miércoles, 29 de agosto de 2018

Yo solo soy el jardinero


¿Es usted el señor Equis, don Mengano?

Voy a darme el gusto de un desahogo, aprovechando que estamos en verano y que este es mi blog y nadie está obligado a leerlo. Aún así, espero contar con el beneplácito de algún despistado que caiga por aquí y quiera solidarizarse.

Cuando me suena el teléfono, ya sea el móvil o el fijo, y preguntan por mí, anteponiendo las fórmulas de cortesía ya en desuso de señor o don, me entra un cabreo que tiraría el aparato al suelo y lo destruiría a pisotones.

Estoy hasta la coronilla de la publicidad agresiva, que se toma  la libertad de invadir mi privacidad utilizando un medio de comunicación tan personal como el teléfono. Todo le vale al capitalismo belicoso, la cuestión es captar clientes al precio que sea, y no tienen escrúpulos en utilizar medias verdades o mentiras completas. Lo que ellos te ofrecen siempre es mejor que lo de la competencia, más barato, de más calidad y es impensable que no lo contrates, a no ser que te falte un tornillo.

Yo estoy convencido de que esas supuestas ventajas no lo son, en ningún caso. Lo que ahorras por un lado lo gastas por otro y no merece la pena cambiar la compañía de teléfonos, la de seguros, etc., para caer en algo similar. ¡Qué leches! Que cuando yo quiera cambiar algo con lo que no estoy satisfecho, ya me informaré.

En una de estas llamadas me dijo la agresora fónica: “¿Pero es que usted no quiere pagar menos?”. A lo que le respondí: “Pues no, porque lo que yo quiero siempre es pagar más, así que lo que me ofrece no me interesa”.

He pasado por toda las fases. Desde aguantar con paciencia todas las explicaciones, por no ser descortés, hasta colgar sin escuchar nada o no contestar. Así he aprendido que cuanto más les deje hablar es peor, porque si no contratas lo que ellos quieren, además se enfadan. En otra ocasión, después de aceptar una tarjeta de crédito que no necesitaba para nada, pero que era gratis y que “¿qué me cuesta?”, la interfecta me pidió datos personales como el DNI y la cuenta. Cuando le dije que eso no se lo daba por teléfono de ninguna manera, y después de insistirme un rato, me colgó con un cabreo por su parte monumental. ¡Anda a cascarla, carajo!

Me da pena, en ocasiones, pensar que al otro lado del teléfono hay una persona explotada, con un sueldo de miseria, que solo cobrará si hace algún cliente. Pero la culpa no es mía, sino de esas compañías déspotas y de este sistema esclavista, que abusa de las necesidades de la gente. Primero las empobrece y luego las subemplea.

Lo normal es que encima llamen en el momento menos oportuno, durante el trabajo, en la siesta, o cuando estás haciendo algo tan interesante para ti como es escribir, aunque sea algo como esto que ahora estás leyendo. —No, no me acaba de pasar. Pero sí hace un rato, en la siesta, la cual me han roto, y a eso se debe esta diatriba.

Lo que suelo hacer es escuchar sus amables palabras, pervertidas de sentimientos falsos, y espetar que “lo siento, no quiero publicidad” y colgar sin dar ocasión a respuesta.

A todo esto, ¿dónde está la ley de protección de datos? Seguro que hay una forma racional de enfrentarse a estas agresiones, pero no sé si merece la pena el tiempo y el trabajo que requieren. Lo más fácil es actuar como hago a menudo, cuando me huelo el percal, simplemente cuelgo y a otra cosa, mariposa.

Otra forma es tomarlo a diversión y contestar de forma creativa. Algo parecido a lo que escuché a un compañero en una de estas intromisiones. Le dijo al que le llamaba al móvil: “Lo siento, yo solo soy el jardinero, el señor está de viaje y no regresará en un mes”.

martes, 14 de agosto de 2018

El parque


No solamente jugamos en los recreos del cole, es más ni siquiera en ellos pasamos el mayor tiempo de ocio. Es en el parque donde perdemos la sensación temporal hasta que nos llaman nuestras madres para comer, para merendar, para cenar, para hacer los deberes, para bañarnos o porque ha llegado nuestra tía y quiere restregarnos los morros por la cara.

