lunes, 30 de marzo de 2015

El mundo según los abulenses

“Yo soy yo y mi circunstancia” decía Ortega, y la circunstancia que tenemos en común los componentes de la Asociación “La Sombra del Ciprés” es la ciudad de Ávila. César Díez Serrano tuvo la idea de que escribiéramos un libro colectivo para dar a conocer nuestra asociación a nuestros paisanos, y pensó incluso el título, “El mundo según los abulenses”. Todos estuvimos enseguida de acuerdo y no sólo no discutimos la idea, sino que sumamos fuerzas para que este proyecto fuera realidad lo antes posible.


Nuestra asociación cultural está integrada, de momento, por gentes que no tenemos más denominador en común que ser de Ávila, aparte de nuestro interés por la cultura en general, y por la novela en particular. “Ser abulense condiciona a uno para siempre”, expresa acertadamente el periodista y escritor Rubén Negro en el prólogo del libro, y por ello queremos explicar al resto de la humanidad cómo vemos “el mundo” los abulenses. Ojo, no entendemos por abulense a aquel que nació en Ávila, porque los abulenses, igual que por ejemplo los de Bilbao, nacemos donde nos da la gana. Abulense es todo aquel que quiere serlo. Yo mismo no he nacido en Ávila, y hay otros que habiendo nacido aquí, están desarrollando su vida fuera de la ciudad.

En “la Sombra del Ciprés”, no queremos a pesar de todo ser provincianos, mirarnos el ombligo, y pensar que fuera de las murallas no hay nada que merezca la pena. Y mucho menos sabiendo que muchos de nosotros necesitamos salir de aquí para desarrollar fuera nuestros proyectos de vida. Pero es bueno tener raíces, e identificarse con componentes con los que se identifican otros. Puede ser el Grande, el barrio de las Vacas, o incluso el centro comercial. Por eso, en nuestro primer proyecto conjunto -habrá más sin duda-, queremos explicar a los murcianos, a los de Pontevedra o a los tarraconenses, cuáles son esos elementos intrínsecos que nos hacen abulenses. Nuestros paisanos, por descontado, los conocen pero no les va a venir mal asomarse a la visión que les proponemos, ya que seguro que les sacará más de una sonrisa, o señal de complicidad.

Aunque somos muchos más, en este primer proyecto hemos trabajado unos pocos miembros de la Asociación. Comenzando por Gemma Campos que ha prestado su arte para generar esta maravillosa portada, que deja traslucir el ambiente desenfadado del contenido del libro:


Para saber de qué estamos hablando, indicaré brevemente el contenido de los relatos que incluimos en el libro, pidiendo perdón a mis colegas, por lo injusto que es tratar tan escuetamente su trabajo. Pero bueno, para disfrutarlo habrá que comprarse el libro, ¿no?

César Díez Serrano nos ofrece cuatro magníficos monólogos. En el primero nos habla de la peculiaridad que ofrecen los pasos de peatones en nuestra ciudad, donde cuando menos te lo esperas surge de repente una señora con el pelo cardado. Luego aborda el tema de las alegres balas azules que recorren la ciudad; la feria y las casetas que se llevan a los arrabales las fiestas populares; concluyendo con la costumbre de salir de pinchos antes de ir a comer y que cuando vas, te das cuenta de que ya has comido.

Pablo Garcinuño nos deleita con un relato acumulativo en torno a las rotondas innumerables de nuestra ciudad, para narrarnos a continuación una epopeya en un centro comercial plagado de elfos. Nos lleva de tapas al son del “Aijó, Aijó…”, y termina con una sesuda tesis sobre unas excavaciones arqueológicas, doce siglos después de nuestros días, que dan cuenta de cómo pueden pensar que éramos las gentes del futuro.

Carlos Fernández-Alameda aborda la importancia de la estación del tren como vía de escape de la ciudad en un evocador relato, para tratar luego con desbordante sentido del humor el qué pasaría si un localizador de escenarios de Hoollywood descubriera Ávila. ¿Ha ocurrido ya?

