jueves, 26 de junio de 2014

Lenguas muertas

(Lo que sigue es un relato, un relato distópico. Una distopía es lo contrario de una utopía. Puede que haya quien piense que lo que va a continuación no es distopía, pero al menos para mí sí lo es).

Sé que lo que voy a contar es difícil de creer, pero ese no es mi problema, mi problema es mucho mayor.

Escribo a finales del siglo XXII, aunque soy un hombre de finales del siglo XX, que desapareció a comienzos del XXI. Resumiré los hechos.

Esquiaba en los Alpes Suizos cuando un alud de nieve me enterró. Lo siguiente que recuerdo es una reanimación en un local extraño, de ambiente minimalista y todo acristalado. Era una sala fría, más que la nieve que me sepultó, aunque su temperatura ambiente rondara los 25 grados centígrados, que no sé cuánto es en Celsius, ni me importa.

Tras mi incomprensión inicial y desorientación, que sólo me traían recuerdos de cómo la nieve se me venía encima, un tipo extraño, vestido con un mono blanco y una máscara que me dejaba verle poco más que los ojos, trató de explicármelo todo.

Me dijo que el cambio climático había descubierto un cuerpo incrustado en el hielo de la montaña y que ese cuerpo tenía casi doscientos años. Era yo. Me explicó que la tecnología de “su tiempo”, el mío ahora también, les había permitido recuperar mis tejidos hibernados y recobrar la calidad de mis fluidos corporales, para luego reanimar mis constantes vitales, haciendo latir de nuevo mi corazón y devolviéndome a la vida.

No voy a discutir sus explicaciones, ni voy a tratar de hacérselas creer al posible lector de este relato. El hecho cierto es que nací en 1980 y desaparecí bajo la nieve en 2014. Y también es cierto que estoy escribiendo esto en junio de 2175. Por mucho que me costara creerlo a mí mismo, tengo ya las pruebas suficientes.

Mi recuperación completa fue rápida y, desde el principio, me dejaron visitar su mundo, mi nuevo mundo... Las calles poco se diferencian de las de mi tiempo, y los vehículos, todos eléctromagnéticos, no tienen ruedas, aunque su forma recuerda a un coche de mi siglo, con forma de huevo de metacrilato y cromados brillantes. No hay ordenadores, sino unos cristales del tamaño de una cuartilla, que cumplen su función de una forma deslumbrante... Aunque nada llegó a sorprenderme en exceso, salvo el hecho que me ha traumatizado.

Me extrañó que mi interlocutor hablase un Castellano muy deficiente. Sus anglicismos y pronunciación artificial me hicieron creer, en un principio, que estaba en un país anglosajón. Pero uno de mis paseos callejeros para distraerme me enfrentó a la Puerta de Alcalá madrileña. “¡Qué curioso! –pensé–. Han recreado monumentos extranjeros, como en un parque temático”.

De todas formas, quise conocer en qué país me encontraba, que era algo que no me había llegado siquiera a plantear. La respuesta me dejó alucinado.

Mi interlocutor me dijo que La Tierra era un solo país. La globalización, que ya se iniciaba en mi tiempo, hacía mucho que se había completado. Y que la ciudad donde estábamos pertenecía a lo que históricamente había sido España, y se llamaba Madrid.

Me costó más comprender esto, que asumir mi resucitación. Lógicamente entonces le planteé cómo no me habían asignado a alguien local, que hablase mi idioma, en lugar de él que, con tanto trabajo, aunque buena voluntad, se expresaba en Castellano.

Su explicación es la causa de que me halle en este estado de desesperación. El idioma castellano, así como otras cientos de lenguas, no existe ya. Es una lengua muerta. Me dijo que durante mucho tiempo se había estudiado en la enseñanza secundaria, primero de forma obligatoria, luego voluntaria, hasta que una reforma educativa de hace unos treinta años la había sacado definitivamente de los currículos académicos. Él había pertenecido una de las últimas promociones que había podido estudiar esa lengua muerta.

Me explicó que cuando vieron en mis documentos personales, congelados junto a mí, que era de origen español, me trasladaron a Madrid para reanimarme, ya que era el único lugar donde podrían encontrar alguien que aún hablase mi idioma, para que mi resucitación fuese menos traumática. Aún así, les costó mucho localizar a alguien como él, que hablase un idioma tan exótico y que lleva tanto tiempo olvidado.

Mi interlocutor me dijo que él, en su juventud, tuvo mucho interés en indagar cómo se había producido la desaparición de mi lengua y en ello basó su tesis doctoral.

