sábado, 28 de septiembre de 2013

La profesión de novelista

Alrededor de la palabra Literatura hay una carga connotativa intelectualoide que la aparta a empujones de la “gente normal”. Ahí  podría estar la explicación de por qué no lee la mayoría de la población.

Daré un pequeño rodeo para poder explicar mi teoría al respecto.

La Historia del Arte, y también de la Literatura, ha dado en el siglo XX un salto cualitativo que la ha apartado del común de las gentes. Hasta entonces el arte iba directamente hacia la sensibilidad de la muchedumbre no preparada. En el Románico, por ejemplo, se intentaba catequizar a los ignorantes escribiéndoles la Biblia en piedra. Sus iglesias eran libros donde, en imágenes, leían los dogmas de la fe, lo cual no iba en contra de que esas obras fueran bellas.  El Gótico dio naturalismo a las imágenes, acercándolas a la realidad y el Renacimiento, todavía bastante teocéntrico –a pesar de sus genes antropocéntricos– idealizó las figuras de santos, vírgenes y cristos, humanizándolas posteriormente el Barroco que, en lugar de hacer a los hombres santos, convirtió a los santos en hombres, sucios y con sus defectos, haciendo explícito, por ejemplo, lo más escabroso de la tortura y muerte de Jesucristo.

(Panteón de San Isidoro de León)

El arte Neoclásico fue un lavado de cara de los excesos barrocos, de tipo academicista y el Romanticismo fue un neoclasicismo desbordado de “pathos”.

Hasta aquí, todo era perfectamente seguido y entendido por gentes no formadas, ni preparadas, que son la gran masa de la población. Pero, ¡ay!, llegaron los Impresionistas y desde ellos se abrió una fractura entre arte y pueblo llano que no ha hecho más que crecer hasta nuestros días. Los impresionistas acabaron con los colores de la naturaleza, dando pinceladas sueltas de tonos fuertes que no se mezclaban en el cuadro, sino en la vista. Los cubistas acabaron con la forma naturalista, y los abstractos con la forma en general. Ya no tenemos color natural, ni nada que nos diga qué es lo que hay en un cuadro. Perdón por centrarme en las artes plásticas, pero es que quiero resumir, para llegar a donde quiero llegar.

(Duchamp)

Apareció Marcel Duchamp y descontextualizó unos objetos ya fabricados, diciendo que el artista no es un mecánico que fabrica cosas, sino un compositor. Más tarde el arte conceptual y las perfomances nos dijeron que para que haya una obra de arte, ni siquiera tiene que haber algo material, ni tampoco es necesario que perdure en el tiempo.

A grandes brochazos he intentado dar una visión de la dialéctica que ha llevado el Arte contemporáneo, que no ha hecho otra cosa que buscar una respuesta a la pregunta de ¿qué es el Arte? Por su misma intelectualidad, se ha apartado del común de las gentes no “ilustradas”. Con todo esto se llegó a la conclusión de que si lo entendían las grandes masas no era arte o no tenía calidad. Creo que lo mismo ha pasado con la Literatura y, así, se puede hablar de una literatura culta que, por supuesto, no debe entender el que no tenga estudios, y una literatura popular que no tiene ni pizca de calidad y que es para consumo de ignorantes, los cuales igual leen a Dan Brown que toman una Coca-cola: dos cosas que no dejan ningún poso de enriquecimiento personal. Y esto es así, pero creo que no tiene por qué serlo.

Quienes apuestan por esta separación no tienen ningún reparo en aceptar que libros como El Quijote, El Lazarillo de Tormes o La Celestina son obras cumbres de la Literatura española y universal. Pero, ¿por qué? Pues porque el envejecimiento del lenguaje las ha distanciado de los lectores populares que eran la gran mayoría en origen. Sí, estas obras y otras muchas eran leídas –o escuchadas– por gentes ignorantes que lo único que sacaban en claro era puro entretenimiento, lo cual no mermaba su calidad. Luego vinieron los eruditos que las estudiaron y nos hicieron ver sus valores literarios, culturales e históricos. Pero Cervantes quería escribir algo que entendieran muchos, para que su libro fuera muy vendido. Si, aparte de ello, inventó la novela moderna y nos transmitió una imagen personal de su forma de entender el mundo, pues mejor. Pero primero es la historia narrada y luego la forma literaria. Sin la primera, no hay más que palabras huecas, por muy bellas que sean.

