viernes, 29 de enero de 2021

Ligero de equipaje

Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

Vida, de Antonio Machado

En el bachillerato tenía un profesor excepcional. Ya he hablado de él en alguna ocasión (¡Oh, capitán, mi capitán! (tribunaavila.com); http://lodemasescosavana.blogspot.com/2013/12/homenaje-postumo-jacinto-herrero.html). Jacinto Herrero me abrió los ojos al mundo fascinante de la literatura castellana y también a su historia, desde las glosas Emilianenses hasta la Generación del 27. Nos solía presentar los autores más representativos de cada etapa, glosando su biografía. Y lo hacía por orden cronológico, ¿de qué otra forma? Así hablaba de su nacimiento, sus padres, su educación, su formación literaria, sus obras primerizas, la plenitud e, indefectiblemente, concluía con su muerte. Uno tras otro. Siempre el mismo patrón.

El último tránsito de cada autor me producía desasosiego. Todos todos terminaban muriendo. ¿De qué les servía la gloria literaria alcanzada si no podían disfrutarla eternamente? Con ese desenlace habían fracasado como escritores. Su carrera había sido inútil.

Un adolescente tiene conocimiento de que la vida es finita, está claro, pero solo es un conocimiento formal, no es capaz de entenderlo en toda su dimensión. A los adolescentes —o a los niños— les parece que la vida es eterna. No recuerdan su nacimiento, pero saben que viven y tienen la sensación de que siempre lo harán. Por tanto, para ellos la muerte es una terrible desgracia que les acontece a otros y no piensan que le ha de suceder a todo el mundo. Es algo así como que, «si tuvieras suerte, no pasaría».

Cuando se llega a una edad provecta, es cuando se ve con claridad que la muerte está ahí y que ya solo queda la incógnita del momento en que se producirá. Hay que asumirlo, por mucho que cueste hacerlo.

La sociedad de consumo, para la que no somos más que elementos útiles o inútiles, nos pide que ganemos dinero y que lo gastemos. Nos ofrece coches, vacaciones y cenas románticas. «Trabaja, gasta y no pienses». Nos incita a no tener en cuenta que moriremos, a cerrar los ojos a la evidencia. Así nos privan de tener presente que un día todo se acabará. No nos preparan para morir.

Tampoco lo hace la religión, que solo nos dice que si obedecemos seremos eternos. Sin entrar a valorar si existe o no el mundo inmaterial, la transcendencia no la puede garantizar nadie. La fe es un gigante con los pies de barro, pues para creer tan solo hace falta tener voluntad, no razón. Así puedo creer que Elvis Presley está vivo, solo porque me da la gana. Igual pasa con Dios, Alá o Visnú.

El único consuelo racional que nos queda es ser conscientes de que se nace y se muere, por tanto, lo demás no importa. Solo hay nacer y morir, lo demás es cosa vana —mis disculpas por la cuña publicitaria improcedente—. Quien comprende esto se deja de zarandajas, de peleas, de rencores, de ideas dogmáticas. Nada importa, pues estamos aquí y vamos a dejar de estarlo. Disfrutemos, mientras, todo lo que podamos.

Saber que vas a morir y asumirlo te hace libre, pues una vez cruzada esa puerta lo único seguro es que ya no sufrirás, como no sufrías antes de nacer. Lo inteligente, pues, es aprovechar el momento, disfrutar, tener la satisfacción de ayudar a los demás, amar, sucumbir con moderación a los pequeños y grandes placeres; es decir, vivir con plenitud.

Por ello, brindo con todos vosotros que estáis vivos con un Ribera del Duero —o con una cerveza artesana—. Espero que podamos abrazarnos y reír juntos lo antes posible. Nunca vamos a ser tan jóvenes como ahora mismo. Carpe diem, quam minimum credula postero*, que diría Horacio.

