cada quince días, sin faltar una sola quincena. Me lo propuse y lo cumplí a lo largo de los meses, y de los años. Me pareció suficiente una década para ese ejercicio espartano que tantas satisfacciones me ha dado. No quise cerrar el blog, porque me encuentro muy orgulloso de todo lo que he escrito en él y, a quien pueda interesar, servirá para rescatar mi pensamiento filosófico y político, además de un ramillete de relatos y poemas.

Otra cosa que no quiero abandonar a estas alturas es la última entrada de cada año, también publicada religiosamente —es otro decir—, en la que a modo de índice repaso los contenidos y lo que han dado de sí las publicaciones del año que acaba.

Comencé con una reflexión, La ideología de las palabras, en la que abogaba por no denominar de la misma forma a un muerto —accidente, enfermedad—, que a un asesinado —en cualquier guerra—. En este apartado de Reflexiones hubo otra entrada a mediados de mayo: De empresarios y trabajadores, donde me propuse demostrar que un empresario NUNCA crea un empleo, sino que contrata a un trabajador porque el mercado puede absorber lo que produce su empresa.

A finales de enero, recuperé la etiqueta Defensa del Castellano con la entrada: Analfabetos ilustrados, poniendo en evidencia la precaria utilización del idioma en las redes sociales. Y en otra entrada más —van por pares—, El cuco, expuse la forma sibilina en la que el inglés está cambiando la ortografía del castellano —con la aspiración de la letra hache, la pronunciación de la jota como ye, etcétera—. No sé si podremos detenerlo, las lenguas evolucionan, pero al menos que seamos conscientes de ello, no sea que en un futuro lejano este pajarraco haya expulsado del nido a nuestra lengua.

Nueva etiqueta en febrero, Política, con Los propietarios, donde denunciaba la forma, también sibilina, en la que el capitalismo nos va acostumbrando a que los proletarios no tengamos nada en propiedad, solo en alquiler, para que solo los capitalistas tengan la propiedad de todos los bienes de la Tierra. Así algún día podrán dejarnos sin ellos, si no somos lo suficientemente serviciales. Y pobres.

Con la etiqueta Historias, y bajo el título Hace tres años, repasé mi experiencia personal de lo que nos vino a raíz de la crisis de la Covid. Más que nada fue un repaso a esos primeros meses de 2020. A finales de mayo, con la entrada denominada Calle de Torquemada, me vi envuelto en una polémica en las redes sociales, que yo no pude prever ni imaginar. Abogaba yo porque en Ávila, de forma vergonzante, habían dedicado una calle a un personaje histórico, desde todo punto de vista despreciable, como Tomás de Torquemada, camuflándolo como el pueblo homónimo palentino. Creo que demostré la patraña e insistí en que tal personaje no merecía ninguna calle, lo que levantó astillas y escoceduras, con argumentos como que es un personaje histórico importante —que es algo que no niego—, pero no fui capaz de sacar de ahí a los polemistas incansables, pesados y plastas que intentaron convencerme. «Fuera Torquemada del callejero de mi ciudad», a tomar por cvl0. Y llegué al 31 de julio, con esta etiqueta de Histoiras, despidiéndome de la periodicidad prusiana de las publicaciones en este blog, con la entrada 10 años no es nada.

También este año he dado cabida a la Literatura, con La poesía es un arma cargada de futuro, donde recojo mis propias palabras del acto al que fui invitado en el Día mundial de la poesía, que estuvo dedicado a la poesía social y se tituló con el famoso poema de Gabriel Celaya.

Y una de Poesía, Autorretrato, un soneto que quiere definirme físicamente, el cual, sin el sentido del humor, no tendría ningún sentido. Espero que saque alguna sonrisa.

¿Hubo Relatos en 2023? Húbolos. Tres. La primera entrada de abril, rescató mi texto Equilicuá para el libro colaborativo anual de la Asociación La Sombra del Ciprés, al que titulamos AV. Confidencial. Quienes han leído mis escritos, ya sabrán que el protagonista es Elicio Iborra, por cierto, resolviendo un caso policial en plena pandemia. Luego, en junio, publiqué Patri la mentirosa, otro cuento que fue publicado en los relatos de verano del Diario de Ávila, en 2022, y luego leído ante un numeroso público en los Cuentos a la luz de la luna, organizados por el Ayuntamiento de Ávila en la plaza de Adolfo Suárez el 2 de julio de 2023. Y cerré este año con mi último relato de Navidad, también del Diario de Ávila, del que me siento especialmente orgulloso. Yo lo titulé El cuento de la Navidad, pero por «avatares inexplicables» el título se trastocó en El cuento de Navidad. No me quejo ni me quise quejar. El texto me lo publicaron íntegro y estoy encantado en participar en esta actividad, que me da un escaparate hacia los lectores. Estas navidades, en concreto el 3 de enero —justo un año después—, me publicarán otro cuento, esta vez mucho más amable. Si estás a tiempo, resérvalo en el kiosco.

