lunes, 31 de octubre de 2022

La última guerra

La guerra es el fracaso de la humanidad. Y llevamos fracasando siglos, milenios. Tal vez estemos en el momento en el que la guerra ponga fin a la civilización y a la raza humana. Tal vez. Sin duda, el planeta, que no solo lo poblamos los seres (ir)racionales, se beneficiará con nuestra extinción.

En mi primera adolescencia, cuando comencé a tener ideas propias, me di cuenta de que la vida apacible en paz no era la pauta general de la historia. Supe de la reciente guerra civil, de las dos guerras mundiales y de la del Vietnam en la que entonces estábamos inmersos. Deseé en lo más profundo de mi ser que mi vida transcurriera sin pasar de cerca por ninguna de esas catástrofes.

En mi segunda adolescencia, o juventud, mis reflexiones me llevaron a no comprender que hubiera quién deseara iniciar una guerra. Nunca hay motivos ni razones suficientes. Mi pensamiento llegó a una militancia pacifista exacerbada, considerando a la profesión militar como criminal. Pero entonces me llegó mi llamamiento a quintas y tuve que incorporarme al ejército en abril de 1981, poco después del golpe de estado de febrero de ese año.

Se me pasó por la cabeza ser insumiso, entonces no existía aún la objeción de conciencia. Pero bien sabía que eso me llevaría directo a un calabozo, a pasar la mili preso, además de que me cerraría las puertas para encontrar trabajo en la administración del Estado, del cual he vivido con posterioridad. Fui cobarde entonces y admiro a quienes sí dieron ese paso.

Pensé que si el golpe de Estado del 81 hubiera iniciado una guerra como la del 36 me habrían puesto un fusil en la mano, lo cual me llevaría a ser un peón más en otra absurda guerra. Cuando el azar me cambió el CETME por una corneta, obtuve la pírrica victoria de no llevar un arma de la mano en todos los meses de mili. Excepto en los del campamento, en los que me enseñaron a disparar, me hicieron tirar una granada detrás de un montón de tierra y me explicaron cómo utilizar la bayoneta en un cuerpo a cuerpo. Había que empujar en horizontal y desgarrar la tripa del desgraciado que tuviera delante. Bonita profesión.

Cuando me licenciaron fue uno de los días más felices de mi vida. Por fin había acabado aquella pérdida de tiempo, que era lo más repetido entre todos los que pasábamos por las manos de unos suboficiales vagos y borrachos. Pisé la cartilla, «la blanca» la llamábamos, y dejé la huella de mi bota marcada en la portada. Luego me asusté, pues debía pasar periódicamente por el Gobierno Militar, para que me la sellaran, hasta la licencia definitiva cuando cumpliera los 37 años. Deseé que el tiempo pasara rápido y alcanzar esa edad, para, si comenzaba alguna guerra, no tener que implicarme en ella. Gilipollas, hoy en día las guerras no solo las sufren los soldados.

Con mis sesenta años cumplidos, todas las guerras que ha habido me han pillado lejos: Malvinas, Bosnia, Siria, Afganistán o Irak. Ahora parece que estamos en una que puede llegar a la puerta de casa con un desastre nuclear. Y ¿quién obtiene beneficio de ella? ¿Qué pretendía el demente de Putin invadiendo Ucrania? ¿Solo su gloria personal o la felicidad de los ucranianos liberados del yugo de Zelenski? ¿Qué pretende Zelenski defendiendo la independencia de su país a cambio del sufrimiento y la muerte de sus compatriotas?

Es difícil tomar la decisión de no enfrentarse a un invasor. Pero la historia nos ha enseñado que se puede afrontar un conflicto por el método Gandhi con más garantías de éxito que con el método palestino. Y que conste que pongo estos ejemplos dejando por sentado que Zelenski tiene razón, al igual que la tienen los palestinos y la tuvo Mahatma Gandhi.

Desarrollando una guerra, nadie gana, todos pierden: los que son derrotados y los que vencen. Zelenski perderá, aunque gane la última batalla. Pues no podrá devolver la vida a miles de sus conciudadanos ni podrá hacer que olviden el horror que soportaron los supervivientes. Su país quedará destruido desde sus cimientos y las heridas abiertas nunca se cerrarán.

Pero ¡qué tonterías digo!, ¿no? Tal vez se solucione todo con un fallo en los dispositivos nucleares y desaparezca de la faz de la tierra esta inhumana humanidad.

sábado, 15 de octubre de 2022

Teresa de Cepeda


En el día en que publico esta entrada de mi blog, se celebra la fiesta grande de mi ciudad. Bueno, para ser precisos, esta fiesta ha sido desbancada popularmente por las Jornadas Medievales, que convocan a un mayor número de personas.

