lunes, 30 de mayo de 2022

Soy un descreído

Hay quien piensa que la vida tiene sentido. Suelen ser las personas religiosas, de ideas transcendentes, entre las que yo me encontré en el pasado. Para ellos, esta existencia no es más que una experiencia que cobrará pleno significado cuando pasen a vivir la vida auténtica, la que viene luego. Solo así pueden concebir que haya niños de tres años que, antes siquiera de saber lo que es vivir, mueran por un bombardeo. O por naufragio o una enfermedad injusta. Que haya quien tiene que vivir sin vista o sin movilidad física. Que haya quienes sufren una dependencia que los lleva a convertirse en criminales para lograr su dosis apremiante. O que existan personas sin empatía capaces de convertirse en asesinos en serie, en torturadores o simplemente en soldados que invaden otro país por la gloria de su nación.

No puedo discutir con los creyentes, ya que creen por voluntad propia. Yo para ellos soy un pobre desgraciado descreído. Jamás me entenderán y tan solo se apiadarán de mí. Pero ellos tampoco pueden imponerme su verdad, una verdad que carece de evidencias tanto como mi ateísmo. Nadie puede demostrar que exista dios ni que no exista. Y si existe ¿cuál es el verdadero? Lo más probable es estar equivocado, pues la diferencia entre un ateo y un creyente es mínima: el ateo no cree en 1.000 dioses y el creyente no cree en 999.

¿Qué pasa?, ¿el todopoderoso necesita que sus miserables criaturitas le defiendan de un insulto? Es estúpido defender a nuestro dios o afirmar que no existe. Mas, por un dios en particular, algunos hacen guerras y traen la muerte y el sufrimiento. La violencia no es un acto conclusivo, que se ejerce y se termina. Cuando se abre ese abismo, la violencia se regenera en venganza y odio. Nunca acaba, crece como una maldición.

Creyentes, os lo ruego, no hagáis proselitismo, pues no vais a traer la dicha ni la salvación a nadie. Gozad de vuestras seguridades artificiosas y dejad de salvar las almas de los descarriados que no conocen a vuestro dios en particular. El proselitismo solo cobra sentido cuando la religión se convierte en un negocio del que unos privilegiados viven y acaparan honores. Si no es por el chiringuito nadie sale ganando por dejar de creer en Uno para creer en Otro.

Yo me formé, como suele decirse de forma coloquial, en un colegio de curas. No salí escamado ni les tengo ninguna inquina. Es más, agradezco la formación que me dieron. Siento orgullo y cierto afecto por esa etapa de mi vida. El «colegio de curas» logró que en mi adolescencia quisiera tener experiencias místicas. Y no fue culpa suya que el mundo, la razón cartesiana y la voluntad me hayan llevado a este agnosticismo del que gozo, como gocé de la fe.

Fuera de la dimensión transcendente, que no es demostrable, la vida no tiene ningún sentido, así que no se la desgraciemos a los demás. Nacemos, vivimos el tiempo que sea y luego ya no. La muerte es una puerta que nos espera, a la que personalmente solo le pido que me evite el sufrimiento cuando llegue el momento de atravesarla.

Solo hay nacer y morir, lo demás es cosa vana. Nada importa y así deberíamos asumirlo. Entre el acto de nacer y el de morir lo mejor que podemos hacer es intentar ser felices, aunque solo sea a ratos, como decía mi amigo Alfredo Rodríguez, que ya traspasó esa última puerta hace cinco años.

domingo, 15 de mayo de 2022

Banderas, bandoleros y bandidos

El nacionalismo es una enfermedad mental. Tiene efectos en la percepción de la realidad, la distorsiona, ya sea el observador una persona inculta o altamente instruida. El considerar que se trata de una ideología más, o una tendencia política válida, es una aberración que lo blanquea.