Me señaló que, al principio, los cambios fueron casi imperceptibles. Por ejemplo, comenzaron a aspirar la letra hache, anteriormente muda. Así, una palabra como Sahara, pasó a pronunciarse Sájara. También los cambios ortográficos fueron modificando la escritura poco a poco. Desaparecieron en primer lugar las interjecciones e interrogaciones iniciales, así como las tildes y las letras peculiares de la lengua como la eñe. Ni qué decir tiene que los barbarismos, que en un inicio eran tan sólo anecdóticos, pasaron a crecer hasta convertirse en más de la mitad de los términos usados. Cuando el Castellano dejó de hablarse, ya casi no tenía términos que no fuesen ingleses. Todo se decía ya en inglés: feeling, week end, fitness, running, share, smart phone, tablet, briefing, mainstream…

El idioma inglés, que en un tiempo anterior compartía su impartición con otros, como el francés o el alemán, en los institutos de educación secundaria, se impuso como hegemónico. Primero hubo clases bilingües en Inglés y más tarde todo el currículo se dio en ese idioma. Las academias proliferaron en una época, pero como el idioma se comenzó a hablar en las guarderías, las academias de idiomas desaparecieron por completo.

La puntilla se la dio el hecho de que dejaron de doblarse las películas de cine. Primero se subtitularon, pero luego ya no.

Hubo una generación que desistió de entenderse con sus padres y en la siguiente ya no hubo nadie que no hablase Inglés, y el Castellano cayó en desuso de tal forma que se llegó a perder del todo en las generaciones posteriores. La lengua muerta acabó por estar enterrada del todo.

La literatura en castellano sobrevivió en algunas traducciones al inglés, muy pocas y selectivas, y ya tan sólo pudieron leerla directamente los filólogos. Toda la cultura en castellano y en otras lenguas españolas como el catalán, el vasco o el gallego hace tiempo que no existe. En otros lugares ha pasado algo semejante, aunque el Francés fue más difícil de erradicar por la obstinación de sus hablantes en conservarlo. Sé que aún puede estudiarse esta lengua muerta más allá de los Pirineos como algo extravagante.

Hoy el mundo es homogéneo. Mejor o peor que el de mi tiempo no sabría decirlo, pero todo igual. En lo poco que he viajado estos días, ya que los viajes son muy asequibles, sólo he sabido reconocer que había cambiado de ciudad por cosas tales como si veía algún monumento conservado precariamente. Cuando vi la Torre Eiffel supe que estaba en París, pero no había ninguna diferencia más con Madrid o Tokio. Sí, en cambio, había muchos parecidos con mi tiempo, incluso peor que en mi tiempo, pues no puedes abandonar las zonas céntricas sin sumirte en suburbios pobres, miserables diría yo, con una violencia latente que se respira en cada detalle. Hay una pobreza generalizada, pero eso no es lo que me traumatiza.

Estoy desesperado. ¡Odio el Inglés con todas mis fuerzas! Ese es mi problema. Está en mis genes.

miércoles, 11 de junio de 2014

La sinrazón de la razón manipulada

Estando en la coyuntura política en la que estamos, no quisiera dejar pasar la oportunidad de posicionarme con claridad a través de unos argumentos, para mí incuestionables, aunque ello me suponga desencuentros. Nunca pretendo tener razón absoluta, pero esto es lo que pienso sinceramente. El que vea errores, que me lo comunique, que no me importa cambiar de opinión, si ello me lleva a la verdad.

Con la abdicación del rey Juan Carlos se abre, querámoslo o no, un periodo de cambio. Cambio que quieren minimizar los que apoyan la monarquía, tratando de obviarlo, para verlo como simple transición, pidiéndonos que confiemos en su vástago “tan bien preparado para el puesto”.


En primer lugar está la legitimidad. La Ley de Sucesión de 1947, que era una de las ocho leyes fundamentales del franquismo, decía que sería Franco quien nombraría al monarca del reino «cuando lo considere conveniente». Naturalmente, que tal designación fue caprichosa, sin respetar líneas de sucesión tradicionales, pues el carnicero del Pardo no quiso a Alfonso de Borbón, ni al padre de Juan Carlos, porque no le apeteció, ¡que si hubiera querido...! Luego la Constitución de 1978, ratificada en referéndum, santifica ese capricho. Pero, ¿qué legitimidad tiene una monarquía que nos metieron en el mismo paquete junto a la democracia y que no se ha votado por separado?

Una vez recobrada la democracia tras el franquismo, nunca-jamás se nos ha preguntado qué forma política queremos, monarquía o república. Por ello, se debería aprovechar esta coyuntura de “relevo generacional” para consultar a los ciudadanos de nuestro país qué es lo que de verdad queremos. Y no debería haber problema, que si la mayoría quiere la monarquía la tendremos legítimamente, no como hasta ahora.

Parece que nadie discute que somos ciudadanos, en lugar de súbditos, ya que nuestra “democracia” nos constituye en igualdad a todos, excepto, y esto es importante, al monarca, con privilegios tales como la irresponsabilidad ante la ley. Quiere esto decir que si los presuntos delitos cometidos por el yerno del rey abdicado, los hubiera cometido el propio monarca  –¿qué no sabremos?–, ninguna instancia judicial podría juzgarle. En España hay, por tanto, un individuo por encima de la ley, que tiene sus negocios privados y que no puede ser juzgado nunca. Y este privilegio se lo transmite como herencia a su hijo.