Estoy de acuerdo en que Dan Brown es pura porquería, y mucha de la literatura popular también, pero la literatura popular no tiene por qué ser porquería.


Aquellos narradores que se conformen con lograr bestsellers, sin importarles la calidad de sus escritos, son libres de hacerlo, pero que sepan que la posteridad les enterrará en el olvido de lo que no merece la pena. Aquellos otros que adopten la postura de escribir para las minorías eruditas, están en su libertad de hacerlo, pero que sepan también que no es necesario y que esto no les garantiza, en ningún modo, el paso a la posteridad.

Yo entiendo que el oficio de novelista, o narrador, es en primer lugar el de un contador de historias, que debe aprender el arte de saber comunicar, utilizando los artificios propios de su labor, sin preocuparse más que de ser entendido por aquellos a los que le interese llegar. Luego vendrán los teóricos, eruditos y expertos, que sabrán colocar su obra en una escuela determinada, de acuerdo a una etapa histórica y podrán extraer unos valores literarios derivados de su forma de narrar… Los escritores del Romanticismo escribieron odas desaforadas porque era lo que les pedía el cuerpo. Estoy seguro de que Espronceda no se planteó que como el Neoclasicismo había enfriado al Renacimiento por luchar contra los excesos del Barroco, había que darle color y sangre. Él vivió lo que le vivió empapándose de lo que le rodeaba e hizo lo que le salió de la... pluma de escribir. Los barrocos no tenían ni idea de que su arte se iba a denominar así, tan sólo tomaron las lecciones del Renacimiento y trataron de mejorarlas como ellos supieron. Tampoco los renacentistas quisieron evolucionar el Gótico, sino que vieron a éste como arte bárbaro e intentaron hacer las cosas de una forma más natural y proporcionada. Es decir, hicieron crítica de lo que se hacía a su alrededor e intentaron hacerlo ellos mejor: ésta es la única tarea del creador.

Creo que el oficio de narrador es llevar de una forma honesta la tradición de entretener a las gentes de su tiempo, con historias que animen a la lectura, en lugar de disuadir. Y el “oficio” de lector consiste en abrir un libro y, si en pocas páginas no le encuentra atractivo, cerrarle y abrir otro, que la vida es muy corta y no merece la pena perder el tiempo.

(Esta foto es irónica y que cada uno piense lo que quiera)

sábado, 21 de septiembre de 2013

El tema de la violencia

Ya he tratado en un artículo anterior –La vida en otros tiempos– la crueldad de las épocas antiguas. El tema de la violencia ejercida por el ser humano no deja de ser controvertido y, si queremos establecer en los tiempos antiguos una violencia sin límite, habrá quien nos recuerde que en nuestros tiempos se han cometido los mayores horrores de la Historia de la Humanidad, y no carecerá de razón: los campos de exterminio nazis, las dos bombas atómicas lanzadas sobre ciudades habitadas, la limpieza étnica llevada a cabo en las guerras de los Balcanes, el gas mostaza de Vietnan o de Siria, los asesinatos a machetazos en la sucia guerra ente hutus y tutsis, la aplicación de la ley islámica por un padre que castiga con la muerte, aplicándola él mismo, a su hija “adúltera”… No acabaría. Aún así benditos tiempos actuales.

                                                Hiroshima, 1945

Cualquiera puede caer en la más atroz violencia por un simple calentamiento en una discusión de tráfico y, con una pistola al cinto, convertirse en asesino. ¿Qué nos pasa?