Todo nacionalismo parte de ideas preconcebidas y simples, elegidas para demostrar que los que son considerados «habitantes tipo» de un país tienen una misión que transciende la mera convivencia. La verdad se distorsiona, se falsifica, se adapta o se inventa para que concuerde con la ideología nacionalista. Pero todo es creído firmemente, sin asomo de duda, y así es como se produce esa percepción distorsionada. La falsa realidad se afianza de forma tan sólida, que dispone en su defensa a los «creyentes» para utilizar cualquier medio, incluida la guerra y el asesinato, con el fin de imponer su única y clara «verdad», que no necesita ninguna confirmación. Es eterna e invariable. Es algo previo y lo demás deriva de ella.

Existen teóricos que adaptan los acontecimientos históricos al punto de partida previo. Estos teóricos son inteligentes, pero su visión nacionalista les hace retorcer los datos, las evidencias y las fuentes. Luego están los tontos «valientes» que se dedican a repetir lemas, simples y escuetos, que no necesitan demostrar, pues «son verdad» sí o sí.

Entre estos últimos está, por ejemplo, Isabel Díaz Ayuso, que repite la idea falsa y perversa de que solo fueron invasores los musulmanes del siglo VIII y no así los romanos ni visigodos de siglos anteriores. Esta mente iluminada hace pocos días aludió al levantamiento del 2 de mayo de 1808 en Madrid, diciendo que: «El pueblo, es decir, la Nación, organizó el levantamiento para defender la misma causa que hoy, dos siglos después, seguimos defendiendo: España y la Libertad». Y esto lo cree con tozuda intransigencia, sin considerar siquiera cómo esa «Nación», a la que alude, gritaría poco después aquello de: «¡Vivan las ca’enas!».

Por otro lado, asigna una antigüedad al menos de 2000 años a la nación española, cuando esta nación ni siquiera fue un hecho consumado en el siglo XV con los Reyes Católicos, sino cuando, tras la guerra de sucesión del siglo XVIII, se unificaron las administraciones del país, suprimiendo los distintos parlamentos y diversas leyes y haciendas. Y ni siquiera ahí hay clara constancia de ese sentimiento de nación, que será únicamente evidente cuando los nacionalismos camparon por las ideologías europeas en el siglo XIX, forjando naciones nuevas como Italia y Alemania. Y, a finales de ese siglo, cuando el desastre del 98 en España hizo repensarse este país.

Por abundar brevemente en algún ejemplo más, baste citar al nacionalismo catalán y su empeño en hacer creer que alguna vez en la historia existieron como nación independiente, o que figuras como Cristóbal Colón o la abulense Teresa de Cepeda eran catalanes. No se sonrojarán del ridículo y tratarán de forzar las fuentes para que estas les den la razón, acabando por concluir que «España nos roba».

Podríamos poner ejemplos sin parar: el RH negativo de los vascos o su empeño, a pesar de las últimas evidencias, de que nunca fueron conquistados. El tesón de Putin y sus acólitos en insistir que Ucrania es un régimen fascista que quiere acabar con Rusia, lo cual es creído a pie juntillas por los nacionalistas de esas latitudes. O, por concluir, el pensamiento sionista, que insiste en que los judíos son una raza aparte, único pueblo de Dios, que debe erradicar de las tierras que les regalaron los ingleses en 1948 a todos los que no pertenezcan a su nación. Mientras persiguen esa criminal proeza, los regueros de sangre vertida avergüenzan a la humanidad, como avergonzó el holocausto judío de los nazis. Hablando de enfermos mentales no podíamos olvidar a estos últimos y sus ramificaciones mussolinianas y franquistas.

Las banderas, y sus antecesores los pendones, se crearon por la necesidad de diferenciar en los campos de batalla, y en los barcos de guerra, a los combatientes de uno y otro bando. No tienen otro sentido ni otra utilidad.

Hoy en día es totalmente irrealizable el cimentar un país en una raza, en una religión y en una idea de nación que sea excluyente. Además de quimérico, es la mayor estupidez suicida que pudiera plantearse. Los habitantes de un país son, se quiera o no, todos aquellos que viven y quieren vivir en él, sea cual sea su procedencia, raza, cultura y religión. Solo la convivencia pacífica en la diversidad es la que asegura un futuro y puede lograr la realización de la persona y la búsqueda de la felicidad de los ciudadanos, tal y como lo declara la Constitución de los Estados Unidos, que reza así: «Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».