miércoles, 30 de octubre de 2019

Las majadas de los queseros



A quienes se acerquen a ver el magnífico castro vetón de El Raso, cerca de Candeleda (Ávila), les aconsejo que concierten una visita a las majadas de pastores que hasta casi finales del siglo XX han vivido dedicados a una actividad laboral que les obligaba a tener una condiciones de vida cercanas a las de nuestros antepasados de la prehistoria.



A los pies de la Sierra de Gredos, vivían en unos chozos en majadas aisladas, aunque cercanas a otras similares y en una organización familiar que tenía la vida dedicada por completo a la producción de queso de cabra. Según avanzaba el año, se trasladaban a unos puestos avanzados, mucho más altos, para que los animales pudieran comer. Estaban totalmente aislados, aunque entre ellos se reunían una vez a la semana, cada vez en una majada diferente, para celebrar fiestas y bailes que daban salida a la necesidad de relación social de los más jóvenes.


La vivienda era de dimensiones muy reducidas, con una sola puerta y sin ventanas ni chimenea. Tan solo unas alacenas para almacenar los enseres domésticos y unos colchones contra la pared, que eran extendidos para dormir. El fuego, pegado a una de las paredes, era el centro del hogar. Aún así, testigos de estas casas en funcionamiento remarcan la limpieza que tenían en ellas.


También tenían unos pequeños huertos de los que surtirse. Pero el centro de su actividad eran las chozas queseras que se instalaban en el curso de una corriente de agua, para mantener el queso fresco hasta que lo llevaban para su venta.




La instalación más importante era la majada de las cabras, circular y escalonada, techada en parte, que se orientaba al mediodía al resguardo de los fríos del norte.





Además explotaban otros animales, como cerdos y gallinas, siendo de gran utilizad los burros.

lunes, 14 de octubre de 2019

Cifras y letras


Una palabra estaba más sola que la una, pero otras llegaron para hacerle compañía. En principio unas decenas, luego centenas y hasta millares. El caso es que no decían nada, porque estaban desordenadas. Entonces aparecieron algunos números que quisieron arreglarlo, si bien no supieron cómo, ya que ellos mismos no tenían orden ni concierto.

El dos se puso delante del uno, recordando la escuela, donde le enseñaron el alfabeto, y pensó que tratando con las letras era lo más apropiado. Llegó el tres y se colocó también delante del uno. Pero cuando apareció el cuatro pasó a ser el primero, hasta que el cinco ocupó su posición. El seis y el siete se fueron con el tres, aunque le dieron la espalda.

El cero apareció de pronto, sin que se le esperase, poniéndose en primer lugar. Entonces el ocho, más chulo que un sí mismo, tomó una tiza y escribió al cero con zeta, colocándolo detrás del uno. Esto no lo consintió el setenta y uno, que pasaba por allí y que, además de primo, era guardia de la porra. Marcó una falta de ortografía y tumbó al ocho, enviándolo al infinito. Después restituyó la ce al cero. Pero se dio cuenta de que así no valía nada. Contrariado, se puso el uno al hombro y se marchó a hacer senderismo, que es lo que más le gustaba.

El nueve, del que todos se habían olvidado, pensó que las letras y los números no se entenderían nunca. Que las palabras no se ordenan por decreto, sino por ideas. Que era mejor  dejarlas decir locuras, que encorsetarlas. Así que se limitó a contar las palabras de este cuento, hallando que son trescientas justas.

Pero ten en cuenta que, si las cuentas, no te saldrá la cuenta si hasta aquí no cuentas.