miércoles, 1 de enero de 2025

La noche mágica

El abuelo era consciente —y le pesaba— de que no debía comprar chuches al nieto, pero era incapaz de cumplir las instrucciones —¿caprichosas?— de su hija. ¿Qué mal hacía con ello? A su nieto se le iluminaban los ojos cuando se dirigían al kiosco y, total, le visitaba en el pueblo solo de vez en cuando. Desde el verano no lo había visto y estaban a principios de diciembre; en dos días volvería a la ciudad.

—No le tienes que decir nada a tu madre, ¿de acuerdo?

—Que sí, abue, que no le diré nada.

¡Qué contento iba el niño de la mano del abuelo, saliendo de la tienda con una bolsa de chuches en la otra mano!

—Vamos a aquel banco y te las comes allí —le requirió el abuelo. La madre del niño no estaba en el pueblo, pero vendría a por él tras el puente de la Constitución y no se fiaba de que la abuela mantuviera también el secreto.

Abue, este año pasaré la noche de Reyes en tu casa y tengo miedo.

—No me ha dicho nada tu madre.

—Pues ya te lo dirá mañana, cuando venga a por mí. Es que papá y mamá tienen guardia esa noche en el hospital, los dos. Dicen que hay que pagar la hipoteca y no sé qué más.

—Pues yo estoy contento de que pases una noche mágica como esa en el pueblo, ¿por qué tienes tú miedo?

—Por qué va a ser. ¿Y si los Reyes no saben venir hasta aquí?

—¿Cómo no van a saber venir? A ver si te crees que en el pueblo no hay niños. Bueno, hay pocos, pero los hay.

—Pero los Reyes no saben que yo voy a estar aquí, cuando pasen por mi casa y no me vean, se marcharán.

—¡Qué cosas tienes! ¿Has escrito ya la carta a los Reyes?

—No, aún no.

—Pues ya está. Cuando la escribas, les adviertes que este año se tienen que pasar por la casa de tus abuelos en el pueblo. Les das las señas e incluso el código postal. No hay problema. Los Reyes son mágicos y pueden ir a todos los sitios.

—Pues una amiga mía del cole dice que los Reyes no existen, que los Reyes son los padres.

—¿Y tú la crees?

—Pues yo no sé…

—No hagas caso a esas tonterías. A ver, tú mismo los has visto en las cabalgatas todos los años y, además, los regalos son caros y los padres no podrían pagarlos, necesitan el dinero para la comida y los vestidos. Y para pagar la hipoteca, me lo acabas de decir.

—Sí, yo los he visto en las cabalgatas, pero ¿y si son de mentira?

—¿Mentira? ¿Te das cuenta de lo que dices? Es imposible que todo el mundo, los padres, los abuelos, los maestros, la tele, la radio, los centros comerciales, todos, se pongan de acuerdo para engañar a los niños año tras año. No puede ser, no se va a confabular todo un país con el solo propósito de engañar a los niños. ¡Anda que no son serios los adultos como para hacer algo así! No hagas caso a tu amiga.

—Te voy a contar un secreto. Este año estoy dispuesto a salir de dudas. Como voy a estar en tu casa, podrás ayudarme.

—¿Qué has tramado, mangurrián?

—Quiero preparar una trampa a los Reyes Magos, para que caigan en ella y así poder demostrar a mi amiga que existen. Otros años he intentado quedarme despierto y verlos con mis propios ojos, pero no lo he conseguido, siempre me duermo. Y ellos parece que lo saben, nunca vienen antes de que yo esté dormido del todo.

—Sí, es lo que tiene el sueño, que da sueño.

—No te rías, abue. Este año no me voy a quedar despierto, lo que voy a hacer, con tu ayuda, porfa, es echar mucho aceite en el suelo, cerca del árbol de navidad, donde deje mis zapatos. Alguno de ellos resbalará y, cuando se caiga, del jaleo que se arme, me despertaré.

—No puedes hacer eso —el abuelo hablaba tapándose la boca, para disimular la risa—, como se entere la abuela de que le llenas el suelo de aceite se va a enfadar de verdad.

—Pues ayúdame tú, concho. Echamos harina, si no. No se caerán, pero los camellos dejarán marcadas sus patas. O les ponemos un cubo de agua encima de la puerta, para que les caiga encima. Por el agua no se enfadará tanto la abue, ¿no?

—No puede ser. Olvídalo, gañán. Si tú te duermes, yo me quedaré despierto, vigilando y te contaré que los he visto.

—Eso no me vale, tengo que verlos yo. ¿Cómo le voy a contar a mi amiga que los he visto si es mentira?

—Anda, anda, acábate las chuches y olvida esas ideas. ¡Qué generación esta! ¡Y qué cosas se os ocurren!

—Está bien, si no me quieres ayudar, lo haré yo solo. Este año, sí o sí, tengo que ver a los Reyes con mis propios ojos.