Lo cierto es que podemos clasificar a las personas en dos categorías: los compasivos y los que no tienen empatía por los demás –siempre puede hacerse esto: los guapos y los feos, los ricos y los pobres, los calvos y los que tienen pelo…–. Hay personas tan sensibles que no pueden evitar derramar lágrimas cuando son testigos del sufrimiento de alguien, incluso aunque ese alguien esté muy lejano en el espacio o en el tiempo. Y hay personas tan insensibles que no tendrían ningún desasosiego en castigar a un ladrón cortándole la mano con un machete. Lo único que retiene a éstos individuos de actos crueles es la represión por la ley y la adaptación a una sociedad donde los demás no verían bien su crueldad natural, pero si la sociedad lo permite, o no lo ve, no tienen ningún problema.

Este tipo de gente eran los adalides de las batallas de tiempos antiguos, cuando además se los recompensaba por su valentía. Y ahí es donde quiero ir a parar, de nuevo a los tiempos antiguos. Cuanto más atrás vamos en la cultura, más permisiva es ésta con la violencia. En la Edad Moderna se podía cortar públicamente la cabeza a los reyes o a los ladrones, en la Edad Media no había inconveniente en quemar vivos a los herejes, en la Edad Antigua se celebraban espectáculos de gladiadores y de fieras, con la muerte animal y humana como ingredientes de diversión y en la Prehistoria no cabe duda de que se practicaba el canibalismo...

La evolución de la Historia nos ha puesto en un contexto en que todas estas cosas no son ya aceptables. Incluso el maltrato animal, simbolizado en las corridas de toros, tan sólo es defendido por una minoría, cada vez menor, de personas –y casi todas en nuestro país por lo que parece que son más, al tenerlos cerca–. Que no se engañen, son cuatro y en vías de extinción, gracias a la indudable evolución ética.

Pero cuando los historiadores, o los novelistas, echamos la vista atrás y tratamos de ambientar nuestras obras en tiempos pasados, de ninguna manera podemos juzgar con criterios actuales las aberraciones ocurridas. Además, debemos medir por el mismo rasero todas estas aberraciones, ya que las ideologías previas nos llevan a tratar a unas de forma indulgente y cargar las tintas en otras.

Como la novela que he escrito trata el tema de la conquista de América, he leído variados trabajos que me han hecho patente esta manipulación ideológica, ya que los investigadores que se han acercado los hechos desmienten clichés. El historiador pretende, siempre que no sea él mismo protagonista de lo que cuenta –recordemos las Guerras de la Galia de Julio César–, ser objetivo y no he encontrado diferencias entre las opiniones de extranjeros –Hugh Thomas, W.H. Prescott–, españoles –Guillermo Céspedes del Castillo– o mexicanos –Miguel León-Portilla–. Si bien la leyenda negra que comenzó allá por el siglo XVI, perdura hasta nuestros días, pintando unos conquistadores mezquinos y feos, ataviados de coraza metálica, masacrando indios indefensos y a unos religiosos fanáticos crucificándolos, mientras los nativos vivían en la más pura conexión con las leyes de la naturaleza y la bondad inocente.


Pero, de nuevo, me ocupo de llevar la contraria a la opinión general. Aunque antes debo aclarar que yo, desde luego, aborrezco todas las guerras de conquista, pero por ¿qué unas son buenas –celtas, romanos, Reconquista…– y otras son llevadas a cabo por perversos, morenos, fibrosos, intolerantes y crueles españoles? Una guerra de conquista en nuestro siglo es una aberración, y en los siglos pasados también lo es… pero para nosotros, no lo era para ellos. Así los aztecas estaban orgullosos de haber conquistado el país mexicano, al igual que los castellanos en derrotar a los aztecas. Para nuestro siglo el comportamiento castellano fue salvaje: Cortés quemó los pies a Cuauhtémoc para que le dijera dónde escondía los tesoros, masacró a la población de Cholula como castigo cuando se vio metido en una emboscada, al igual que no tuvo reparos en colgar a castellanos disidentes o cortar los pies al piloto de uno de sus barcos, por participar en una trama de traición. Pero que nadie me diga que todo lo sufrieron los pacíficos aztecas. Esos que tenían un zoológico con todo tipo de fieras encerradas, además de personas deformes o mentalmente retrasadas, esos que en todos sus templos diariamente sacrificaban a hombres, mujeres o niños para que el sol no dejara de salir y que sacrificaron en  1487 en cuatro días a 35.000 personas –por tomar una cifra media, ya que los historiadores no se ponen de acuerdo– para celebrar la inauguración de su Templo Mayor en Tenochtitlán.

