jueves, 30 de marzo de 2023

La poesía es un arma cargada de futuro

El pasado 21 de marzo se celebró el Día Mundial de la Poesía, con el lema: La poesía es un arma cargada de futuro. Me invitaron a realizar el Pórtico a dicho acto, en el que participaron con sus versos 12 poetas; estuvo organizado por José María Muñoz Quirós y presentado por José Pulido. La música corrió a cargo del Trío Terpsícore Ensamble (piano, clarinete y violín). Este es el texto que redacté y leí:


Un arma es un instrumento con capacidad de matar, dedicado a acometer o a defenderse. Pero si, en lugar de con proyectiles, lo cargamos de futuro, no servirá para dañar a nadie, pues el futuro no existe, no tiene sustancia aún. El futuro lo construimos proyectando imágenes del presente, y la poesía son imágenes.

Lo que ocurrió en la denominada Revolución de los Claveles, en Lisboa, el 25 de abril de 1974, cuando los soldados pusieron una flor en sus fusiles, constituyó una acción poética y, sin duda, cambió el futuro; dio un golpe de timón a la autocracia portuguesa, convirtiendo el país en un estado democrático y de derecho.

La poesía social, de mediados del siglo pasado, fue una ardorosa reacción a la situación política del momento, caracterizada por el escepticismo y la crisis. El verso se hace libre, como símbolo de la libertad que buscaron los poetas, librándose de la métrica y de la rima, en un intento de romper todas las cadenas.

¿De dónde saldrá el martillo / verdugo de esta cadena?, se preguntó Miguel Hernández en el poema del niño yuntero. El poeta de Orihuela, se sintió representante de los oprimidos y así gritó: Vientos del pueblo me llevan, / vientos del pueblo me arrastran, / me esparcen el corazón / y me aventan la garganta.

Blas de Otero evolucionó desde una espiritualidad atormentada a la poesía social, y lo hizo simplemente cambiando la voz, abandonando el yo, para pasar al nosotros, en busca de la solidaridad: Escribo / en defensa del reino / del hombre y su justicia. Pido / la paz / y la palabra.

Gloria Fuertes también entiende la poesía como agente transformador: Poetas, no perdamos el tiempo, / trabajemos, que al corazón le llega poca sangre. Sabe que las palabras son armas cargadas y que a través de la poesía podemos lograr que no ocurra lo inexorable, que el futuro sea distinto: Yo aseguro / con emoción / que en un próximo futuro / sólo habrá pobres de vocación.

Para José Hierro la poesía era inclasificable, así dijo: «No distingo entre poesía social u otra poesía, porque no sé muy bien lo que es la poesía. Sólo sé que me sirve para decir lo que no se puede decir». Entiende, pues, que la poesía aporta la capacidad de expresar lo inefable, que es aquello que no puede decirse con palabras. Y, sin embargo, para hacer poesía se emplean palabras.

Así es la poesía, es algo necesario como el aire que exigimos trece veces por minuto, según Gabriel Celaya. En Cantos iberos, reivindica utilizar la poesía como un arma: Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan / decir que somos quien somos, / nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno. A este poema lo tituló: La poesía es un arma cargada de futuro, ya que no entendía el arte más que como un instrumento para transformar el mundo: Tal es mi poesía: poesía-herramienta / a la vez que latido de lo unánime y ciego. / Tal es, arma cargada de futuro expansivo / con que te apunto al pecho.

Para ello utiliza lo que denomina un verso martilleante, de diversas métricas, que pretende golpear, abrir los ojos del lector e incluso molestarle, con intención de hacerle reaccionar: Maldigo la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales / que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. / Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.

La poesía-herramienta pretende cambiar el mundo, denunciar la realidad y concienciar de la injusticia social. La poesía comprometida ha de ser inteligente, pues se enfrenta a la censura; y la burla, claro, porque el opresor carece de esa inteligencia.

Y porque la poesía es arte y el arte es contradictorio, decía Celaya que la poesía no es un bello producto. / No es un fruto perfecto. / Es algo como el aire que todos respiramos / y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.

No es necesario cargarnos de argumentos para defender la utilidad de la poesía, pues para los que disfrutamos con la belleza, nos basta con ese gozo y no precisamos de ninguna otra ganancia. Pero la poesía no solo es belleza. La poesía a veces no es belleza.

