miércoles, 29 de junio de 2022

Los comuneros

Los miembros del común constituían el tercer estado en el Antiguo Régimen. Eran los no privilegiados, es decir, los que no pertenecían al clero ni a la nobleza; los pecheros, los que estaban obligados a pechar —pagar— y sostener así a los estamentos privilegiados. A estos miembros del común los llamaron comuneros.

En 1516 un mozalbete extranjero de 16 añicos, nieto de los Reyes Católicos e hijo de la reina Juana, fue nombrado rey de Castilla, sin esperar a que le llegase el tiempo de heredar la corona y siendo menor de edad —dos ilegalidades—. Vino con una corte de nobles y clérigos flamencos en 1517 a sus territorios peninsulares, a usurpar el trono a una madre a la apenas conocía. Se llegó a por lo que consideraba suyo y comenzó a repartirlo. A Guillermo de Croy, por ejemplo, chavalico de 20 años, le regaló el arzobispado de Toledo. Pero este no quiso molestarse en visitar sus posesiones, se conformó con cobrar las suculentas rentas.

Esto, a los privilegiados les sentó muy mal, les estaban usurpando sus derechos. Pero los comunes se plantearon la cosa en serio: ¿podía el rey hacer su capricho o debía someterse a las leyes del reino? ¿En quién residía la soberanía? Cuestionarse esto era revolucionario.

El reyezuelo pendejo aspiró a ser emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Tenía territorios en Alemania, en Italia, en Flandes, en Castilla, en Aragón y al otro lado del Atlántico. Y podía pagar más sobornos a los siete magníficos electores que votaban el puesto. Pero necesitaba dinero y se sintió con derecho a que sus súbditos del reino más boyante, Castilla, se lo dieran. Para no verse presionado convocó unas cortes en un lugar apartado, en Santiago de Compostela. Allí acudieron los representantes de 16 ciudades castellanas, pero estos llevaban una cartera de reivindicaciones pendientes. Tenían que aprovechar, ya que el rey les convocaba poco y solo a capricho —de su bolsillo—. Pero el reydículo nada quería saber de otorgamientos, solo codiciaba pasta y se impacientaba por partir a Alemania en busca del título anhelado, así que trasladó las cortes a La Coruña, donde se preparaba ya un barco. Con presiones y sobornos logró que la mayoría de los representantes de las ciudades le concedieran el servicio, o sea, la pasta gansa. Carlitos salió escopetado y dejó a su preceptor, Adriano de Utrech, de regente. Las leyes de Castilla impedían a un extranjero ser regente, pero ¿quién iba a frenar en su capricho al propietario de la finca?

Prendió la mecha. Estalló la rebelión de los comuneros, es decir, de los integrantes del común, sumada a la de los privilegiados resentidos. Desde Toledo se extendió la insurrección y se provocaron altercados en Burgos, Guadalajara, León, Zamora o Ávila. La revuelta en Castilla se consolidó. Segovia linchó a uno de sus procuradores por traidor al firmar el servicio contraviniendo las instrucciones que llevaba. Adriano envió al alcalde Ronquillo a investigar, pero la ciudad se cerró en torno a su líder, Juan Bravo.


Toledo convocó una Santa Junta en Ávila, ciudad fortificada e inexpugnable. Por miedo, solo acudieron representantes de Toledo, Segovia, Salamanca y Toro. La Junta era Santa por ser universal y redactó la Ley Perpetua, con 25 capítulos en los que organizaron un Estado, dejando claro que el rey era rey porque el reino le aceptaba como rey. También pusieron límites a su poder y establecieron el sometimiento de la política al interés general. Los comuneros no negaban la legitimidad del rey que les había tocado en suerte —mala suerte—, tan solo pretendían que no abusara de unos privilegios que solo tenía por delegación.