Antes, el parque no era más que un descampado. Aparte de unos árboles tan solo había hierba raída, pedregales y mucha tierra suelta. Pero en mi barrio, que está en el norte de la ciudad, nos pusimos de acuerdo toda la chavalería y lo adecentamos. Tanto nos entretuvimos, que lo tomamos por un juego, empleando varios días.

Limpiamos de piedras la tierra, delimitamos la zona de hierba. Restauramos las papeleras rotas y en ellas pusimos toda la basura que encontramos. E incluso reparamos la valla, que en la zona inferior era de piedras y por encima tenía una alambrada deshecha.

Pero nos quedamos sin materiales con los que componer la valla e hicimos una exploración y, en el sur de la ciudad, encontramos otro parque similar al nuestro en un principio, cuando todo estaba manga por hombro. Allí había niños que jugaban, sin importarles que nada estuviera limpio y arreglado.

Nos hicimos con unas carretas para llevamos unas piedras, pero pesaban tanto que obligamos a algunos de los niños del parque del sur a ayudarnos a cargarlas. Luego les hicimos empujar las carretas. No querían, claro, pero nosotros éramos más brutos y teníamos palos. Después de zurrar a algunos de ellos, nos los llevamos, asustados y llorando. Les obligamos a ellos a hacer el trabajo pesado y a colocar las piedras en la valla. También tuvieron que limpiar el césped, adecentar las zonas de tierra, podar los árboles…

Tuvimos que ir a por más niños, ya que no veíamos la forma de acabar. Organizamos otras expediciones y los trajimos a la fuerza. Con su ayuda terminamos todos los trabajos. El nuestro tan solo era controlarlos.

Por fin conseguimos un parque impecable. Con sus canchas de fútbol y baloncesto. Los setos recortados que cerraban el césped, donde podíamos tumbarnos a descansar. Las fuentes con agua, la zona donde se podía jugar a la comba o a las canicas, e incluso los toboganes y columpios restaurados.

Pero algunos de los niños a los que forzamos a ayudarnos, cuando volvieron a su parque, quisieron hacer lo mismo y ya no podían. Les faltaban piedras para completar su valla, y no tenían alambres para cerrarlo. Los columpios estaban desbaratados, porque nos habíamos llevado las piezas para recomponer los nuestros. Ni siquiera tenían agua para regar su césped.

Parte de ellos se fueron entonces del parque del sur al del norte. Al principio ni nos dimos cuenta, pero luego comenzamos a ser conscientes de los intrusos y cerramos las puertas, dejando para vigilarlas a los más brutos del barrio y para que impidieran que siguieran viniendo invasores.

Pero continuaban llegando, cada vez en mayor número, e intentaban saltar la valla, a la que habíamos puesto pinchos, para dificultarles la tarea. Si alguno se colaba y era detectado, después de una paliza era devuelto en caliente. Pero el efecto llamada de los que habían logrado entrar a jugar en nuestro parque fue creciendo y no había manera de pararlo.

Entre nosotros se crearon grupos más extremistas que quería devolver a todos los intrusos a su mísero parque. No había derecho, decían, a la invasión. Pero otros pensábamos que era injusto que unos lo tuviéramos todo y otros nada, sobre todo cuando gran parte lo habíamos robado. La solución no radicaba en impedir el paso, ya que era imposible, sino en ayudar a los niños del parque del sur a tener un área de juegos tan bonita como la nuestra.

—Mal, muy mal —le dijo el maestro al niño que acababa de leer lo que había escrito—. Has vuelto a irte por las ramas y a no hacer la redacción como yo había pedido. El tema de hoy era la invasión migratoria.