sábado, 29 de mayo de 2021

Tormenta sobre Tenoxtitlán

El 12 de agosto de 1521, la gran ciudad del lago de Texcoco, Tenoxtitlán, capital de un imperio mítico, sufrió una terrible tormenta. La oscuridad se iluminó por rayos esporádicos y truenos estremecedores. La lluvia barrió los restos de una cruenta batalla, que llevaba meses incendiando la urbe, a la cual no le quedaba una piedra sobre otra. Los bravos guerreros mexicas nunca se rindieron, dieron la vida a pesar de llevar ya semanas derrotados, hambrientos y sin esperanza. Pensaron que, si se rendían, ya nadie rezaría a sus dioses.

El día siguiente, 13 de agosto, festividad de san Hipólito, amaneció soleada. Esa mañana fue capturado Cuauhtémoc, el último emperador, que huía disfrazado en una barca con unos pocos partidarios, supervivientes del horror. Así se selló la victoria mítica de un sagaz general, don Fernando Cortés, al que historia le reservaría el nombre de Hernán.

Estamos, por tanto, a punto de celebrar el quinto centenario de un hecho transcendental que cambió la historia del mundo, pues después de esta conquista, los castellanos se extendieron por todo un continente, planteando batallas y victorias, que nunca hubieran intentando si esta primera no hubiera tenido semejante éxito. Un éxito inexplicable a primera vista.

¿Cómo pudo un ejército de 400 hombres, cien de ellos marineros que no tenían experiencia militar, conquistar un imperio bien organizado de cientos de miles de guerreros?

Hay que comenzar desmintiendo mitos. No, las armas de fuego no fueron tan destructivas, ni mucho menos decisivas. No, los castellanos no eran tan intransigentes y violentos como se les pinta. No, los mexicas —léase aztecas, nombre posterior de la historiografía— no eran seres inocentes, cultos y en plena armonía con la naturaleza. No, no debemos juzgar al siglo XVI con los parámetros morales del siglo XXI. Toda la historia de la humanidad se ha hecho con violencias, guerras y conquistas que hoy en día nos repugnan, pero que, en otros tiempos, se veían como justas, tanto por los vencedores como por los vencidos.

Intentando resumir, daré las claves de esta sorprendente conquista, que se inició unos meses antes, a primeros de 1519 y concluyó con una derrota total mexica en agosto de 1521.

Las armas castellanas no estaban adaptadas a esas latitudes, la pólvora se humedecía y no tenían forma de reemplazarla. Solo en las pocas ocasiones en que unos aventureros arriesgaron sus vidas, escalando el volcán Popocatépetl, lograron azufre para fabricar una pequeña cantidad de pólvora. Las armaduras metálicas fueron más un impedimento que una ventaja. Los calores de la selva las hacían pesadas e inaguantables y eran excesivas para contener unas espadas de madera y pedernal, como las que usaban los enemigos. Las armaduras de algodón prensado que vestían los indígenas eran mucho más apropiadas al efecto.

Las verdaderas armas de los castellanos, además del invencible acero de las espadas, templado en Toledo, fueron varias. Enumeraré las más significativa, como por ejemplo los perros. Mastines fieros de gran tamaño que eran desconocidos en esas latitudes y sembraron el terror en las batallas. Uno de ellos ha pasado a la historia con nombre propio, Becerrillo. Igual de mortíferos fueron los caballos, desconocidos hasta el punto de que en un principio los indígenas pensaron que animal y jinete eran un solo ser. Sus rápidas cabalgadas, sus bufidos, relinchos y resoplos pusieron en huida a los más bravos guerreros.

También las tácticas de guerra fueron importantes. Los mexicas destacaban a los guerreros más fieros con grandes plumajes, cabezas de animales y banderolas, buscando retar a los capitanes enemigos, cosa que nunca ocurría. Estos utilizaban tácticas de guerra europea y lanzaban cargas a caballo, seguidas de tiros de ballesta y luego infantería con lanzas y espadas, todo muy bien organizado en oleadas sucesivas. Los castellanos pronto entendieron que, acabando con los adalides indios, se dispersaban sus acólitos. Además, estos sufrían la rémora de intentar sacar a sus muertos del campo de batalla, para dar la imagen de que no eran derrotados, dedicando gran cantidad de guerreros a retirar muertos, en lugar de a luchar.

