viernes, 6 de septiembre de 2024

Diario de un navegante interestelar

Nadie podrá quitarme lo que he vivido, ni lo que gocé ni aun, a mi pesar, lo que sufrí. Me veo ahora encerrado en estas cuatro paredes, sin una ventana que me deje ver el exterior. Sé que es un castigo, pero también sé que soy un héroe, por más que algunos quieran negarlo.

Me piden que cuente mi vida, que escriba una especie de diario, con mi versión de los hechos, pero mi historia es enrevesada y ni yo mismo la tengo clara. Dicen que no, pero estoy seguro de que se debe a todas las substancias químicas que meten en mi cuerpo. Que es por mi bien, dicen, que tengo que enfrentar la realidad… ¡Realidad! Si todo parece un sueño, ¡qué sabrán ellos lo que es la realidad! No tienen ni idea, no la han vivido.

Escribiré, tal y como me piden, el dichoso diario, tal vez eso contribuya a mitigar mi encierro. Me centraré en los acontecimientos más relevantes, que no solo lo son para mí, sino para todos, aunque me haya tocado un papel protagonista que yo no busqué.

Esos sucesos son de sobra conocidos en líneas generales, pues constituyen un antes y un después en la Historia de la Humanidad. Logramos contener la invasión alienígena. Muchos de mis compañeros dejaron la vida en el intento y a los que sobrevivimos, en lugar de ponernos medallas, nos encierran y nos silencian.

Las guerras actuales no son como las de siglos pasados. Ya no se necesitan soldados fornidos que disparen sus fusiles o lancen granadas. Se precisan expertos en las tecnologías más avanzadas, técnicos en programación que tengan habilidades específicas y alto desarrollo de los reflejos automáticos. Más que músculo, lo que se exige es cerebro y para ello estamos mejor dotadas las nuevas generaciones. Nos criamos con pantallas en las manos y somos capaces de hacer volar tanto los drones como las naves de propulsión magnética, que necesitan de los más rápidos automatismos para que una batalla se gane.

Me contaban que ya de niño, en la cuna, mis padres me dejaban el teléfono móvil, para que no llorase. No sabían lo que estaban haciendo, pero no les culpo, pues eso hizo que mamase esos brillos y colorines que avivaron mi intelecto y me capacitan para poder gobernar estas naves tan veloces que nos han dado la victoria final. Cómo, si no, podría haber manejado los rayos gamma, que generan fenómenos astrofísicos de alta potencia.

La invasión nos tomó por sorpresa, y no es que no tuviéramos señales. El gran error fue enviar hace decenios sondas espaciales con destino a posibles civilizaciones de otras galaxias. Nada temíamos, pues las distancias siderales nos parecieron insalvables para que seres mortales pudieran cubrir esos inmensos trayectos. Nada temimos, aunque debimos hacerlo, pues ignorábamos su tecnología.

Nuestros radares captaron la respuesta y la alegría invadió a los más ingenuos; «No estamos solos en el universo», proclamaban. No obstante, el segundo error, según después hemos sabido, fue crucial, ya que ellos necesitaban que contestáramos para ubicarnos entre la inmensidad de soles que pueblan la galaxia, pues las sondas que llevaron nuestro mensaje inicial no probaban más que nuestra existencia, no nuestra situación.

Su llegada a este sistema solar fue detectada con años de antelación. Cuando los vimos, surgió la duda: ¿por qué tantas naves, si solo se trata de establecer contacto? Los telescopios espaciales visualizaron un potencial armamento que, aun así, negaban los dirigentes de los países más importantes. Avanzaban en escuadrones, sin contestar a nuestros requerimientos y ni siquiera esto nos movía a disponer una defensa.

Gracias al boca a boca, o más bien al «pantalla a vista» pues pudimos verlos, hubo una conciencia mundial de lo que ocurría, que presionó a los mandatarios. Por fin actuaron los gobiernos y crearon la División Galáctica Triple X. Por supuesto que hubieron de nutrirla de todos aquellos que nos habíamos formado con las pantallas digitales y que estábamos preparados para que nuestros reflejos pudieran funcionar a la eléctrica velocidad de las oleadas invasoras.

Inicialmente descendieron en el centro del continente meridional, menos poblado, al que no creían preparado para repeler la invasión. ¡Qué equivocados estaban! Allí llevaba una década funcionando la División Triple X Austral, en su Sección B.