Viendo la obcecación de su nieto, al abuelo se le ocurrió una idea que pasó a exponer al niño. Colocarían una cámara oculta, y un sensor de movimiento, para grabar a los Reyes sin que se dieran cuenta. Le haría la instalación un vecino, que es informático, y luego podría llevar esa prueba a su amiga en un pincho para que la viera. ¿Qué mejor cosa, que su amiga viera con sus propios ojos a los mismísimos Reyes Magos? El niño aceptó entusiasmado.

El abuelo había pensado en las habilidades de la abuela con la costura y en que había tiempo de sobra para que hiciera unos trajes a sus tres compañeros de mus. Dos de ellos con barbas pobladas darían el pego y al otro tendrían que pintarle la cara con betún. Como sería arriesgado hacerlo la noche de Reyes, lo deberían grabar unos días antes, cuando el niño no estuviera en el pueblo.

Ambos, niño y abuelo, sonrieron para sus adentros —y sus afueras—, aunque por razones diferentes.

******

La noche de Reyes es algo incomprensible para el que no la ha vivido. No se pueden describir las sensaciones que embargan tanto a los niños como a los adultos. Se les puede poner nombre, pero aun así hay que meterse en la piel de los protagonistas y vivirlas. La piel de los niños y niñas. Ansiedad, alegría, esperanza, nervios, congoja, felicidad, magia…

El niño, que esa noche durmió en casa de sus abuelos en el pueblo, se despertó a una hora indeterminada de la noche. No controlaba aún su vida con relojes y no recurrió a ninguno para saber si quedaba mucho tiempo para que amaneciera. Solo era consciente de que había dormido, que estaba despejado y era posible que los Reyes no hubiesen pasado por la casa. Se imaginó que primero irían por las ciudades, donde hay muchos más niños, y acabarían recorriendo los pueblos para dejar los últimos regalos antes de que cantara el gallo. Él no había escuchado cantar a ningún gallo en casa de sus abuelos, pero el abue le decía que es entonces cuando amanece.

Se levantó de la cama tirando la ropa hacia atrás. Era la habitación en la que se quedaba con sus padres cuando iban al pueblo, pero esa noche estaba solo. Se puso unos calcetines para ir descalzo y no hacer ruido; lo había planificado todo, aunque no sabía si sería capaz de despertarse en plena noche. Abrió el armario y sacó la bolsa en la que su madre le había metido la ropa para dos días; básicamente una muda y unos pantalones nuevos, y una camiseta, por si se manchaba lo que llevaba puesto. Descubrió que debajo de su bolsa había unas cajas, las abrió y encontró en ellas trastos sin interés, algunas cosas del abuelo, radios viejas, despertadores y, entre unos trapos, una copa de cristal muy bonita. Pensó que debía explorar a fondo ese armario, por si había algún tesoro, aunque habría de dejarlo para otro momento.

Abrió la bolsa de su ropa y debajo de las prendas metió la mano para extraer una linterna grande. Se la había «quitado» a su padre, que la guardaba en un armario para una emergencia. Era de forma alargada, como un bastón y tenía, además de una luz potente al final, unos indicativos intermitentes en los laterales. La encendió y comprobó que funcionaba. Las pilas estaban cargadas, menos mal, porque no había pensado en eso.

Él se fiaba de la cámara que el abuelo había dejado en el salón, donde estaban el árbol de navidad y sus zapatos. El abuelo nunca le engañaba, pero necesitaba verlo con sus propios ojos. A su amiga le llevaría la grabación y quería decirle que él mismo había visto a los tres Reyes Magos en persona. Temió no poder despertar a tiempo, pero ahí estaba, en pie.

Con mucho sigilo abrió la puerta de su habitación enfocando con la linterna al suelo, para no tropezar y para que su reflejo no llegase a la habitación de los abuelos, que estaba al final del pasillo. Su intención era esconderse detrás del sillón y esperar a los Reyes, sin dejarse ver. Aguardaría con la linterna apagada para así no descubrirse.

Bajó las escaleras, paso a paso, escuchando algún sonido leve que provenía de la calle. Su excitación hacía que le bombease fuerte el corazón, casi podía oírlo. Las escaleras desembocaban en un distribuidor que daba acceso a la cocina, a un baño, a una sala de trastos y al salón. Abrió la puerta de esta última estancia, que estaba cerrada, con cuidado de que no sonase, apretando el manillar con extremo sigilo. Un leve chirrido le alertó, aunque supuso que ese ruido no llegaría al piso superior. El amplio espacio estaba oscuro, pero no quiso encender la luz, iluminó la habitación con la gran linterna. Quedó alucinado y, en cierto modo, defraudado. Ya estaban los regalos al lado del árbol.