Pero las dos armas más importantes fueron la inteligencia del general castellano y la ayuda de Dios. Entiéndase esto último como metáfora.

Hernán Cortés llevó a unos 400 castellanos en una misión de rescate de unos exploradores que un año anterior habían partido de Cuba, capitaneados por Grijalva. Su expedición era de rescate y de comercio con los naturales, pero sus planes secretos eran otros. Cuando lo vio claro, quebró sus barcos y convirtió a todos en soldados. No había vuelta atrás, sería la victoria o la muerte.

Sobre el terreno conoció cómo un imperio reciente, el de los mexicas, imponía una férrea sumisión a muchas naciones, que llegaron a odiarlos. Algunos eran guerreros aventajados, como los tlaxcaltecas, pero fueron muchos más. Cortés se presentó como su salvador y negoció con ellos entrar en la capital enemiga y les ofrececió la derrota del opresor. Tanto era el odio que tenían a los mexicas, que siguieron al capitán extranjero con entusiasmo. Así los ejércitos castellanos se vieron incrementados en decenas de miles de soldados fieros. Y los castellanos en muchas ocasiones tuvieron que templar los deseos de venganza de sus aliados, que eran los primeros en entrar en combate y en morir. No veían límite en la venganza.

Los cristianos, además, pensaron que Dios estaba de su parte, pues consideraron que envió una grave enfermedad, la viruela, poco mortífera entre los europeos. Mató a muchos más nativos que todas las batallas juntas. Este arma, que nunca supieron los castellanos que llevaban consigo, fue el verdadero artífice de su victoria y muy poco se pone en valor.

La última batalla se libró en Tenoxtitlán. Cortés dio un golpe maestro, después de hacerse invitar por el mismo Motecuhzoma —conocido como Moztezuma— en la inexpugnable capital del imperio, que estaba en medio de un lago, surcada de canales. Cortés se ganó la confianza del emperador y cuando menos se lo esperaba lo secuestró. Después, encabezó una partida de soldados que derrotó a Pánfilo de Narváez, enviado por el gobernador de Cuba a capturarle; unió a los derrotados a su ejército y, a su regreso, encontró el caos. Los anfitriones se habían rebelado y tenían cercados a los castellanos en el palacio de Axayacált, antecesor de Motecuhzoma. Unos novecientos castellanos quedaron en la mitad tras la denominada Noche Triste, siendo miles los indios aliados que perecieron en esa jornada del 30 de junio de 1520.

Pero Cortés rehízo sus ejércitos y, contando con miles de indios aliados, realizó una contraofensiva. Llegó lago de Texcoco y construyó bergantines para el asalto final. Sin duda una locura, pero la llevó a cabo con éxito. La ciudad nunca se rindió y no le quedó más remedio al ejército asaltante que destruirla, por el sistema bélico de tierra quemada. Hasta que no quedó nada más por destruir. Hernán Cortés lamentó no poder entregar una ciudad tan maravillosa a su rey, pero así es como conquistó uno de los más potentes imperios que ha conocido la historia.

El amanecer del 13 de agosto de 1521 dio a luz una nación nueva. Ahora los gobernantes eran otros, pero se fundieron con los nativos y no les metieron en reservas indias, como harían luego otros europeos con sus vecinos del norte. El destino de México lo deciden los mexicanos desde hace dos siglos. Son una nación orgullosa y su carácter se debe al mestizaje. 

viernes, 14 de mayo de 2021

Pido perdón

El presidente de México, López Obrador, ha pedido perdón a los mayas por los abusos contra ellos a lo largo de la historia. Por otro lado, lleva tiempo solicitando al rey de España que pida perdón a los mexicanos por la conquista y aquí no ha tenido ninguna respuesta positiva. Grave error, desde mi punto de vista.

¿Qué nos cuesta pedir perdón? Son solo palabras, pero cierran heridas; atienden a los afectos y no a la razón.