Y para el que no lo sepa –en la película Apocalypto de Mel Gibson se relata con detalle– contaré brevemente en qué consistía un sacrificio ritual humano. El que lo sepa, que corte ya, que leer en un ordenador cansa.


Se preparaba a la víctima, pintándole el torso con una arcilla líquida coloreada, se le ponían coronas de flores, se le daban abanicos y se le hacía bailar al son de música de conchas y tambores. En procesión se le hacían subir los escalones del templo. Recordemos, altas pirámides truncadas, con una escalinata al frente y uno, o más, santuarios en lo alto. A veces se le disminuía la consciencia con unas setas alucinógenas, otras no. En lo alto de la pirámide, por delante del templo había una piedra roma, donde se le tumbaba de espaldas, sujetándole entre cuatro sacerdotes las piernas y brazos para inmovilizarlo. Otro sacerdote, por detrás de él, levantaba un ancho cuchillo de sílex y le asestaba un hachazo en el esternón, apalancando para abrírselo lo suficiente y que pudiera meter una mano, que hábilmente encontraba el corazón, lo arrancaba y lo sacaba del pecho sobre su cabeza, bañándose con el sanguinolento líquido viscoso. El corazón era arrojado a un brasero y a continuación le cortaban la cabeza, los dos brazos y las dos piernas. La cabeza sería clavada en un palo formando parte de un macabro muestrario de calaveras, el tzompantli y, tras ser arrojado el torso escaleras abajo, los sacerdotes, los nobles e incluso el pueblo comían las extremidades de forma ritual. Y sanseacabó la “misa” de esta tarde, en esta “parroquia”, que había muchas en una metrópoli como México-Tenochtitlán de 300.000 habitantes, y en otras muchísimas ciudades: Tlaxcala, Cholula, Tepeyácac, Iztapalapa, Tacuba, Huexotzingo, Iztapalapa, Coyoacán… Esto era a diario, y no digamos en las festividades, en alguna de las cuales se despellejaba a la víctima de una pieza para que, antes de secarse la piel, pudiera vestirla uno de los sacerdotes que se extasiaba danzando con ella.


Hoy no consentimos el canibalismo ni los sacrificios humanos, al igual que repelemos las guerras de conquista. A los conquistadores españoles les espantaron unas costumbres tan bárbaras, de la misma forma que a nosotros nos espantan las costumbres bárbaras del siglo XVI, no sólo de los españoles, que no eran significativamente diferentes a los demás, sino de todos: ingleses, franceses, alemanes, italianos, rusos…

Tan sólo hay un moraleja esperanzadora: Aunque sigamos conviviendo con degenerados, están en vías de extinción o de ocultación vergonzante. Sin duda mejoramos como especie.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Do you speak English?



Aviso, este artículo va contracorriente, así que ya podéis ir afilando los comentarios para desacreditarme. Pero me mantendré firme, porque no opino a la ligera, sino que es algo que llevo desde hace tiempo en las meninges y en la bilis.

¿Por qué c… todo el mundo en este país debe aprender a hablar Inglés?

