lunes, 30 de noviembre de 2020

Micro relatos para tardes de otoño

Partida de caza

Cuando vi al zorro en mi corral, comprendí que tenía que acabar con la alimaña. Me aposté con el rifle repetidor escondido cerca del lugar por donde sabía que acabaría pasando. El cañón del fusil apenas surgía de la penumbra que me cobijaba. El tiempo transcurría lento, el peso del arma parecía aumentar y mi cuerpo se aletargaba por mi postura forzada. Pero al fin llegó la bestia, la apunté a la cabeza y de pronto me arrepentí, supe que todo era una locura. Abandoné cabizbajo el solitario portal donde me escondía y me dirigí a casa para llevarme mis cosas.


Es la última vez que te lo digo

Soy una mujer que actúa por impulsos, así que tiré todas sus pertenencias por la ventana: sus trajes y corbatas, su ordenador portátil, su cepillo de dientes, sus zapatos, sus libros y nuestros retratos. Después fui al baño, a mi baño. Ya no sería nunca más nuestro baño. Y allí estaba la tapa del váter, como iba a estar ya siempre, bajada.

Hogar, dulce hogar

Ya estoy en casa, dije con alegría abriendo la puerta para darle una sorpresa a mi mujer por lo inusual de la hora. Me extrañó que no me respondiera, pues se quedó en la cama esta mañana, con una fuerte jaqueca. Al mirar por la ventana, antes de llegar a nuestro dormitorio, y ver el coche de él aparcado cerca del portal, supe que este ya había dejado de ser mi hogar.

Un ramito de violetas

A veces pienso que la informática es cosa de brujas, tal vez lo sea. Tú eres la prueba, Mario, pues los fantasmas antes os parecíais con una sábana, para desdibujar vuestra humanidad. Ahora os basta con hacer surgir en una pantalla un simple ramo de flores.

La primera vez que lo vi no pude imaginar que fuera tuyo, me pareció un detalle de un admirador. Luego me asusté pues no era capaz de averiguar quién era ese hipotético adepto. Es más, me extrañó que alguien pudiese admirarme con mi carácter agrio habitual.

Me aterré cuando, al apagar el ordenador, apareció el dichoso ramo sobre el fondo negro de la pantalla. Tiré del cable y lo desenchufé. Bien, desapareció con un fogonazo. Pero fue breve el desahogo, ya que enseguida otro destello puso de nuevo el ramo en el monitor. Cerré el portátil de un manotazo y a continuación me pitó el móvil. Con mucho miedo lo saqué del bolso y sí, brillaba. Y tenía el ramo en medio del fondo de pantalla, ocultando las aplicaciones.

Ese es el motivo de que ahora esté aquí, Mario, frente a tu tumba, esperando que estas violetas frescas hagan que me perdones el sabor amargo del cianuro en el café.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Anatomía de unos diarios

El transcurso del tiempo es algo subjetivo y no somos conscientes de ello. A veces el tedio hace eternos los minutos y en otras ocasiones el simple hecho de echar la vista atrás unos años nos da la sensación de vértigo: ¿Será posible que ya haga tanto tiempo de aquello que tengo tan fresco en la memoria? Entonces nos damos cuenta del fluir de los años y del camino andado. Como decía el poeta: cómo se pasa la vida,/ cómo se viene la muerte/ tan callando.

Entrando en las espesuras de la adolescencia se me ocurrió escribir un diario. Comenzaba a abrir mis ojos al inconmensurable abismo de la vida y pensé que en un futuro muy lejano, cuando las canas abonasen me cráneo senil, me gustaría recordar los momentos que formaron mi personalidad. Pensaba en aquel entonces, saliendo de la infancia, que la personalidad debía ser cimentada en la etapa en la que el niño deja de ser niño y no sabe en qué se convertirá. Más tarde fraguará en la madurez, quedando inamovible. Por tanto, esa etapa era crucial y yo pretendí dar fe de lo que a mí me estaba ocurriendo.

No voy a desvelar aquí el contenido de mis viejos cuadernos, eso queda para mí. Tan solo desvelaré que, cuando comencé a relatar mi día a día, no encontré nada interesante que contar; una jornada rutinaria no merecía pasar a la posteridad. Así que, después de la repetición de momentos insustanciales, lo que hice fue reflexionar sobre mi historia personal, desde que tenía recuerdos. Repasé los acaeceres que conformaron mi temperamento, tímido y cargado de complejos. Eso me sirvió, al menos, para intentar superarlos. Luego tuve el valor de dárselo a leer a un par de amigos. Puse en sus manos mi existencia desnuda, lo cual me liberó, en cierta manera. Después repetí el experimento en tiempos posteriores, escribiendo otros diarios que invariablemente comenzaban con un resumen vivencial, pero luego eran abandonados, sin continuarlos con el día a día. Al concluir mi segunda década se me agotó la vena escritora, guardándolo todo hasta esa lejana vejez.


Pues bien, sin darme cuenta, ya me encuentro a las puertas cumplir los sesenta, de ser sesenta añero —me niego a considerarme sexagenario por las connotaciones de ese palabro con el que no me identifico, aún—. Con una jubilación con la que tropezaré en menos de un mes, el día de hoy constituye ese futuro que imaginé remoto cuando era adolescente. Al reparar en ello, me he dado cuenta de que no es cierto que la niñez esté lejos de la vejez, tan solo hay que abrir un par de puertas et voilà, ahí la tienes.

A pesar del tiempo transcurrido, sé perfectamente lo que escribí y lo recuerdo porque para mí la distancia entre aquellos días y estos ha sido demasiado breve. Tanto como sospecho que será la que me separa de cerrar la última puerta.

Perdonad, hipotéticos lectores de este blog, si es que existís y no sois fruto de mi imaginación o deseos, el que aborde temas sombríos que solo a mí puedan interesar, pero tal vez al ser compañeros de viaje en este mundo material podáis veros un poco reflejados o, si no, sacar alguna enseñanza del desengaño ajeno.

De momento voy haciendo prácticas para dentro de unos días, como veréis en estas fotos. (El bastón es puro postureo).

Partimos cuando nacemos,
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos;
así que, cuando morimos,
descansamos.

Jorge Manrique, Coplas por la muerte de su padre