Los Reyes habían pasado por casa de los abuelos y se tendría que conformar con ver el vídeo. Luego pensó que el sensor que había colocado el abuelo haría que él también quedase grabado en el vídeo, pero eso ya no importaba. Lo que sí que hizo fue aguantarse las ganas de abrir las cajas, tendría que esperar a la mañana para hacerlo. Los abuelos tal vez se enfadasen al comprobar que había bajado en plena noche, pero no podía darles el disgusto de quedar grabado abriendo las cajas, que estaban envueltas en coloridos papeles de regalo, los cuales harían un ruido estruendoso si se ocupara de romperlos.

Cuando se marchaba, algo llamó su atención. Iluminó una a una las cajas que había al lado del árbol y descubrió que eran cuatro. Sí, solo cuatro. No podía ser. Él pidió cuatro regalos en la carta a los Reyes Magos y nunca le habían decepcionado, siempre le trajeron todo, pidiera lo que pidiera. Entendía así que, si las cuatro cajas eran para él, los Reyes se olvidaron de los abuelos. A no ser que a él solo le hubieran traído dos regalos.

Con ese pesar desanduvo el camino en dirección a la cama. El día siguiente no iba a ser tan feliz como los de los años anteriores.

******

El día de Reyes, cuando le despierta la abuela, el entusiasmo se apodera de él. Los tres planearon bajar juntos a ver los regalos antes de desayunar, incluso antes de pasar por el baño. El niño baja trotando los escalones con las advertencias de cuidado de su abuela. Allí espera el abuelo, con la puerta del salón cerrada, para entrar los tres a la vez.

Con la luz del día los regalos resplandecen como objetos mágicos, pero la sorpresa para todos es grande al ver que, en lugar de cuatro cajas, hay seis. Dos de ellas envueltas en papel de periódico.

Entonces, el abuelo le dirige una mirada cómplice a la abuela. Luego le dice a su nieto que corra a abrir las cajas; pero el niño, antes de abrir los regalos, quiere ver el vídeo, desea ver a los Reyes primero, está impaciente. Así que, el abuelo enciende el ordenador, que había dejado sobre la mesa enfocando con su cámara al árbol de navidad y pone el vídeo.

La expectación del niño ante la magia de la Navidad es suprema, ahí estaba grabada la prueba de que los Reyes Magos son magos, pero también son personas en carne y hueso. Los tres miran ensimismados: el abuelo sentado en una silla, delante del ordenador, y los otros dos, cada uno asomando la cabeza por uno de sus hombros, y ven a tres personajes vestidos con trajes brillantes y coronas. Son iguales a los de las cabalgatas, no cabe duda alguna. Si acaso con las barbas menos ostentosas, pero son ellos: los tres Reyes Magos. Se dirigen al árbol y colocan cuatro cajas. Solo cuatro. Luego se toman cada uno una copita de anís y una pasta cubierta de azúcar, que les han dejado en una mesita. Uno de ellos dice algo que no se entiende bien: «Calentemos las tripas, que nos espera la parienta». Luego se marchan de forma sigilosa, pero otro de ellos tropieza con una silla y se queja: «¡Leches!».

Los abuelos y el niño se miran con una franca sonrisa. Entonces, el niño, muy serio, les dice a los abuelos que en el video se ve que los Reyes solo han dejado cuatro cajas, pero que no se sorprendan porque haya seis. Les explica que los Reyes además de generosos son magos y la magia lo puede todo, como multiplicar los regalos. Si no, no podrían recorrer en una sola noche las casas de todas las personas del mundo. Esto tranquiliza al abuelo, ya que así no necesita explicar él nada. Ya le agradecerá el detalle a la abuela cuando estén a solas.

El niño aparta las cajas que están envueltas con papel de regalo y deja las dos envueltas con papel de periódico al lado de los abuelos. Son exactamente iguales y en una pone con letras mayúsculas «ABUELA» y en la otra «ABUELO». Estos, llenos de curiosidad, abren su caja cada uno. La abuela saca una copa de cristal labrada, muy bonita, y le dice al abuelo: «Mira, como la copa que nos regalaron en nuestra boda y se me perdió». El abuelo recuerda que esa copa la escondió él, porque no le gustaba, ya que se la había regalado un antiguo novio de la abuela. No comprende cómo puede estar ahí. Cree entenderlo, al pensarlo un poco, pues no puede haber otra explicación: la abuela la ha descubierto en el armario donde la tenía escondida y la ha sacado como reproche hacia él. Sonríe para disimular, pues se siente culpable.

Entonces el abuelo abre su caja y la sorpresa es aún mayor, dentro hay una linterna de tamaño grande. ¿Cómo podía haberse enterado su mujer de que necesitaba una linterna nueva, si no se lo había comentado? Ahora sí que no entendía nada.

© Cristóbal Medina

Este cuento de Navidad fue publicado en el Diario de Ávila el 3 de enero de 2024


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