El 15 de octubre festejan los católicos a santa Teresa de Jesús, o simplemente «la Santa» como es llamada en Ávila. Fuera de nuestra tierra es más conocida como santa Teresa de Ávila, pero ella se llamó Teresa de Cepeda y Ahumada, aunque también firmó parte de su vida como Teresa de Ahumada y posteriormente, reivindicando las raíces paternas, como Teresa de Cepeda. No olvidemos que su abuelo paterno era un judío converso.

El catolicismo la subió a los altares. Le ha hecho efigies y le tienen un gran fervor, sacándola en procesiones y emocionándose a su paso. La han convertido en santa milagrera, a cuya imagen se aplaude, le ponen flores y la pasean entre soldados, clero, munícipes y marchas militares.

Yo quisiera reivindicar para los no creyentes una figura que alcanzó gran talla humana e intelectual, a quién se podría considerar como una mujer inquieta, cuando no «revolucionaria». Ella llegaría a aceptar para sí misma un apelativo despectivo con el que la insultaban: monja andariega.

La niña y moza Teresa fue un personaje de su época, le gustaban las fiestas, las relaciones sociales y la lectura. Los libros de caballerías —de cuyas lecturas más tarde se arrepentiría— le llenaron muchas horas de ocio. Su padre la metió a la fuerza al monasterio de la Encarnación, para evitarle lo que hoy consideraríamos «malas compañías» y lo hizo en contra de su voluntad. Pero, una vez allí, dedicada a la prospección interior, llegó a una fe profunda.

Una grave enfermedad la devolvió a su casa y pasó por curanderos y cualquier remedio que le pudiera devolver la salud. Llegó a estar a las mismas puertas de la muerte, pues muerta llegaron a pensar que estuvo en una ocasión y casi la entierran.

Más tarde, siendo ya monja por voluntad propia, se vio a sí misma muy imperfecta y buscó en la oración una forma de acercarse a Dios. Utilizó la ascética y buscó en la oración un camino de perfección y acercamiento a lo espiritual. En su «Vida» ella habla de todos sus defectos y cómo poco a poco, con la oración utilizada como forma de aprendizaje llegó, según nos cuenta, al éxtasis místico.

Hoy en día hay teorías que exponen que estos éxtasis se los ocasionaban sus enfermedades, pero el caso es que para ella fueron reales y le llevaron a tratar de explicarlos a través de la poesía, componiendo unos versos bellísimos, al igual que hizo su amigo y joven confesor Juan de Yepes —para el catolicismo san Juan de la Cruz—. El caso es que nos dejó unas joyas poéticas, pero también se aventajó en la prosa, con un estilo muy pegado a la forma de hablar coloquial, produciendo unos hermosos textos: Vida, Camino de perfección, Las Moradas y Fundaciones.

Su personalidad abierta y desenfadada y su emprendimiento como fundadora de conventos, con una regla monástica mucho más cercana a la pobreza y al cristianismo más sincero, la convirtieron en una mujer admirable, que hubo de luchar en su propia ciudad contra las oligarquías urbanas, desde sus mismos inicios, con la fundación del monasterio de San José, hasta los últimos momentos. También hubo de enfrentarse a la Inquisición, que en un par de ocasiones la tuvo entre sus objetivos por su «soberbia» de hablar directamente con Dios, sin necesitar intermediarios como confesores, hombres ilustrados o miembros de la jerarquía eclesiástica.

Desde aquí reivindico ese «feminismo» anticipado en la Historia, que le llevó a ser una mujer libre en un siglo en el que las mujeres tenían un papel doméstico al que ella no se acomodó. También reivindico su labor intelectual y su oficio de escritora, para el que utilizaba la hermosa lengua castellana con objeto de transmitir sus ideas y experiencias.

Los vestidos hermosos que le ponen a su talla, las joyas y los oros, los pedestales y peanas a los que la suben, y las procesiones para exhibirla no encajan en absoluto con lo que fue su personalidad. Teresa de Cepeda buscó superar sus imperfecciones con la oración introspectiva, experimentó la pobreza —que tiene como símbolo el descalzar a su orden religiosa—, se empleó en el estudio y en la conversación inteligente. Quienes la conocen un poco, saben que ella se quitaría esos oropeles, vestiría una saya pobre de lana y se mezclaría con la gente común.

Perdonadme, paisanos, hace ya tiempo que no voy a las procesiones de su imagen ni asisto a los eventos religiosos, pero siento muy cercana a Teresa de Cepeda y cuanto más la conozco más la admiro.