Hubo también reseñas, en concreto del nuevo libro colaborativo de La Sombra del Ciprés, titulado Ávila para comérsela, que contiene otro de mis relatos de los que más satisfecho me he sentido: Encuentro entre pucheros. Y una reseña más, Covalverde, libro que llegó a mí, de las mismas manos de su autor a quien tuve el placer de conocer, un poco tarde, ya que llevaba varios años publicado. Santos Jiménez, excelente narrador de unos hechos que aún escuecen y duelen, transcritos con la mejor literatura de las voces directas de los protagonistas.

Y ya está todo, este año no han sido 24 entradas, sino 16. Pero este blog sigue vivo y así lo mantendré mientras tenga ilusión por escribir. Espero que sigamos viéndonos en 2024. Felices fiestas y, como suele decirse, que el año que entra venga repleto de prosperidad para todos.

martes, 26 de diciembre de 2023

El cuento de la Navidad

El belén de estas navidades sí que es verosímil. Tiene un aspecto inmejorable, es más auténtico que ninguno de los que he montado en años anteriores. Hay incluso un puente y el agua corre por el río. Está lleno de luces dispersas alrededor y el fuego crepita. También algo de nieve cubre el suelo, entreverada con hojas caídas de los árboles. Lo único malo es que mi belén no es una maqueta estoy pasando frío a la intemperie. Son mis primeras navidades tras el desahucio.

Mi vida es triste y no merece ser contada, así que la callaré. Para los demás solo soy un parado más. Un desgraciado que perdió su casa y, al no tener familia, llevo en la calle desde el verano. Pero ya es invierno y las condiciones no son las mismas, creo que no podría superarlo sin esta panda de desgraciados que me hace compañía. Ellos son mi verdadera familia.

Hoy es Navidad. Ayer, unos jóvenes bien vestidos, se empeñaron en que fuéramos al comedor social para celebrar la Nochebuena, donde seríamos agasajados con un menú digno de las mejores celebraciones. Agasajados, esa fue la palabra empleada. Algunos se fueron con ellos, pero nos quedamos el núcleo familiar más fuerte. Quisimos acompañar a Natalio, que, con su nariz roja y cara abotargada, no quería separarse de Julia. La pobre estaba muy enferma y no hubiera podido ir.

Pero no por eso íbamos a quedarnos sin celebrar esa cena. Cierto es que el lugar es un poco inhóspito, pero se vuelve acogedor con el calor humano. Aunque el puente no tiene puertas y el aire trae ráfagas de la nieve caída, las fogatas aportan el calor que las ropas gastadas disipan de nuestros cuerpos.

Montamos una mesa vestida de fiesta, en lo que solo era un tablón sobre bidones vacíos, para cubrirla con las ricas viandas que nos dejaron.

Natalio y Julia hicieron muy bien el papel de abuelos en esta familia nacida de la necesidad. Yo fui el padre, aunque viudo, ya que no había quien interpretase a la madre. ¡Qué le vamos a hacer! Por eso dejamos una silla vacía a la mesa de forma simbólica, como hacen las familias en las que ya no está uno de los miembros.

Bueno, llamémoslo silla, aunque fuera un cajón de fruta. ¿Qué diferencia hay? Todos nos sentamos sobre cajones, menos Natalio, que hizo poner la mesa junto a la piedra roma donde suele fumar sus pitillos. Por algo es el de más autoridad. Al lado tenía la cama de Julia, hecha sobre unos palés que le alejan la humedad del suelo. De esta forma, ella participó también en la cena.

Tampoco teníamos niños, pero Willy, el yonqui, y su pareja Vane, bordaron el papel. Su mentalidad no difiere mucho de la infantil, si no fuera por lo violentos que se ponen cuando tienen el mono. Lo que no faltó es el cuñao. A este lo interpretó Juanjo, que vino con la Pepi, a quién no conocíamos. Ella parecía agradable, aunque un poco dejada en el vestuario. Pero, cuidado, no critico su forma de vestir, sino que adiviné que pasaría frío con ese escote y la minifalda.

No nos faltaba ni el pobre sentado a la mesa: Yassín, que es de Senegal. Desde que acabó la temporada de la fruta en levante, anda buscándose la vida por estos lares. Por mucho que busca, no ha encontrado más que a unos desgraciados como nosotros.