Sergio Sánchez, como erudito historiador, nos ilustra sobre las funciones de la muralla, entre ellas, su consolidación como muro de las lamentaciones.  Nos habla de los cantos y los santos abulenses; diserta sobre nuestra fiesta más espectacular y participativa, como es el Mercado Medieval y repasa las caras de los personajes famosos de nuestra ciudad, de los que nos sentimos orgullosos de ser paisanos.

Javier Asenjo realiza un ameno relato sobre un joven descreído de su ciudad, la ciudad del silencio, a la que no quiere volver porque “aquí no hay nada”.

Roberto Lozano saca siempre sabrosas conclusiones en sus cuatro relatos, como de la Calle Vallespín, donde los jóvenes de determinados años vieron pasar parte de sus vidas; repasa las construcciones que eran y dejaron de ser por haberse demolido. Nos cuenta que aquí también se estila eso del botellón, a pesar de las condiciones climáticas, por las que nuestras jovencitas aguantan con su minifalda los seis grados bajo cero. Y nos describe los tipos y tipologías de abulenses que podemos identificar en nuestros barrios.

Emily Roberts, con su voz poética, realiza el relato de un reencuentro con la ciudad, “En Ávila no existe”. Nos cuenta que cuando era extranjera le preguntaban si alguna vez había visto la nieve. Realiza un enternecedor cuento de infancia, en torno a unos ricos pasteles de cabello de ángel y, en su último relato, repasa, hora por hora, la salida nocturna de tres amigas que se reencuentran en su ciudad natal.

Alejandro Pérez García comienza con un cuento generacional en el que contrapone la visión de un abuelo a la de su nieto. Continúa con la historia de Eugenio y su búsqueda de nuevos horizontes. Le sigue un viaje a la lejana infancia, con el primer estreno de unos zapatos y concluye con el relato del empecinamiento de Pepote intentando recuperar el queso amarillo, mantecoso y suave del que disfrutó de niño.

Carmen Fernández del Barrio, con mucho sentido del humor, recorre las calles de Ávila, para hablarnos de las dificultades que suponen sus innumerables cuestas; nos lleva a la odisea de un deseable/indeseado viaje de compras a una ciudad cercana, que todo abulense programamos periódicamente, porque “¿aquí no hay nada?”. Recurre a los versos de la canción popular, para tratar los pilares gastronómicos de nuestra tierra. Y termina fabulando qué hubiera pasado si un abulense hubiera descubierto América.

Alfredo Rodríguez tira mucho de nostalgia y rememora los juegos amorosos y la calle de los adolescentes de los años setenta. Nos presenta a los parroquianos de un bar de la plaza del Rollo a las primeras horas de la mañana. Nos habla del fútbol como metáfora de la vida, y regresa al campo de la Juve a mediados de los setenta. Para concluir con una desternillante anécdota sobre los daños que produjo la primera informatización en algunos pueblos abulenses.

Concluyo con mis propios relatos, no por ser los mejores, claro, sino por ser este mi blog, que alguna ventaja tenía que tener. Mi humilde aportación al trabajo conjunto consiste en un repaso a esas esculturas de las rotondas, que son así, como podían haber sido de otra forma. Realizo propuestas constructivas para el solar de la desaparecida fábrica de harinas, tales como un lugar para realizar verbenas o un helipuerto. Explico a los jóvenes actuales qué era el tontódromo y cómo alguien podía dar diecisiete vueltas seguidas a una plaza; para terminar planteando qué pasaría si Ávila se independizara, inventando incluso un himno oficial, para tal ocasión.


¿Te has reconocido en algo de lo precedente? Si la respuesta es sí, entonces eres abulense y no puedes dejar de leer este libro, que se presentará en El Episcopio el próximo 21 de abril, a las 20:00. Nos vemos allí. Pasaremos lista y quitaremos el carnet abulense al que falte a la cita.