Gracias a la rápida comunicación por el ciberespacio, a través de las denostadas redes sociales, las noticias corrieron como los mismísimos rayos gamma. Todo el planeta supo que había llegado la hora y, tanto la División Austral como la División Boreal pusimos a punto las maquinarias más sofisticadas, a cuyos mandos no había barbudos generales, sino barbilampiños videojugadores adolescentes.

Yo fui siguiendo a distancia, pero en directo, las evoluciones de la armada de la Sección B Austral; sus rápidas maniobras destruían toda nave enemiga que se pusiera al alcance. De su experiencia, vivida como si fuera en primera persona a través de la difusión instantánea de las redes inteligentes, me serví para poner a punto la nave que, tarde o temprano, tendría que tripular.

No tardó en llegar la guerra a nuestras latitudes. La División Boreal Centro, en la que me encontraba alistado, respondió sin tardanza. Yo había visto las naves invasoras, pero aun así impresionaban. Su tamaño descomunal en nada las privaba de la rapidez de movimiento que tanto nos caracterizó a las fuerzas planetarias. Pero esa misma descomunal diferencia de tamaño supuso una considerable ventaja para nosotros, pues muchas misiones kamikazes lograban penetrar en las gigantescas aeronaves y reventarlas desde sus propias tripas.

Me negué a participar en misión suicida alguna, no por miedo, pues la muerte es algo trivial cuando lo que persigues es la libertad. Me negué porque sabía que al final venceríamos, como así ha sucedido, y yo quería participar de la victoria, que es algo de lo que ahora me arrepiento, viéndome tratado así. Podía haber muerto como un héroe y sin embargo me veo encarcelado como un criminal.

Ya sabéis cómo eran los monstruos que tripulaban las naves invasoras, su imagen recorrió todo el planeta desde los primeros instantes. Tenían aspecto de insectos, como saltamontes de tamaño gigantesco, llenos de antenas y con unos ojos múltiples del tipo arácnido que daban pavor. La diferencia era que no tenían exoesqueletos óseos ni cartilaginosos, sino de una sustancia similar al acero. Bueno, metálico era su exoesqueleto, que luego tenían tripas y sesos orgánicos y viscosos. ¿Eran entes biológicos o máquinas? Me temo que nunca llegaremos a saberlo, pues con su muerte se desintegraban. Y murieron todos. Al principio parecían invencibles, pero pronto encontramos la solución: no había más que decapitarlos y con los rayos gamma podíamos hacerlo. Constatamos que esa desconexión cefáleo-corporal era irreversible y provocaba su muerte.

Nuestros mandos querían hacerse con algunos de los cuerpos de los invasores, con objeto de estudiar su biología, pero resultó imposible. En cuanto morían, se pudría todo el organismo, corroyendo incluso el exoesqueleto metálico, el cual dejaba un resto oxidado que acababa convirtiéndose en tierra a las pocas horas. Sus componentes disociados no eran más que oxígeno, azufre, aluminio, hierro, calcio y magnesio.

La información corría veloz entre nosotros, los divisionarios galácticos, y nave enemiga derribada, bichos decapitados. Al instante íbamos contabilizando las victorias. Las derrotas nuestras eran puntuales y escasas, pues no defendíamos territorio alguno, sino que nos emboscábamos esperando la ocasión de hacer daño. Y lo hacíamos.

¡Cuánto disfruté destrozando a esos energúmenos! Mi aeronave era de la Generación W y su manejabilidad, inmejorable. El lector de retina que tenía en mi casco tanto direccionaba la nave como disparaba los rayos gamma letales. Podía controlarlo todo con una rapidez instantánea.

Las naves invasoras, contando las primeras en llegar y las sucesivas oleadas, no pasaron de veinte mil, cuando nosotros éramos más de seis millones de combatientes. Eso sí, casi todos adolescentes o preadolescentes, pues a partir de los veintitantos años se pierden cualidades.

Nuestra fuerza motriz era magnética, lo que nos permitía una agilidad que les sorprendió. Teníamos un arrojo suicida y la tecnología no iba a la zaga de la que hacían gala esas bestias metálicas.

Recuerdo que, en una de esas, éramos diez divisionarios contra una monstruosa nave nodriza, que estaba en suspensión sobre el mar continental. Ni nos oyeron ni nos vieron llegar. Los escudos que nos invisibilizaban fueron un logro tecnológico surgido de la misma guerra, alcanzado por casualidad. Comprobamos que, emitiendo ondas sonoras en cierta frecuencia, podíamos acercarnos y comprendimos que éramos indetectables. No nos veían.