Pepi, para captar nuestra simpatía, era la más activa de todos. Fue ella la que puso el mantel en la mesa. Entiéndase mantel por cartones limpios. Ya no voy a aclarar más estas cuestiones, que poca importancia tienen. Ninguna mesa de Nochebuena es igual a otra y lo importante es tener reunida a la familia alrededor de ella. A la luz de la farola que nos iluminaba, podría decirse que no habría palacio que vistiera mejor sus banquetes.

Pepi distribuyó los platos de plástico que nos trajeron esos jóvenes tan simpáticos y comenzó a abrir los sobres de jamón ibérico, para colocar unas lonchas bien repartidas entre los comensales. Algún sobre ni siquiera estaba caducado. También teníamos queso, chorizo e incluso tortillas de patata. Nos dejaron varias botellas de refrescos, aunque Natalio añadió un par de cartones de vino de su propia despensa. Trae el vino de los supermercados, cuando va a pedir un bocadillo a la hora de cerrar, porque su gabardina tiene muchos bolsillos. Yo creo que a veces le ven distraerlo, pero no le dicen nada.

La cena transcurrió de forma amena. A pesar del empeño de Juanjo de contar chistes verdes. Se recreaba en descripciones que a los demás no nos hacían ni pizca de gracia. Pepi, por ejemplo, no dejaba de sonrojarse y fruncir el ceño. Willy estuvo a punto de partirle los piños, si no es porque Natalio se interpuso y recondujo la situación amonestando al maleducado de Juanjo.

Julia debía tener fiebre, porque estaba muy colorada y no probaba bocado. Natalio no dejó de sonreírle y de abrigarla con unas mantas. El río, aunque lleva poca agua, nos tenía un poco destemplados.

Al terminar de cenar, brindamos todos, menos Julia, y cantamos algún villancico; pero pronto se apagaron las voces, ya que nadie se sabía una letra a derechas y el necio de Juanjo volvía a cambiar las canciones por temas procaces. Entonces se levantó Natalio y nos propuso un juego. Un concurso de cuentos de Navidad. Todo el que quisiera participar contaría uno para ser valorado, destacando la originalidad y su espíritu navideño. Habría un ganador que decidiría un juez: el propio Natalio. Obtendría el premio de «El cuento de la Navidad», consistente en la navaja multiusos de Julia, que con tanto celo guardaba en sus bolsillos.

Yo me opuse a esto con vehemencia, alegando que es un objeto personal y, por mucho que Julia sea pareja del viejo, él no puede regalar lo que no es suyo. Entonces habló Julia. Trató de incorporarse con dificultad y con la ayuda de su hombre. Dijo, entre toses, que esa navaja ya no era suya, que se la había regalado a él y que el concurso le haría más agradable su última noche, pues iba a marcharse. Nos extrañamos, ya que no sabíamos que Julia nos dejaría, pero así era. Aunque no nos explicó a dónde iba a ir, sí dijo que Natalio en esta ocasión no iría con ella. Tal vez su hija quería acogerla de nuevo. Eso pensamos todos.

El viejo dio la orden: «¡Que comience la competición!».

Empezó el cuñao, Juanjo, con signos de autosuficiencia y la plena seguridad de verse ganador. Pero el viejo no dejaba de negar con la cabeza. Estoy seguro de que le hizo ser el primero para mantenerlo callado el resto de la noche. Juanjo nos contó la historia de un hombre avaro, al que se le aparecen tres fantasmas, el de las navidades pasadas, el de las presentes y el de las futuras. Es una historia que todos conocíamos y se lo dijimos, pero no había manera de callarle. Un tímido aplauso tuvo más intención de sellar el final que de recompensar al cuentista.

Luego le tocó al convidado pobre, a Yassín. A este le cuesta comprender lo que es un cuento de Navidad, por más que dijera que es musulmán y, para él, nuestro dios hombre es honrado como profeta. También celebra su nacimiento, aunque no entiende el espíritu de estos días. Muy musulmán será, pero el ibérico bien que lo comió. Yassín nos contó, entre risas, cómo en las últimas navidades que recuerda de su tierra todos los muchachos jugaron un partido de fútbol. Como anochecía y no dejaban de empatar, el partido se prolongó más de lo esperado. Debido al color de la piel de los chicos y a que no había luces, no se veían y chocaban entre sí continuamente, dándose cabezazos. No dejaba de reírse, pero, ya digo, tampoco le consideré ganador. Natalio es muy prudente, además de sabio, y bien conoce lo que es el espíritu navideño, con el que no casa esta anécdota africana.

Willy se negó a participar, dijo que aquello era una estupidez. Añadió que no lo harían ni él ni Vane, pero ella no abrió la boca. Se notaba que estaba colocada. Aunque mejor para todos, pues así no tuvimos que aguantar a ese par de críos.