Adriano envió a Antonio de Fonseca a asediar Segovia, pasando por Medina del Campo para hacerse con la artillería que allí se guardaba. Los de Medina tenían más aprecio a los segovianos que a las tropas reales y se negaron a entregar las armas. Los realistas prendieron fuego a la ciudad, para tener ocupados a los medinenses, pero estos se empeñaron en defender con sus vidas y sus propiedades la dignidad del reino. Medina fue arrasada por las llamas. Esto provocó el levantamiento generalizado de Castilla contra el regente.

El ejército comunero fue a Tordesillas, donde estaba la reina e instauraron un gobierno revolucionario. Pero doña Juana se negó a firmar ningún compromiso con los insurrectos.

La situación pronto iba a dar un vuelco. Los siervos aprovecharon la revuelta para protestar contra los abusos de los señores, lo que hizo recelar a estos y a muchos cambiar de bando. El rey desde Alemania nombró a dos nobles para integrar la regencia junto al cura extranjero, que fueron el almirante y el condestable de Castilla. Además, la importante ciudad comercial de Burgos vio más provechoso arrimarse al bando real, lo que ocasionó que Portugal y los banqueros castellanos financiaran al Consejo Real. El noble Pedro Girón y el obispo de Zamora, Antonio de Acuña, que encabezaban los ejércitos comuneros, fracasaron en sus acciones militares. Girón dimitió y cambió de bando. Acuña se fue a Toledo a seguir luchando.

La Santa Junta, ya en Valladolid, organizó un gran ejército, en el que los privilegiados lucharían junto a los comunes. Hubo batallas y escaramuzas hasta llegar al 23 abril de 1521 en que los ejércitos comuneros se vieron en la necesidad de dejar el castillo de Torrelobatón, arrebatado al almirante de Castilla, para dirigirse a Toro. Ese puñetero día llovía a cántaros, el ejercito realista salió en persecución de los comuneros y los alcanzó en las campas embarradas de Villalar. La sorpresa y la descoordinación les infligió una derrota que sería definitiva. Al día siguiente las cabezas de los tres dirigentes apresados, Padilla, Bravo y Maldonado, rodaron a un cesto. La represión fue implacable, requisaciones de bienes, destrucción de propiedades, multas cuantiosas y ejecuciones. El rey otorgó un perdón general, pero con excepciones —293 en concreto—. Mandó matar, porque era rey y podría decidir quién vivía y quién no. El rey era dueño y señor de haciendas y de vidas. Era el absolutismo el que había vencido.

El petimetre rey emperador dedicó el resto de su vida a guerrear en Europa con el fin de imponer una de las religiones —la suya— a todos sus súbditos. Empresa en la que fracasó y de paso arruinó al pujante reino de Castilla, esquilmando sus riquezas, las que venían de las Indias y las del país. Desde entonces Castilla no ha levantado cabeza hasta nuestros días de la España vaciada.

Si la propuesta castellana hubiera triunfado, habría contribuido decisivamente al adelantamiento en más de dos siglos la implantación de la democracia en Europa. Y Castilla podría haber sido hoy una región rica e influyente.

©Ilustraciones Gris Medina [@grismedinaart] 

miércoles, 15 de junio de 2022

Pedro El Justo

«La historia la escriben los vencedores». Parece ser que fue George Orwell el autor de esta frase. Sin duda no sería el primero en concebirla, en estar seguro de su autenticidad, ya que es una verdad de Perogrullo.

Pedro I de Castilla (1334-1369) pasó a la historia como Pedro El Cruel. ¿Por qué? ¿Era la crueldad su característica principal? Pues no, no fue más cruel que cualquiera de sus antecesores o coetáneos. Lo cierto es que se le llamó así por haber perdido la guerra con su hermano bastardo Enrique (más tarde Enrique II de Trastámara). En caso de haber vencido Pedro, los cronistas habrían escrito sobre su triunfo y hoy sería conocido como Pedro el Justo o como Pedro el Justiciero, apodos que también tuvo. Si Enrique hubiera fracasado, ahora su sobre nombre sería Enrique el Fratricida.