* Abraza el día y confía mínimamente en el futuro

LIBRO RECOMENDADO:

-        Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez

jueves, 14 de enero de 2021

La conspiración de los idiotas

«En este mundo traidor, nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira», escribió en una célebre cuarteta Ramón de Campoamor. Esta relatividad en la mirada, que se basa en la duda como método de conocimiento, parece que hoy en día no tiene muchos seguidores. Al menos son demasiados los que de forma intransigente quieren imponer su verdad, porque estiman que, sin duda alguna, es la única verdad. Y para ello están dispuestos a matar o morir.

Son muchos los ejemplos, pero uno muy penoso lo acabamos de vivir en el mes que inaugura este año 2021. Una parte de los seguidores de Donald Trump creen con los ojos cerrados que ha habido fraude electoral y que a su líder intachable le han arrebatado la presidencia de los Estados Unidos un grupo pérfido de pederastas y criminales. Tienen fe en su palabra, porque quieren tenerla, ningún argumento contrario les hará cambiar de parecer. Así han intentado boicotear la designación como presidente de su contrincante, Joe Biden, realizando un asalto al Capitolio, armados hasta los dientes, que ha tenido como balance cinco muertos.

Cuando no se puede demostrar algo, se apela a la fe de los demás, «creedme, porque lo digo yo», punto. Aznar pidió que lo creyeran, que había armas de destrucción masiva en Irak. Él sabía que era mentira y que no podía ofrecer pruebas, pero logró que muchos tuvieran fe en él y apoyaran la guerra de 2003, con la que además el mundo iba a prosperar, según nos explicaba también. Las nefastas consecuencias, por no hablar de todo el sufrimiento que provocó, aún las estamos padeciendo casi veinte años más tarde.

De la fe de los incautos se aprovecharon muchos de los gobernantes de todos los tiempos. Desde el mismo Hitler, prometiendo la superioridad de su raza imaginaria, a Kim Jong-un, de Corea del Norte, pidiendo ser visto como un prodigio de la naturaleza.

Todo lo que no es susceptible de ser demostrado —y por algo será— es requerido a través de una fe ciega. Y no hay más ciego que el que no quiere ver, según el dicho español. Así los terraplanistas, por más fotos de la Tierra que vean sacadas desde el espacio no creerán a los astronautas y vivirán en un mundo plano. Esto puede parecer inocuo, pero la historia nos ha demostrado con creces todo el sufrimiento que ha provocado la fe. Cuántas hogueras se han encendido en su nombre y cuántas guerras han asolado a la humanidad porque «mi dios es más dios que tu dios».

El último ejemplo del daño que ocasiona la fe ciega lo tenemos en los anti vacunas. Siempre intento ser correcto, no me gusta insultar gratuitamente a nadie, pero aquí no puedo evitar pensar en ellos como idiotas. Ofrecen muchos argumentos pseudo científicos que «demuestran» su verdad; pero esa verdad es solo suya y se necesita fe para creerla, ya que no contrastan su teoría con la ciencia y su método. Al menos si tuvieran un poco de cultura histórica sabrían cómo las vacunas nos libraron de la viruela o cómo cada año nos evitan la gripe. La COVID-19 es una terrible pandemia que se ha llevado por delante a cientos de miles de personas. La vacuna se ha demostrado eficaz, existen las suficientes garantías y es el único remedio para acabar con ella. No lo digo yo ni ningún iluminado, lo dicen los científicos y las experiencias que han llevado a cabo. Pero la fe de algunos en paparruchas les pone a salvo de que con la vacuna les inoculen un chip. En este caso no puedo decir «allá ellos», sino «pobres de nosotros» que compartimos vecindad con los idiotas.

Resulta que los anti vacunas creen que existe una conspiración y que nos manipulan. Si se parasen a pensar —algo ajeno a su idiosincrasia—, se darían cuenta de que no hay nadie más manipulable que quien tiene fe. Las sectas son la prueba evidente de esta afirmación, ya que han logrado en casos extremos incluso suicidios masivos de sus adeptos, entre otras muchas aberraciones.

En fin, para acabar, no crean nada de lo que he dicho, no tengan fe en mis palabras ni en las de nadie. Piensen e infórmense.

LIBRO RECOMENDADO:

-        La conjura de los necios, de John Kennedy Toole