Si, por el contrario no sabes de qué te he hablado, tampoco puedes perderte este libro, si pretendes comprender un poco a los irreductibles habitantes de esta aldea vetona.

Y termino con el himno nacional del Ávila independiente:

Ávila, Ávila, Ávila.
Ávila de mis amores.
Te llevo en el corazón,
henchido de muchas flores.

Naciste en la lejanía
de los siglos precedentes,
y llegas a nuestros días
sonriendo a porfía.
Dientes, dientes, dientes.

Un águila hay en tu escudo,
surcó las crestas gredenses
y arribó como pudo
a los cielos abulenses.

Tus mujeres son hermosas
y tus hombres son valientes,
los gays visten de rosa
y pasean por San Vicente.

¡Viva, viva, viva!
¡Viva mi patria vetona!
Gritar tu nombre sin ira
me colma y me envalentona.

Vivan tus pinchos y tapas,
viva tu santa patrona
vivan tus altas murallas,
el Moneo y La Casona.

martes, 17 de marzo de 2015

Los acaparadores

Todos nacemos desnudos, es decir iguales. Pero cuando morimos no lo somos. Mientras a unos los entierran desnudos en cajas de cartón, a otros en ataúdes de maderas nobles, con mortajas lujosas y en panteones de granito. ¿Qué ha ocurrido entre medias?


Para saberlo no es necesario indagar en la biografía de nadie, pues este cambio no se produce a través de una vida, ya que ocurre en las manos que recogen al recién nacido. Es decir, la diferenciación se manifiesta en el mismo momento en que vemos la luz. A unos los reciben con las manos desnudas y a otros entre paños y sedas. Y esto ocurre porque hay gentes que acapararon las riquezas del planeta y, como estas son finitas, para muchos otros no queda sino pasar hambre y necesidades.

Sería injusto achacarme demagogia por realizar esta observación. Yo no pretendo decir que todos los ricos sean malvados y entre los pobres no haya infames. Es más, la pobreza genera más perversos que la riqueza, ya que quien anda con sus necesidades primarias cubiertas puede filosofar sobre la generosidad y la filantropía, y quien no tiene qué llevarse a la boca, cegado por la injusticia, está más dispuesto al odio y la venganza. Lo que quiero decir es que la responsabilidad de la injusticia y del hambre en el mundo es de los acaparadores. Por mucho que sean buenos padres de familia, y colaboren con organizaciones humanitarias, son responsables del hecho de que algunos se jueguen la vida en pateras, alambradas o huecos de las ruedas de camiones, para huir de la miseria y la injusticia. Y también, claro, de que otros mueran de inanición y sufran guerras y persecuciones.

Admito que la igualdad absoluta es también injusta, pues no recompensa a quién más se esfuerza, pero las desigualdades actuales, incluso en un país como el nuestro, no tienen más sentido que la postura  delictiva de las élites. Admito también que hemos evolucionado mucho y en parte de este planeta maltratado se ha establecido la justicia social, como medio de reparación de ese ignominioso latrocinio. Pero parece que incluso esto ha llegado a su fin con la crisis.

La Historia nos ilustra sobre el proceso de acaparamiento de la riqueza por unas castas sociales. Yo no creo en el salvaje feliz. En la prehistoria, en la época paleolítica de cazadores recolectores, la subsistencia sin duda fue muy dura, pues los peligros eran miles, y la vida una continua lucha; pero la organización social en grupos o clanes pequeños no permitía que unos pocos acaparasen las riquezas. Los mejores cazadores, o las mujeres más hacendosas y procreadoras, tenían sus pequeñas ventajas, buenas hachas de piedra, las más hermosas joyas de concha, pero en sí, el grupo era homogéneo.

Con el neolítico, la agricultura, la sedentarización, la cría de ganado, etc., la propiedad privada, que en principio recompensó a los más hacendosos, por loor de la herencia generó castas de ricos, que quisieron perpetuarse. Esas castas produjeron gobiernos, ejércitos y policías a su servicio. Poco hemos evolucionado hasta nuestros días.

