jueves, 28 de mayo de 2020

El encierro

Primer día de la fase cero de desconfinamiento.

Hoy por primera vez, después de un montón de semanas, he podido salir de paseo y pisar la calle de forma relajada. Es primavera y me parece que estoy descubriendo un mundo virgen, tras abandonar el oscuro encierro al que nos obligó la maldita pandemia.

Jamás pensé que pudiera ocurrirnos algo así. Parece una película de ciencia ficción. Hemos estado encerrados en casa sin poder salir a la calle, sin trabajar, sin ver a nuestros familiares y amigos. Careciendo de libertad. Ocupados tan solo con aquello que teníamos a mano, como la tele y las redes sociales. Menos mal que también los libros. Y nada más.

Recuerdo que cuando era niño y estaba abriendo mis entendederas al mundo, conocí que había habido guerras en todas las épocas históricas. Me asusté mucho y me he pasado la vida deseando que se me pasara la vida en paz. Sin guerras ni catástrofes. Casi lo consigo, pues acabo de jubilarme y mi existencia no se ha visto abocada a ninguna penuria, por mucho que algunas nos hayan rozado. Y ahora viene esto: el encierro y el miedo a la crisis económica.

A pesar de todo no puedo quejarme, pues mi salud es buena. Vivo solo y me levanto tarde. Realizo las tareas del hogar, tomo unas larguísimas siestas, leo, corro por el pasillo y veo televisión en exceso, además de estar pendiente de las redes sociales en el móvil. Mi lujo es bajar, de prisa y con miedo, a la tienda de la esquina a comprar el pan a diario. De vez en cuando traigo yogures, verduras, frutas, carne y algún capricho que otro, como palmeras de chocolate y cervezas.

Cuando llevo un rato cansado de no cansarme, me veo impelido a ponerme en pie y a deambular por la casa. Suelo acercarme a la terraza de la cocina, donde tengo un caracol en una caja cerrada con una malla y le saludo. Me siento como Robinson Crusoe cuando le hablaba a Viernes, un indígena que no le entendía. Le cuento a mi caracol, en voz alta, aquello que me preocupa y, con la confianza puesta en que me escucha, he llegado a contarle toda mi vida. Lo cual me ha permitido hacer una reflexión sobre mi pequeña historia particular. De vez en cuando me detengo en mi monólogo como dando lugar a una respuesta suya. Sé que no puede decirme nada, pero me imagino que me entiende y que, si pudiera hablar, me daría su opinión. Así, hemos estrechado mucho nuestra amistad.

Lo encontré, por casualidad, el último día de libertad antes del encierro, cuando cruzaba un jardín y me detuve para atarme un zapato. Lo vi cerca, casi lo piso. Un impulso me llevó a tomarlo por la concha y llevármelo a casa. Mi intención inmediata fue protegerlo de algún distraído que lo podría espachurrar sin siquiera darse cuenta. Lo metí en una caja de zapatos, pero por la mañana no estaba.

Fragmento de una ilustración de Julio Veredas Batlle

Lo busqué y ya lo daba por perdido, cuando, al seguir su rastro de babas, lo encontré subiendo por el cubo de la basura. Desde entonces me acostumbré a cerrar la caja con una malla de plástico. Trato de que no le falte de nada. Siempre tiene lechuga fresca y las distracciones que puedo darle. Pensé que era feliz, hasta que, después de que tuvimos una larga conversación, me preguntó que por qué lo tenía encerrado, que por qué no podía ser libre. Caí en la cuenta y mi ánimo se hundió.

Por eso, en esta primera salida de paseo permitida, mi intención es acercarme al jardín donde lo encontré para liberarlo y así dejar de llorar como un tonto.

viernes, 15 de mayo de 2020

La palabra más fea del idioma castellano

Esto no deja de ser algo subjetivo, ya que para cada persona será una diferente. No obstante lo corriente es preguntar cuál consideras la palabra más bella y no la peor de todas. En muchas ocasiones me he planteado qué palabra por su pronunciación o su significado, o más bien por la suma de ambas facetas, me resulta más hermosa. Siempre se me ocurren muchas. Pero nunca me han preguntado por la más fea. Llevo tiempo reflexionando sobre cuál sería y esta cavilación ha superado ya meses e incluso años. He llegado al fin a una conclusión que, aunque no sea compartida por el lector, espero que entienda mis razones para elegirla.

Para mí la palabra más fea del idioma castellano es fe.

Por un lado su fonética me recuerda al bufido de un gato: “¡fe!, ¡fe!, ¡fe!” Un sonido que no me resulta agradable, que al que lo profiere le hace poner un gesto deslucido, tocando los dientes superiores con el labio inferior, o, más ligeramente, soplando entre los labios, como cuando escupimos. Además es demasiado corta, una sola sílaba, y su grafía sinuosa tampoco es atractiva. Es tan fea que casi es igual que la palabra fea.

Aunque peor que todo ello es su significado. Fe es aquello que se cree porque quiere creerse, sin posibilidad de comprobar su veracidad, ya que si logramos una experiencia empírica de algo, no necesitamos la fe para creerlo. No es necesaria la fe para creer que la Tierra es redonda, porque hemos lanzado cohetes al espacio que la han fotografiado. No necesitamos la fe para saber que el corazón impulsa la sangre a través de arterias y venas, etc. Pero sí es necesaria la fe para afirmar que nuestro dios es el verdadero y el de los demás es falso. La fe llevada al extremo de la intransigencia es la excusa para los mayores crímenes que se han producido en la humanidad a lo largo de toda la Historia. Los atentados yijadistas, la guerra santa, la inquisición, la supremacía de una raza… Hay gente que ha tenido una fe infinita en esos conceptos y ha matado a troche y moche a quien le llevase la contraria. Y siempre habrá interesados que se aprovechen de la fe de los demás para controlarlos y dirigirlos.

Lo que yo creo es verdad porque quiero creerlo y a mí me da la gana que así sea. Luego ya justificaré con argumentos por qué es verdad, que siempre hay un alegato para la mayor atrocidad.

Yo no digo que mi razonamiento sea una verdad absoluta, no pido fe en él, tan solo lo expongo por si alguien quiere revisar sus creencias. Espero que se dé cuenta de que esas creencias en las que tiene fe son voluntarias, que si en lugar de donde nació, en medio de una cultura determinada, hubiese nacido, por ejemplo, en Japón, su fe con toda probabilidad sería sintoísta. Y si alguien apostata de la cultura dominante de su sociedad, debería preguntarse hasta qué punto no es un gesto de rebeldía, más que de evidencia de que su nueva fe es la verdadera. Incluso el ateísmo es una fe.

Ante la fe, lo más inteligente es la duda. Pero, para no ser pesimista, tras haber pretendido dinamitar el suelo de certezas donde cada uno se apoya, aconsejo cambiar el concepto tan horroroso de fe por uno de verdad hermoso, de cuatro sílabas y que suena mucho mejor: esperanza.