Una descendiente de este último, una tal Isabel, no sería llamada la Católica, sino la Pérfida —o algo parecido— en el caso hipotético de haber perdido la guerra civil que sostuvo contra los nobles que apoyaban a la hija de su hermano Enrique IV. A esta, mira por dónde, al ser derrotada se la conoce como la Beltraneja, atribuyendo su paternidad a don Beltrán de la Cueva, en lugar de al rey Enrique, bautizado para la posteridad como El Impotente.

¿Es esto razonable? Desde luego que no. Pero más grave es que los siglos transcurridos y las verdades acreditadas por la ciencia histórica no hayan servido para quitar la ignominia a los perdedores de las guerras. Bueno, están tan distantes que nos da igual.

Pero no nos debería dar igual con acontecimientos recientes. Un caso gravísimo y se puede decir que actual, pues pertenece a la Historia Contemporánea, es que aún exista en la mente colectiva de una gran parte de la población española la mentira de que la II República fue un periodo negro, gobernado por comunistas que puso en solfa a la civilización occidental y abocaba al desastre.

La II República fue un sistema democrático, abortado por el golpe de estado de unos militares que se aliaron con los privilegiados, para que no se acabara su predominio social. Los ganadores de ese horror incivil llenaron de perdedores las cárceles y los campos de concentración —sí, campos de concentración, similares a los de sus correligionarios nazis—. Luego tuvieron cuarenta años de represión durante los cuales reescribieron la historia a su antojo, queriendo justificar la sinrazón de la guerra preventiva que provocaron.

Pasaron por alto todos los logros, muchos, en la educación, en la igualdad, en la cultura, en la justicia social, en el reparto de tierras para los desheredados, etc. Cierto es que en ese corto periodo hubo violencia. La hubo por la extrema izquierda y por la extrema derecha, pero solo se necesitaba a la policía para contenerla, de la misma forma que la democracia reciente contuvo en terrorismo con medidas policiales y no con bombardeos. La II República era una república burguesa, donde había alternancia de poder y libertad de pensamiento. ¿Estalló una revolución socialista en el 34? Pues claro, y la República la reprimió enviando a su ejercito a Asturias, con un militar de nombre Francisco Franco al mando. Un general que servía a la República y luego cometió el acto de felonía de traicionarla.

Este generalito —él prefería generalísimo—, bajo de estatura, de voz atiplada y acomplejado, se puso al frente de la revuelta fascista y «por suerte para él» fueron desapareciendo los otros generales que podían hacerle sombra como Sanjurjo o Mola. Después volvió a traicionar a quienes había prometido la restauración monárquica para acaparar todo el poder en una dictadura del tipo «to’ pa’ mí».

Una vez «cautivo y desarmado el ejército rojo», se agarró al sillón de su jefatura y no se dejó pisar el mando, muriera quien tuviese que morir. Tanto enemigos del campo de batalla como antiguos camaradas que ayudaron a subirle a las tarimas donde nadie se atrevía a reír de su voz atiplada. Entonces sus sumisos acólitos, muchos de ellos con fervor de camaradería, escribieron la historia de la nefasta república y el heroísmo de su salvador, a quien no se cortaron en igualar a los legendarios romanos, a los estupendos Reyes Católicos y al simpar Felipe II.

Pero, cuidado, seamos conscientes de que quién ganó al final es la democracia que, aunque imperfecta, es heredera de la II República. Rompamos los lazos que dejó «atados y bien atados» el fascista. Luchemos por reestablecer la dignidad de ese periodo histórico frustrado y tan prometedor. Que no nos pase como con Pedro I de Castilla el Justo, que está en los libros de historia con un apodo «de cuyo nombre no quiero acordarme». No necesitamos retorcer los hechos, como hacen fanáticos politizados del estilo de Pio Moa. Nos sobra con dar voz a los científicos historiadores. Nos basta con la verdad.