Vamos a obviar el ridículo olímpico de la alcaldesa de Madrid en Argentina, esa es otra cuestión; quien tiene responsabilidades políticas –llamémoslo Presidente del Gobierno, aspirante a un cargo internacional o a llevarse un “pastel” internacional– debe hacer horas extras con un profesor particular, para darle a la lengua de la pérfida Albión. Quien trabaje en multinacionales, también debe bilinguarse en Inglés (sé que me he inventado el verbo, pero ahí queda). Y eso es todo, aunque habrá quien apunte que, debido al paro en nuestro país, todo quisque habrá de preparar las maletas con la lengua de Shakespeare; pero, ¿también quien vaya a París o a Pekín? ¿Y a Argentina o Chile?

Sé que el Inglés es el idioma internacional, pero ¿por qué? ¿Por qué no el Latín? ¿O el Castellano? También sé la respuesta, porque quien manda es el dólar, EE.UU y la Commonwealth capitaneada por el United Kingdom… Pero yo me rebelo contra esto.

Y me rebelo porque pertenezco a una comunidad de hablantes que en cantidad somos la tercera en el Mundo, después del Chino Mandarín y el Inglés y que, en calidad literaria, no tiene nada que envidiar a ninguno de ellos, ni a otros como el Francés o el Ruso. Y me rebelo, sobre todo, porque este papanatismo angloparlante está deteriorando nuestra rica lengua a marchas forzadas. Ya nadie se preocupa en poner correctamente una hache o una tilde, tan sólo se preocupan de escribir bien términos como smartphone  o software. Si no podemos escribir la eñe, la sustituimos por una ene, la tilde se ahorra, así no hay que pensar dónde va, distinguir la be de la uve queda para los filólogos, la hache o la ignoramos o la jotalizamos –cuántos palabros me estoy inventando, estoy “sembrao”–, a la uve doble la llamamos doble uve –doble uve doble uve doble uve… punto com–, los signos de interrogación y admiración, con ponerlos al final sobra… ¡Quevedo, no resucites! Salvo que sea para hacer semblanza de una nariz a unos idiotas pegados, ya que en una generación no podrán leerte los españoles al desconocer el idioma en el que escribías.

Pienso que, al final, todo es cuestión de confianza. No nos sentimos importantes y no queremos –no queremos, repito– valorar lo que tenemos. Cómo envidio el chauvinismo francés. Ellos no se rinden a perecer idiomáticamente y han creado la Francophonie, que abarca al conjunto de francoparlantes, englobando tanto países como minorías idiomáticas o, simplemente, gentes que aman esta lengua. En cualquier congreso o conferencia internacional –incluidas las Olimpíadas– han impuesto el Francés como lengua necesaria, junto al Inglés: Yunaited Kindon, seven poin, ruayominí, sep puan.


Debido a la intromisión del Inglés por todas partes, los originarios de estos países, en especial del Reino Unido, se han acostumbrado a viajar por el mundo y que en todas partes les entiendan. Llegando a la soberbia de exigir donde van que se hable el Inglés y si no es así, se indignan y tachan de ignorantes a los nativos. Ellos, por otro lado, no tienen ningún interés en aprender ningún otro idioma, achacándolo sarcásticamente a que no tienen facilidad para ello. Ni siquiera a los jubilados que se vienen a vivir definitivamente a nuestras costas se les ha pasado por la cabeza que sería bueno que aprendieran Castellano. Esto les perjudica seriamente, porque acercarse a otro idioma es intimar con su cultura y hacerse más tolerante. Y no me contradigo, defiendo que en España no tiene todo el mundo que aprender Inglés, pero no defiendo que no es bueno estudiar otras culturas y otras lenguas: el Francés y el Portugués, porque son vecinos, el  Catalán y el Euskera porque son españoles, el Alemán y el Chino porque hay que buscarse la vida laboral… Y en las Naciones unidas que utilicen traductores simultáneos, que para esos los tienen.
Frente a la tendencia a un Gobierno Planetario, una economía mundial y una cultura común, yo defiendo unos gobiernos locales, surgidos de las confederaciones de municipios –regiones– que formen estados federales. Defiendo la diversidad cultural e idiomática, que enriquece el conjunto y que surge de las peculiaridades de cada región. Y defiendo, encarecidamente, la economía aferrada a la tierra y a los recursos naturales. Que los tomates se consuman en el área en el que se producen, sin gastos de transporte contaminantes, ni almacenamientos no naturales, que obligan a hacerlos “de plástico”, para que no se pochen. Estoy en contra de los grandes cultivos que arrasan áreas geográficas y crean excedentes que se destruyen para que no bajen sus precios. La economía global en lugar de acabar con las hambrunas en las regiones desfavorecidas, las aumentan, por las especulaciones financieras con los cultivos.