En el día en el que comienza la primavera, amigos poetas, dejadme que cante a las armas. Pero no a las armas que hacen las guerras, sino a las que cambian el futuro, dejadme que os apunte al pecho con un arma cargada, un arma que no busca hacer daño, sino que persigue la paz. No sé si tendrá forma de clavel, de pupila azul o de oscura golondrina. Este arma es un poema de Miguel Hernández, que ya apareció por aquí el año pasado, pero que por desgracia no ha perdido actualidad:

Tristes guerras / si no es amor la empresa. / Tristes, tristes. / Tristes armas / si no son las palabras. / Tristes, tristes. / Tristes hombres / si no mueren de amores. / Tristes, tristes. 

miércoles, 15 de marzo de 2023

Hace tres años

Podemos hablar de un antes y un después de la pandemia de 2020, pues los que la hemos vivido la tenemos como una etapa extraordinaria, por estar fuera de lo ordinario, de lo normal. Cuando estábamos inmersos en ella, sobre todo los primeros días, ya sabíamos que aquello era algo sin precedentes. A lo más que podíamos compararlo era a una guerra, la cual no hemos vivido de cerca las distintas generaciones actuales del país.

Yo pensé, supongo que como muchos otros, escribir una especie de diario, para dejar constancia de esos momentos. Pero no sabía cómo hacerlo por falta de perspectiva. Desconocía lo que iba a durar, si me afectaría de forma cercana o hacia dónde íbamos. Pienso que ya tengo esa perspectiva y, antes de que más tiempo atenúe los recuerdos, esbozaré unas pinceladas de aquello.

Desde el mes de enero se hablaba con preocupación de que podía llegar una terrible pandemia, incluso de suspendió un acontecimiento empresarial internacional de telefonía móvil que debía celebrarse en Barcelona. Pero aún la mayoría de la población era escéptica, por mucho que nos llegaran imágenes de lo que estaba ocurriendo en China o incluso más cerca, en Italia. Eso no iba a pasar aquí. Ya nos habían asustado algunos años antes con la temible gripe aviar y todo quedó en agua de borrajas, al menos en Europa.

Pero ya en el mes de marzo comenzó a hablarse de confinamiento ante la incredulidad de todo el mundo. Recuerdo que el día 13 era viernes y fui a trabajar como habitualmente, allí ya se aseguró que el lunes habría confinamiento y aún así nos costaba creerlo. Ese viernes suspendimos unas cañas que tomábamos los amigos, aunque con el remordimiento de que exagerábamos. El lunes 16 fui a trabajar, a pesar de que ya estaba en vigor el encierro obligatorio, pero no nos lo podíamos creer. Pasamos la mañana asustados y sin saber qué hacer, hasta que las instrucciones fueron que al día siguiente nadie acudiera. Se hablaba de que nos confinaban unos quince días, a lo sumo tres semanas. Nos pareció demasiado tiempo, pero se quedaron muy cortos.

Primer día de confinamiento, las calles vacías y con miedo a bajar del coche

Aunque la mayoría quedamos sin poder salir de casa, hubo servicios esenciales que no dejaron un solo día de funcionar. El primer día del confinamiento no pude por menos que asustarme al llevar en el coche a trabajar a mi pareja, por lo vacías que estaban las calles. Era algo irreal, que solo cabía en los sueños más fantasiosos. Tuve que dejar de llevarla, pues yo no estaba autorizado a salir de casa, si me pillaban me multarían.

Solo la televisión, las redes sociales y la radio nos comunicaban con el mundo y nos daban alguna información, que no nos tranquilizaba. Y solo la ventana nos acercaba la vida, viendo día a día cómo la primavera se burlaba de nuestro encierro. Los pájaros cantaban más o tal vez los coches habían dejado de contaminar acústicamente las calles.