Y hago hincapié en el término masculino de “hijo”, porque es lo que dicen actualmente nuestras leyes. En nuestro siglo –y durante los dos anteriores– se ha ido ganando día a día la igualdad entre hombres y mujeres. Pero existe un ámbito donde se ha saltado arbitrariamente esta pretensión justa –aparte, claro está, de la esfera privada de la Iglesia–. Sería coherente con nuestros días que la sucesora al trono fuese la primogénita, la infanta Elena. Pero, aprovechando los coletazos de las leyes franquistas que consideraban a la mujer como ciudadano de segunda clase, se ha mantenido la prevalencia del varón. Y, por favor, que no me hablen de leyes sálicas tradicionales de la monarquía, por mucho que lo recoja nuestra legislación, pues quedan tan desfasadas en nuestro siglo, como el derecho de pernada, o el servilismo, y si no se han suprimido ya es porque no se ha querido.

Sottovoce se explica que la primogénita no es “adecuada” para el puesto, y no hay duda de que en cuanto esté reinando Felipe, se sancionará una ley que acabe con esta aberración legislativa, para que Leonor sea la Princesa de Asturias y ningún hermano varón que esté por nacer le quite el puesto. Pero, ¿quién nos garantiza que no aparecerá otra “Elena” en la línea sucesoria? O, peor aún, algún personaje indigno, que de estos en el linaje borbónico tenemos todos los que queramos, significándose los ejemplos del ignominioso Carlos IV, del nefasto Fernando VII, de la casquivana Isabel II o del corrupto Alfonso XIII.

A ello hay que sumar la forma fraudulenta y criminal de terminar con la II República Española. Un golpe de estado fracasado, que sus organizadores quisieron que fuera muy violento desde su concepción, para que no hubiera vuelta atrás, y que concluyó en uno de los episodios más vergonzosos de la Historia de España de todos los tiempos, como fue la Guerra Civil. Y con ésta no acabó todo, pues fue continuada con la sangrienta represión del régimen subsiguiente, el cual dejó “atado y bien atado” quién nos debería gobernar en lo sucesivo.

No existe otra forma de cerrar esas heridas y conseguir de verdad la reconciliación, que con la negación de tal régimen franquista y de sus consecuencias. Una de las cuales es la actual monarquía borbónica.

Mucho se habla de la imagen exterior de nuestra monarquía y de cómo nos quieren por ahí fuera por tener un rey. Me temo que no es el caso del resto de repúblicas, que si nos envidiaran no tendrían más que coronar a su presidente y regalarle la heredabilidad. ¿Absurdo, no? Entonces, ¿quién nos quiere por ser monárquicos? ¿Las dictaduras del Oriente Medio? ¿Los países iberoamericanos? A las primeras les daríamos el mejor de los ejemplos con una democracia parlamentaria republicana y los segundos nos apreciarían de verdad si nos viesen como a iguales, como hermanos de lengua y cultura, que han tenido históricamente un gran encuentro de continentes y algunos encontronazos colonizadores. Colonizaciones dirigidas por monarquías de siglos pasados. Jamás nos verán como a hermanos, junto a los que realizar proyectos, si la soberbia monárquica sigue acompañándonos. ¿Cuándo abriremos los brazos a Latinoamérica como iguales? ¿Y a nuestros hermanos portugueses? ¿Les pediremos que se federen en una república ibérica, o que sean súbditos de nuestro rey?

En otro argumento, hay quien dice que la monarquía sale más barata que una presidencia republicana, y echan cuentas y todo. Perdonen, pero así, a gosso modo, no puedo creerlo, aún sin entrar a valorar cómo nuestro monarca recién abdicado tiene una misteriosa fortuna de unos 1.800.000.000 €, lograda en sus treinta y nueve años de reinado. Son datos del prestigioso diario The New York Times, a quien nadie ha desmentido. Que no me cuenten trolas, ¿cómo va a ser más caro realizar elecciones presidenciales cada cuatro o cinco años, y mantener a un presidente de la República, que pagar una Casa Real y toda su descendencia, con sus palacios y boatos –léase bodas, barcos y vacaciones?

Es por estas razones que veo necesario posicionarme a favor de la consulta popular sobre la continuidad de la monarquía y, en esta consulta, abogo por la forma republicana que recupere el espíritu modernizador de la II República, truncada sanguinariamente por quienes no soportaron el régimen democrático, y que fueron apoyados abiertamente por los fascismos europeos que tanto daño trajeron al continente.


La democracia que, teóricamente, es el gobierno del pueblo, debe hacerse desde abajo hacia arriba, y desde la igualdad de todos los ciudadanos, que elegirán su forma política de manera libre y no impuesta.

¿Existe algún motivo racional para continuar en el siglo XXI con una institución obsoleta, que es cara, es injusta, no da prestigio, tiene privilegios y fue impuesta por una dictadura?