El Quijote no se escribió en Inglés y es una obra internacional, tan sólo fue necesaria una buena traducción a cada idioma, o que el curioso lector estudiase la lengua en la que se escribió. Lo mismo ocurre con el Hamlet, el Goethe o El Avaro de Molière.

Hablamos un idioma, al que yo denomino Castellano porque nació en Castilla, al igual que el Inglés nació en Inglaterra –no se llama Reinounidense–. Un idioma que hablan 528 millones de personas. Un idioma muy rico en matices y bello en expresiones. Hablamos un idioma que tiene escrita tal cantidad de literatura que basta para colmar las ansias de saber y de disfrute de cualquiera. Defendámoslo, difundámoslo y enorgullezcámonos de él.

Que estudie Inglés quien lo necesite o le apetezca –al igual que Francés, Japonés, etc.–, y si un norteamericano va a una oficina de Correos en Chiclana de la Frontera ¡que aprenda la palabra “sello”, cojones! –Nota: este término está en el diccionario de la R.A.E.

sábado, 7 de septiembre de 2013

La vida en otros tiempos

La celebración, en la ciudad donde vivo, de unas Jornadas Medievales me da la ocasión de reflexionar un poco sobre si la vida en otros tiempos es, como parecemos empeñarnos en hacerla ver, idílica y feliz, en contraposición a la dura vida de la época actual, llena de injusticias y amargada por una crisis artificial con la que quieren empobrecer a la mayoría de la población.


No voy a criticar esta fiesta, repetida por toda la geografía peninsular sin límite –aunque opino que la nuestra es mejor…–, ya se ha hecho una crítica bastante lúcida en una revista digital que ofrezco a quien le interese: http://avilabierta.com/PDF/saliendo%20al%20paso/lasjornadasmedievales.pdf. Tampoco es preciso hacer evidente algo que ya lo es, el falseamiento con que unos grupos de artistas representan esos tiempos –que tienen su mérito, pero que no saben del Medievo más que lo que han visto en malas películas–. Lo que quiero es romper un poco esa visión poética sobre el pasado, haciendo que las palabras denuncien que cuanto más nos alejamos en el tiempo, más nos introducimos en la barbarie, la injusticia, la ignorancia generalizada de la población o el dominio opresor de unos privilegiados –nobleza, clero, milites…– sobre la masa de la población. Y lo haré con un sólo ejemplo, sacado a la luz de forma arbitraria e incompleta, ya que es lo que me apetece hacer.


Dejaré de lado mencionar la higiene, o más bien su falta de ella. Recordemos que, hasta hace bien poco, la gente se aliviaba sus necesidades en la calle, en establos o detrás de alguna tapia apartada, o no tanto. Que vivían con el ganado dentro de la casa, pues éstos animales la calentaban. Que tan sólo se bañaban para la fiesta del patrón que era, además, cuando podían cambiarse la ropa. Tampoco me extenderé relacionando con la higiene y la ignorancia científica la mortandad. Ni hablaré de la incredulidad de unas gentes que fiaban de distintas religiones, las cuales les hacían creer que habían de resignarse a ser pobres, pasar hambre y sufrir injusticias, para poder ganar una vida eterna, lejos de un infierno pintado con llamas y feos demonios torturadores. Ni siquiera me referiré a las injustas guerras, ni a sus desastres. Esas que hacían ricos a los nobles y arruinaban los campos, las cosechas y las vidas de los súbditos. Pero daré un paso más allá y hablaré de lo peor a lo que podía enfrentarse una persona en tiempos pasados, la cárcel. Sí, he dicho bien, lo peor era la cárcel, no el ajusticiamiento. Y si no me creen, verán.