Había alguna excepción para salir de casa, como era sacar a pasear al perro o ir a hacer la compra al supermercado. Yo solo disfruté de esta segunda. Pero en absoluto lo disfruté. En la primera ocasión, fui armado de miedo, mascarilla y guantes. En el aparcamiento del supermercado había una cola de personas con carros de compra que daban varias vueltas en círculo. La separación entre uno y el siguiente era de más de dos metros y veíamos como a un agresor a aquel que apenas dejaba un metro con el que le antecedía. Recuerdo que tardé hora y media hasta que me tocó entrar. Dentro todo era surrealista. Los megáfonos asustaban: «agilicen sus compras», «eviten pasillos concurridos», «no toquen nada que no vayan a llevarse»… Con la lista de la mano recorrí los pasillos temeroso hasta llenar el carro. Menos mal que en casa tenía papel higiénico y leche, productos que faltaban, dejando un aterrador vacío en los estantes. La vuelta a casa también fue un acto temerario: «y si me para la policía», «no pasa nada, puedo demostrar que vengo del súper», «¿debo quitarme toda la ropa antes de entrar?», «¿tiro los guantes?, ¿y la mascarilla?». Leía en las redes que la gente en la puerta de casa se quitaba la ropa y la metía en una bolsa, luego lavaban con legía toda la compra, incluso los envueltos de los alimentos. Todo era irreal, pero ocurrió así.

Yo me impuse un programa de ejercicios físicos diarios. Consistió en dar varias vueltas al pasillo corriendo, no recuerdo el número, pero las contaba. Y lo hacía descalzo, para no zapatear en el suelo. Luego realizaba estiramientos y flexiones. Día tras día, a la misma hora. También llevé un intenso calendario de lecturas, sacando libros que habían quedado vírgenes en mi biblioteca. Algo que yo nunca realicé, fue salir a las ocho de la tarde a aplaudir. Sentía que era algo ridículo, ¿qué aplaudíamos? Estaba claro que era un homenaje a los sanitarios y otros servicios que peleaban en primera fila, pero ¿qué remedio les quedaba? Creo que fui el único en el país que rehuí hacer aquello, o así me sentí, aunque, ciertamente, me electrizaba el “resistiré” que sonaba en los altavoces de los vecinos.

Un rito que me autoimpuse, con todo el placer del mundo, fue que los domingos me iba a tomar unas cañas con un aperitivo. Sí, hacía el teatrillo en mi propia casa. Me cambiaba de ropa, quitándome el sempiterno chándal —que yo en pijama no estuve ningún día— y me preparaba un pincho que compartía con la familia.

Las cañas del domingo, con el curioso detalle del papel higiénico con cinta de regalo

Lo único positivo de aquella etapa es que dejamos a la naturaleza a su libre albedrío y se pudo demostrar lo rápido que se recuperaba si los infectos humanos dejábamos de volar en aviones, de viajar en automóviles o de esquilmar los recursos naturales. La moraleja fue que el mundo tenía solución. Pasado todo aquello, estamos demostrando que no queremos solucionar nada.

Y así días y semanas y meses, hasta que un 3 de mayo, nos dieron libertad de salir a dar un paseo. Aún no se habían impuesto las mascarillas, así que salí a cara descubierta. Aquel día descubrí el mundo. El sol, la naturaleza recobrada, las sonrisas de las gentes y la apertura de la esperanza, me hicieron disfrutar. Tratando de no cruzarme con nadie por las aceras, no dejé de hacer fotos por el camino para guardarme aquella novedad. Todavía faltaban semanas para terminar el confinamiento.



Domingo, 3 de mayo, primera salida y naturaleza virgen

Nos dejaron salir por fin a finales de mayo, pero con muchas y limitaciones, como la reducción del aforo en los actos culturales, las mascarillas por doquier, los geles desinfectantes o el miedo a la proximidad con otras personas. Las restricciones fueron desapareciendo poco a poco, a lo largo de los meses, hasta el momento actual. Conocí a varios de los fallecidos entre terribles sufrimientos y sin compañía ni consuelo alguno, aunque por suerte ninguno de ellos era demasiado cercano. Me he puesto todas las vacunas y creo que nos salvó la ciencia de la catástrofe. A la humanidad, claro, que no al mundo.

Pero pienso que no hemos aprendido nada, hemos vuelto a contaminar, nos continúan desmantelando la sanidad pública —olvidamos los aplausos—, y hemos creado una terrible guerra a las puertas de casa. Tal vez la pandemia solo ha sido un plan «divino» para prepararnos para el desastre final. El mundo ya no es el mismo que «antes de la pandemia».


El día 27 de junio, tuve el honor de realizar la lectura del manifiesto en defensa de los servicios públicos: "Vamos a salir", en una manifestación convocada por los sindicatos de Ávila