En cuanto a la razón, podemos considerar que la Castilla post medieval, y no España que no existía, llevó a cabo una expansión imperialista, a través de conquistas. Más tarde las tierras conquistadas se rebelaron contra la metrópoli, logrando su independencia con nuevas guerras. Si, respecto a esto, nos hacemos algunas preguntas, las respuestas son claras. ¿Quiénes fueron los que conquistaron México? Los antepasados de los mexicanos actuales, ya que allí se quedaron a vivir, y no los antepasados de los españoles de hoy. Los míos se quedaron aquí. ¿Quiénes se independizaron? Los mexicanos, es decir los que vivían en México en el siglo XIX, en gran parte capitaneados por los criollos, que eran los descendientes de los españoles, conquistadores o llegados más tarde. ¿Quién tiene que pedir perdón entonces? Atendiendo a la razón, nadie, pero, atendiendo al corazón, debe pedir perdón el país heredero de aquella Castilla del siglo XVI: España. Por más que el país sea otro e incluso su monarquía distinta.

Hoy sabemos, por los hallazgos de Atapuerca, que la península Ibérica se pobló hace unos 900.000 años. Llegaron los «invasores» en varias oleadas, partiendo de África, y evolucionaron hasta los neandertales, por un lado, y los sapiens por otro. Quedaron estos últimos como antepasados de todas las razas humanas. En el 1.000 a.C. y más tarde en el 500 a.C., nos invadieron las oleadas celtas procedentes de las culturas de Hallstatt y La Tène. Desde entonces, celtas e iberos se repartieron el país. En el 800 a.C. llegaron fenicios (semitas) y griegos, de forma un poco más pacifica, con misiones comerciales. No así los cartagineses y los romanos que libraron aquí una guerra cruenta. Los romanos conquistaron Iberia a sangre y fuego en siglo I a.C., erradicando lenguas, costumbres, religiones y culturas. Posteriormente, la Hispania romanizada fue invadida por tribus germanas: suevos, vándalos y alanos, a los que desplazaron los visigodos, los cuales dominaron la península durante más de dos siglos. En el 711 Tariq abrió las puertas de la conquista musulmana. Desde ese mismo momento, varios reinos, unos cristianos y otros musulmanes, llenaron ocho siglos de guerras. Castilla trasladó esas guerras a América a raíz de los descubrimientos de Cristóbal Colón, conquistando el continente en pocas décadas.

Un español de nuestros días, por tanto, tiene la mezcla de todos aquellos que quisieron venir a aquí a vivir y que, desgraciadamente, la mayoría de las veces fueron la guerra y la violencia las que dirigieron esas migraciones. Un español no es un descendiente de los visigodos o los romanos, como quieren inventar los más reaccionarios. Esa idiotez solo se basa en la búsqueda de una pureza de la raza que, cuando menos, sonroja a alguien inteligente. Un español es una mezcla de gentes, religiones y culturas, y no otra cosa. Como todas las naciones.

En el siglo XXI repudiamos las formas de conquista violenta y no las consentimos, pero nada podemos hacer con lo ocurrido siglos atrás. Tan solo conocerlo y amar el latín, el árabe, el náhuatl, los acueductos, las mezquitas, las sinagogas, las catedrales y todo aquello que esté en nuestra tradición. Porque eso es lo que somos en realidad.

Pienso que es hora de decir basta al odio y dejar de culpar a los demás de los avatares propios. Es necesario prestar cuidado y no dejarse engañar. Algunos se empeñan en señalar que la culpa de todos los males de México la tienen unos castellanos que allí llegaron hace cinco siglos y dejaron de gobernarla hace dos. Su objetivo es ocultar que hay una élite rica que se apropia de los bienes económicos en un sistema capitalista, dejando a muchos compatriotas en la indigencia. Y que hay un colonizador económico al norte, que en el siglo XIX se quedó con la mitad del país y ahora levanta un muro de separación.

América latina lleva dos siglos rigiendo su destino. Es hora de que nos demos la mano y compartamos la literatura, la gastronomía y el folklore, entre otras cosas. Somos hermanos de sangre y cultura, no herederos del odio.

Como gesto de buena fe, atendiendo al llamamiento del presidente mexicano, voy a aportar mi granito de arena, insignificante, aunque simbólico. Si mi rey no lo hace, por mi parte, yo, Cristóbal Medina, castellano, republicano de espíritu, hombre libre, pido perdón por las guerras de conquista que llevaron a cabo las gentes que vivían en Castilla en el siglo XVI.