Pepi enrojeció cuando le tocó el turno, ya que apenas nos conocía. Tampoco quería participar, pero entonces Willy comenzó a reír y dijo que ella pensaba lo mismo que él, que todos éramos idiotas. Esto le contrarió y tomó la palabra. Dijo el título del cuento: Ricitos de Oro. Natalio la reconvino a que contase otro, que ese de Ricitos es un cuento clásico que nada tiene que ver con la Navidad. Ella se defendió, argumentando que el título era el mismo, pero la historia no.

Nos habló de una niña que vivía con un ogro. El ogro le hacía sufrir tanto que un día huyó de la cueva donde la retenía. Anduvo por el bosque hasta encontrar una casita deshabitada. Entonces Willy gritó que era idiota, que ese sí que era el cuento de Ricitos de Oro. El viejo se levantó y le mandó callar. Él no podía opinar, porque se había excluido del concurso. Yo entendí que más que quitarle la razón, le quiso desautorizar. Willy protestó y dijo que ahora la niña encontraría unas camas vacías, a lo que respondió Natalio tirándole el paquete de tabaco arrugado. Lástima que no fuera una piedra.

Pepi continuó y contó que en esa casa vivían unos osos y muchas niñas como ella. Que todas tenían su camita donde estaban atadas, sin poder escapar. Pero, un día, uno de los lobos, de los que visitaban a las niñas para hacerles cosquillas, tenía un lado bueno y la ayudó a escapar, llevándola a su casa. Allí tampoco fue feliz y huyó de nuevo. En la calle, asustada y sin recursos, se juntó con una serpiente, que la cuidaba a veces, aunque otras la mordía insuflándole su veneno. Ricitos soñaba con escapar del reptil, pero con soñar no basta. En este punto Pepi se emocionó y las lágrimas no le dejaron continuar, por lo que, con un gesto, nos indicó que había terminado. Este cuento no tenía final feliz, a pesar de lo cual todos nos pusimos en pie para aplaudir, contagiados de sus lágrimas. Todos menos Juanjo, al que se le habían puesto los carrillos colorados. Tampoco la pobre de Julia, que llevaba mucho tiempo callada.

Me tocó a mí después. Yo no tengo imaginación para inventarme historias y, además, ya estaba seguro de que ganaría Pepi, por lo mucho que había gustado su cuento, aunque, según mi punto de vista, tampoco es navideño.

Recordé algo que leí hace tiempo. Una historia vieja, muy vieja, que ocurría en Navidad y que creo que sucedió de verdad:

«Érase una vez, a comienzos del siglo pasado, que había una gran guerra. Esa guerra era terrible, pero, ¡qué voy a decir!, todas lo son. Duraba ya mucho y los frentes de batalla eran estables. No se movían un metro. Por un lado estaban unos, metidos en trincheras, luego había una campa con alambradas y detrás otras trincheras en las que se enterraban los enemigos. Era el centro de Europa y en invierno el frío es intenso. Las trincheras se llenaban de agua y los pies de los soldados nunca se curaban las heridas. El dolor era grande, el miedo inmenso y el hambre solo podía compararse al de unos vagabundos viviendo debajo de un puente. Entonces llegó la Navidad y desde una trinchera escucharon que los malditos enemigos cantaban villancicos. ¿Cómo era posible? ¿¡Ellos también celebraban la Navidad!? Comenzó entonces una competición de cánticos, que era respondida desde el frente contrario. Un soldado de los de la trinchera de acá, tomó una botella de vino, guardada para ese día, y salió hacia la campa, cruzó las alambradas y se presentó delante de la trinchera enemiga levantando las manos, en una de las cuales llevaba la botella. Salió un soldado, también con las manos levantadas, en una de las cuales tenía un pastel de carne. Se intercambiaron los obsequios y fumaron juntos un cigarro. Uno cada uno, para después regresar con los suyos. Ni un solo tiro se oyó. El ejemplo cundió y muchos soldados hicieron lo mismo de uno y otro bando. Fumaron y, aunque no se entendían al hablar lenguas diferentes, cantaron villancicos y bebieron. Al día siguiente, Navidad, quedaron para jugar en tierra de nadie un partido de fútbol. Creo que la historia no acaba aquí y la guerra no terminó entonces, pero lo que vivieron durante unas horas esos soldados, que tanto se odiaban, tenía el espíritu de la Navidad».

Me aplaudieron mucho y, de forma inesperada, la navaja fue para mí. Yo no la quería y fui a devolvérsela a Julia. Ya no tenía los coloretes y su cara estaba muy fría. Entendí en ese momento qué tipo de viaje era el que dijo que iba a emprender y que ya se había ido, así que me guardé la navaja en el bolsillo, abracé a Natalio y compartí con él el pitillo que se estaba fumando.

(Este relato se publicó en el Diario de Ávila el 3 de enero de 2023)