Bien es verdad que los presos actuales se quejan de su falta de libertad y hacinamiento en nuestras cárceles, no les falta razón, pero describiré cómo era una cárcel de la época medieval. El ejemplo está en la localidad segoviana de Pedraza, que conserva el edificio que sirvió de cárcel, prácticamente intacto, y lo ha hecho visitable para los turistas que quieren vivir “experiencias fuertes”.

Única puerta de entrada a la localidad de Pedraza, el edificio de la derecha es la cárcel

En la sala de detención podían tener a ocho o diez presos sobre un camastro de madera cubierto de paja, sujetos los pies por un cepo corrido, consistente en dos tablones que, con ajustados orificios, sujetaban los pies de todos a la vez, para inmovilizarlos. Así debían dormir, sin apenas moverse, ya que si lo hacían se magullaban los tobillos que difícilmente curarían ya.

Las celdas eran unos cuartos, de menos cuatro metros cuadrados, donde podían meter hasta dieciséis personas juntas, sin más ventana que un ventanuco en la puerta por donde recibían el rancho y que sólo dejaba pasar la luz si el carcelero era piadoso. Allí lo hacían todo, dormir, ¿rezar?, comer y aliviarse en unos agujeros del suelo; mezclados los asesinos desalmados, con los pobres dementes y las inocentes víctimas de injusticias o venganzas. A los que se quería castigar, las celdas no eran castigo, se los arrojaba a un pequeño calabozo, ya que carecía de escalera, por un hueco en el suelo, cayendo desde una altura de unos tres metros, donde permanecerían a oscuras y donde convivirían con sus propias heces, sus orines, las fracturas ocasionadas por la entrada en el calabozo, enfermedades infecciosas y las congojas de quienes compartieran su suerte.

Pero aquí no hemos acabado, todavía queda un grado más de castigo, que no de tortura, que de eso no estoy hablando; la tortura se hacía con ingenios y herramientas malévolas. Toda la zona baja del edificio constituía el último de los calabozos, también sin ventilación, ni luz alguna. Podía tener en el suelo más de medio metro de paja podrida, heces y orines, pues ahí llegaba todo aquello que salía de los cuerpos de los que estaban en las celdas de más arriba y que, obviamente, no querían consigo deshaciéndose de ello por los orificios del suelo de las celdas. De este calabozo ya difícilmente salía nadie con vida, ni aún muerto, quedando los cadáveres descomponiéndose en ese pastoso estercolero. ¿Cuántos habría juntos sufriendo este tormento? Supongo que no lo sabrían ni los carceleros, aunque se encargaban de llevarlos alimentos de vez en cuando, no como labor humanitaria, sino para alargar sus penosas vidas y por tanto su castigo.

Pido disculpas a la guía que me explicó el edificio, por si he errado en algún detalle. Cómo no voy a errar, si sólo fío de mi memoria, mas no tiene importancia, ya que tan sólo he querido dar unas pinceladas impresionistas, de la sensación que me causó. Para hacerme perdonar, invito a los curiosos a visitar la villa de Pedraza, hermosa en muchos otros aspectos, ya que esta cárcel no era algo singular suyo, sino generalizado de cada villa, ciudad, reino o continente. Y tampoco era peor que las demás.


Así que ya ven, debemos agradecer el vivir en tiempos actuales en lugar de antiguos, tanto como penar por vivir en tiempos actuales en lugar de futuros. Aunque cuando hablo de vivir en tiempos actuales o pasados lo hago generalizando, ya que estoy pasando por alto casos concretos: uso de armas químicas en Siria este mismo verano, el internamiento de presos en Guantánamo, el uso del burka en mujeres de algunos países, las trincheras de la Primera Guerra mundial o los bombardeos de la Segunda.