Nos aproximamos sibilinamente a la nave enemiga, que tenía tipología alargada, situada en posición estacional vertical, la cual albergaba a cientos de esos monstruosos saltamontes. Cuando recibieron los primeros impactos no sabían ni a dónde disparar. Extendieron sus escudos antigravitatorios, pero debido al magnetismo de nuestras ligeras aeronaves pudimos atravesarlos. Yo iba a la cabeza de la avanzadilla y, con movimientos oculares, disparaba los rayos gamma que salían a través de los cañones de luz láser, los cuales los conducían con precisión a su objetivo. Abrimos un hueco en la estructura del gigantesco vehículo espacial y nos dedicamos a perseguir en su interior a los malditos saltamontes metálicos; zumba, zumba, zumba, hasta que acertábamos a decapitarlos.

Luego, nuestra aeronave suicida, que estaba tripulada por el kamikaze de turno, penetró hasta su centro nuclear, descendiendo sobre las barras de uranio, para hacerlas fisionar. Dando tiempo, eso sí, a que el resto de los divisionarios abandonáramos el lugar.

Poco a poco, fuimos mermando sus fuerzas. Las veinte mil explosiones nucleares que destruyeron sus naves, poco material de estudio dejaron a nuestros científicos, a no ser una atmósfera contaminada de radiactividad, que nos tiene a todos los supervivientes del planeta químicamente alterados. Ciertamente es mi caso, y seguro que en gran medida es responsable de las alteraciones mentales y de memoria que sufro.

No tengo nada más que contar, pues mi vida privada ha sido intrascendente, por mi dedicación plena a la guerra interestelar durante los últimos años, de la que he querido dar una pincelada en estas líneas. Nada más quiero añadir, pero sí deseo terminar con un ruego: tened piedad, liberadme; me resulta muy difícil vivir en este aislamiento, apartado de todo, sin redes sociales, sin calmar mi impulsividad con videojuegos, sin una pantalla que me devuelva a la vida.

*********

—Buenas tardes, siéntense los dos, por favor. Y no me miren de esa forma tan severa, hay que darle tiempo.

—¿Podemos albergar esperanzas, doctor?

—Ya sabe lo que se dice, que la esperanza es lo último que se pierde. La situación, no me voy a andar con paños calientes, es grave. Tal vez, si lo hubiéramos cogido antes, tendría más fácil solución. De todas formas, nada es irremediable. Al menos ahora está controlado.

—Ya, es que no fuimos conscientes de lo que ocurría, si no…

—No llores, Carmen. Está controlado, dice el doctor. Escucha lo que tiene que contarnos.

—¿Leyeron el diario que ha escrito?

—Entero, de pe a pa. Solo contiene desvaríos. No sé cómo hemos podido estar tan ciegos. Yo pensé que solo era un entretenimiento.

—¡Que no llores, Carmen! Así no vamos a solucionar nada. Está medicado, saldrá adelante.

—Pantallas, ¡malditas pantallas!

—Así es. Esta generación nació entre pantallas y vive en un mundo paralelo; para ellos la realidad es otra. Haremos lo posible para que su hijo pueda conectar de nuevo con el ambiente que le rodea, después de someterle a un severo aislamiento. El mundo ha cambiado de una forma tan vertiginosa que a los más mayores nos cuesta comprender. Primero fueron los Tamagotchi, seres inexistentes a los que había que cuidar como si fuesen mascotas. Más tarde vino la evolución de los videojuegos de simulación, como los Sims, que presentaban realidades alternativas, o las vivencias intensivas de guerras, batallas intergalácticas o simples deportes. No mataban a nadie ni daban patadas a una pelota, sino que lo hacían de forma virtual. Recientemente está lo que llaman realidad aumentada, que nos hace interactuar con seres y cosas que no existen. O las pretensiones de introducirnos a todos en el Metaverso, donde se vive otra vida, desconectada de la real, en la que se puede asistir a un concierto sin levantarse de la cama. Pero, tranquila, su caso es más común de lo que se imagina y su marido tiene razón, está en proceso de curarse. Ahora le tocará librar una batalla contra sí mismo, que no será interestelar, sino más prosaica.

[Relato publicado en el Diario de Ávila el 13 de agosto de 2023]



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