Platón imaginó la sociedad ideal con la división en clases, los trabajadores manuales, los guerreros y los dirigentes, una teoría que expuso en “La República” y que a él le parecía justa. Este experimento se llevó a cabo en la sociedad feudal con sus tres brazos, laboratores, oratores y bellatores. Los primeros mantenían a la comunidad con su trabajo, los segundos la cuidaban espiritualmente y los terceros la defendían. Pero los dos últimos acapararon las riquezas, haciendo que los que les mantenían pasaran crisis de subsistencia. Cuando algunos laboratores alcanzaron la riqueza que les permitió competir con los otros dos brazos, surgió la revolución burguesa, que no consistió en ningún cambio, sino en un reordenamiento, poniendo arriba a los ricos y abajo a los que no tenían casi nada, que eran la mayoría. Con la revolución industrial, nacida en el siglo XVIII, los acaparadores nobles y burgueses se hicieron dueños también de los medios de producción, desnaturalizando el trabajo, pues se apropiaron de la plusvalía.

Llegada la socialdemocracia, pareció que al fin la justicia social se instalaba, acabando relativamente con la pobreza -en los países ricos, claro- y se dio oportunidad a los hijos de los trabajadores para la movilidad social. Podían estudiar, y ocupar los puestos más elevados de la sociedad, si sus méritos se lo permitían y a todos cubría la sanidad y la protección social.

Pero, nuevamente, los privilegiados, los acaparadores, lucharon con denuedo contra esa justicia, pretendiendo que sus vástagos fueran los únicos que pudieran llegar a la cumbre social. Actualmente una ideología lo legitima, el neoliberalismo. ¿Lo mercados regulan? Los mercados instauran la ley de la selva, la ley del más fuerte, y la más fuerte es la casta, que no ceja en perpetuarse y acaparar. Hasta llegar a la desfachatez de robar a manos llenas, creyéndose impunes, con la corrupción aceptada socialmente: “La factura sin IVA, oiga”.

La crisis actual fue inventada por la casta, para incrementar las ganancias de las grandes empresas y empobrecer a las masas, las cuales dejan de tener acceso a la sanidad, a la reparación por dependencia y a la educación. Objetivo: abaratar costes de producción y multiplicar la riqueza de los acaparadores, haciendo desaparecer el Estado. Para ello eliminan a los políticos con ideología, sustituyéndolos por tecnócratas que únicamente deben rendir resultados, como si fuera una empresa. Que cada uno se pague, si puede, aquello que utilice. Pongamos una ministra de Sanidad que deje fuera del sistema a los desfavorecidos, un ministro de Educación que haga pagar por la cultura, que elimine becas, que deje para los pobres las carreras de tres años, porque los hijos de los acaparadores pueden cursar másteres en caras universidades, depauperemos la escuela pública... Implantemos un Gobierno que defienda la riqueza de los bancos, desahuciando a familias para que los inversores tengan dividendos. Resumiendo, la prevalencia de la riqueza privada, sobre el Estado, legitimando a los acaparadores.

Si alguna característica tiene la casta es que está muy preparada intelectualmente para realizar tal plan. ¿Alguien puede decirme que todo esto es fruto de la casualidad? ¿Que no está diseñado?

Que conste que no estoy abogando por el voto a Podemos, al apropiarme su terminología. Más bien estoy a favor de la lucha de clases, a que una ideología firme, clara, y no difusa consiga el poder para los desfavorecidos y así terminar con el criminal reparto de riquezas, para que haya una justicia social real. Pero bienvenido sea un “zas, en toda la boca”, a la casta, venga de donde venga. Y si acabamos por hacer desaparecer a los dos partidos que se repartían el pastel, mejor. Luego los corruptos a la cárcel.

Estamos en un año crucial, nos jugamos nuestro futuro y sólo tenemos una ventaja, ser muchísimos más que los acaparadores. Hagamos que la democracia funcione, no necesitamos más.