A propósito, ¿les he contado ya que he escrito una novela histórica?
De sobra sé que sí, pero era la excusa que precisaba para volver a hablar de ella.


domingo, 1 de septiembre de 2013

Sólo hay nacer y morir...

He recibido de mi primera entrada alguna crítica en el sentido de que no compartían mi punto de vista. En la vida hay muchas cosas interesantes y muchas por las que luchar. Esto yo también lo pienso y así lo dejé escrito. No obstante mi única intención era relativizar la importancia de lo demás, incidiendo en lo fundamental: Somos mortales.

En cualquier caso, que cada uno lo entienda a su manera, yo no quiero sentar cátedra y sé que estaré equivocado en muchas de las cosas que opinaré en estas líneas. No me importa, tengo asumido desde hace años que baso mis seguridades personales en la duda. Si dudar es de sabios, debo colgarme esa medalla, pero como dudo también que yo sea un sabio, así no quedo como pretencioso –más bien tengo la sospecha de que no lo soy, sabio quiero decir.

Lo que sí quería aclarar en esta entrada es otro asunto que me preocupa más. La anterior tiene el mismo título que mi novela “Lo demás es cosa vana” –de próxima publicación, ya iré informando, pero adelanto su portada– y con el contenido de lo escrito podría sacarse una conclusión errónea en torno a ella. Quisiera desfacer ese entuerto, dando unas pinceladas sobre su temática, sin desvelar el argumento.


Lo demás es cosa vana es una novela, llamémosle ligera, de puro entretenimiento y creo que optimista. El hecho de calificarla como ligera no quiere decir que no sea seria, pues me la he tomado con todo el rigor necesario como para que pueda tener varios niveles de lectura e interesar tanto al que sólo busque regocijo como a aquellos otros que quieran ahondar un poco más, bien asomándose a un marco histórico apasionante, como planteándose dilemas morales e incluso filosóficos. Y quien quiera explorar mis recursos literarios, allá él, me cubriré de un escudo que me impida sufrir con las críticas.

La novela gira en torno a un gran viaje, donde las etapas no intentan marcar el relato y no son equitativas, pues cada lugar tiene una importancia diferente. Destacan sobre los demás dos paisajes, el de la ciudad de Ávila en los años en los que está saliendo del Medievo y el de la ciudad de México-Tenochtitlán en el ocaso inesperado de lo que era un imperio incipiente. Aunque el rigor histórico se mantiene, el interés se centra en los personajes, protagonistas y secundarios, a los que he querido dotar de una personalidad y unos intereses concretos, con los que nos podemos identificar las gentes de nuestro tiempo.

El tono es el de una novela de aventuras, con sus dosis de tramas truculentas y con un humor que entronca con la picaresca de la literatura del Siglo de Oro español, todo enredado en un argumento de romance amoroso, sin dejar atrás sus dosis de tragedia y horror. Yo no quiero clasificarla en un género concreto, que sean otros quiénes lo hagan con su sabiduría.

Espero haber “vendido” bien  mi novela y que al lector le resulte ameno seguir estas aventuras y pase unos buenos ratos de lectura. Ese ha sido mi propósito al escribirla. Os adelanto que saldrá para octubre.

Termino con el texto de la contraportada, que indica de otra forma el contenido del libro:

En la España de principios del siglo XVI, las pasiones se desatan de forma violenta en una pequeña ciudad castellana y los protagonistas inician un apasionante viaje a las más lejanas tierras de un mundo que había dejado de ser plano en el imaginario popular, llegando a ser testigos del estrepitoso derrumbe de uno de los más poderosos y enigmáticos imperios que ha producido la Historia de la Humanidad. Un relato lleno de aventura, amor, intriga y salpicado de toques de humor.