miércoles, 14 de marzo de 2018

La ascensión de Ascensión


María de la Ascensión un día tendía unas sábanas, cuando vino un viento muy fuerte que hizo el efecto de desplegar velas y se la llevó volando, cual si se tratara de una cometa. Me pregunto si Ascensión ascendió a los cielos, como en el caso de la mujer de Macondo que nos cuenta García Márquez en el libro ese raro que trata de un coronel que, cuando lo iban a fusilar, se acordó del día en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Que digo yo, ¿en esos momentos no tenía otra cosa de la que acordarse?

Pero, bueno, que esto que estoy contando no es realismo mágico. Es realismo real o verdad verdadera y no falsa mentira, como esa otra historia que hay escrita en los libros sobre un hidalgo, de los de adarga antigua, que enloqueció por leer libros de caballería. Como si leer le enturbiara a uno la mente en lugar de despejársela. Vaya tontería.

El caso es que Ascensión se asustó mucho en su vuelo y no soltó los picos de las sábanas, los cuales dio varias vueltas en sus muñecas para asegurarlos. En principio pensó que descendería suavemente al otro lado de los árboles que se le presentaban a su vista, pero cuando los rebasó, advirtió Ascensión que ascendía más. Tanto ascendió que los prados a sus pies se le antojaban dibujados en un papel. Y las ovejas como figuritas de un belén.

Se resignó a volar y quitó de su mente los pensamientos tremendistas. Estaba donde estaba y en ese momento no sufría, así que lo mejor sería disfrutar del paisaje. Si más tarde todo se arruinaba y se estrellaba, al menos habría pasado uno de los mejores ratos de su vida. ¡Que me quiten lo bailao! Pensó, con muy buen criterio.

Hacía un poco de fresco y el aire le removía las faldas, enfriándole el vientre. Pero, aparte de eso, el viaje era agradable.

Cruzó varios ríos, que se veían plateados desde la distancia; atravesó carreteras, ennegrecidas desde esas alturas; rebasó montañas de picos pardos y otras de romas lomas. Llegó a unos suburbios urbanos y oyó cómo unos niños la señalaban: «¿Es un pájaro? ¿Es un avión? No, es Supergén». O algo parecido, que desde lejos las palabras se confunden.

Sobrevoló luego los tejados de los edificios y algunas terrazas. En una de ellas una familia estaba tomando el té y la saludaron. Había un conejo blanco con un chaleco y una especie de loco con sombrero.

Se las vio muy difíciles ante una torre Eiffel que le cortaba el paso. ¿Habré llegado a París? Pensó. Pero no lo pensó mucho, ya que tenía que maniobrar para no estrellarse. La fatalidad le llevaba directamente al desastre. ¿O era el aire? Lo que fuera que impulsaba la sábana. Con desesperación giró el cuerpo, desde abajo a arriba, haciendo círculos, cual si fuera el badajo de una campana, y logró desviar la trayectoria, evitando chafarse las narices con los hierros.

Visitó varias ciudades más. Una con una torre inclinada, otra con dos torres inclinadas, otra más con una noria muy grande al lado de un río enorme, otra llena de rascacielos y una más que no rascaba nada. En fin, observó todo aquello que el azar le puso delante de los ojos. Que fue mucho.

El caso es que, sin saber cómo, estaba volando de nuevo por prados conocidos. Distinguió su pueblo, su casa, el arroyo donde había estado lavando y la alambrada donde tendía la ropa. En ese momento el aire parecía más calmado y comenzó a descender.

Aterrizó suavemente, muy cerca de donde los vientos le habían arrebatado, justo en el lugar donde su hijo de ocho años estaba jugando con unos palos. Construía castillos en el aire.

—¿Dónde te has ido, mamá? —le dijo el pequeño.

—Por ahí. Necesitaba airear un poco las sábanas —le respondió con una sonrisa. —Anda, ayúdame a doblar esta, que ya está seca.

¿Que cómo lo sé yo? Claro, es que no lo he explicado. Yo soy un caracol que estaba trepando por las zapatillas de Ascensión, cuando fue arrebatada por unas corrientes nada corrientes.