miércoles, 17 de diciembre de 2014

Lo que escondía la sacristía

Ha pasado mucho tiempo, hoy tengo ochenta y cinco años y entonces contaba con apenas siete, pero aún recuerdo aquello como el hecho más traumático de mi vida, algo que me marcó profundamente y que aún sigo viendo en mis pesadillas.

Yo era una niña feliz y despreocupada, a pesar de la dureza de los tiempos. Además, fantaseaba con estar haciéndome mayor, ya que en la siguiente primavera tomaría mi Primera Comunión, para lo cual asistía cada tarde a la iglesia. Allí el párroco, o a veces otro cura, nos daba catequesis, haciéndonos memorizar los Diez Mandamientos, el Padrenuesto, el Avemaría y el resto de las oraciones.


Una de esas tardes, acabada la catequesis, se marcharon el resto de niños y yo me quedé esperando sola en la enormidad del templo oscuro, aunque acogedor, y me concentré en hablar directamente con Dios, ofreciéndole dedicar toda mi vida a su santa causa. Esperaba a que mi madre saliera de la sacristía, donde había entrado con otras mujeres… Ignoraba a qué. Ella me dijo que no quisiera saber lo que no me importaba. Recuerdo quiénes eran las otras mujeres, pues a todas las conocía. Mi tía Elena, y dos vecinas del barrio, doña Luisa y Petrita. Todas solteras, menos mi madre. Lo cierto es que el sentirme como una niña mayor, y no como una mocosa a la que no tuvieran que darle explicaciones, alentó por primera vez en mí la rebeldía de la que hoy en día me siento muy orgullosa, pues ha marcado toda esta vida que hoy se agosta. Pero esa primera insurrección me ocasionó mucho sufrimiento.

Después de haberme consagrado mentalmente a Dios, y haber repasado con éxito todo el repertorio de oraciones que conocía de memoria, comencé a impacientarme con la tardanza de mi madre. También influyó el que aún no había merendado y tenía hambre. De ahí surgió el punto subversivo, pues me planteé que no podía haber motivo justificable para tenerme esperando fuera, mientras yo escuchaba sus alegres conversaciones y risas. Bueno, la verdad es que no entendía nada, tan sólo me llegaba el murmullo de voces.

Desobedecí. Hoy me pesa; entonces me hizo sentirme mayor y responsable de mis actos.  La sacristía estaba precedida de una antesala cuya puerta estaba cerrada. La abrí y entré. La siguiente puerta que interceptaba la sacristía estaba entreabierta y un chorro de luz escapaba por la rendija. La empujé y entré. Fue mi tía Elena la primera que advirtió mi presencia y gritó:

- Esa niña, ¿pero cómo dejáis que entre?

Ceñí el semblante, retadora, dando a entender que tenía todo el derecho a participar del secreto que ellas guardaban.

-Dejadla -dijo Petrita-, ya no es una niña pequeña.

Y siguieron a lo suyo, desentendiéndose de mí.

Lo que más me extrañó es que mi madre no le diera importancia y mi estado de ánimo desafiante me impidió darme cuenta enseguida de lo que estaban haciendo. Tardé. Tardé un poco pero, para mi desgracia, lo supe.

Tenían en el suelo a la Virgen, y la habían desvestido para repasar los bordados de sus bellos vestidos. Me extrañó que estuviera tan indignamente postrado aquel ser sobrenatural que yo tanto amaba y al que tanto había rezado con fervor en variadas ocasiones. Vi la imagen con su rostro hermoso, pulido  bellamente y el gesto impertérrito de dolor. Sus manos, igualmente perfiladas, eran muy finas. Pero el resto eran unos toscos maderos, mal rematados, formando un armazón que servía para sujetar los vestidos, cabeza y manos…



En ese momento perdí la inocencia... Y la fe. Lo cual causó que mi Primera Comunión fuera decepcionante y, desde entonces, no puedo ver una procesión de Semana Santa, sin pensar que sólo se trata de muñecos. Guardé mi desencanto como un gran secreto que me ha martirizado durante toda mi vida y hoy, cuando recapitulo mi vida, me atrevo a sacarlo a la luz por primera vez.

lunes, 1 de diciembre de 2014

El señor alcalde y sus hijitas

Me permito comenzar con un chiste de mi cosecha, que fue publicado hace poco en una página web con la que colaboro, avilabierta.com, decía así:

“Haciendo running, me topé con mi coach, que me dijo que iba de shopping y me pidió que le prestara el smarkphone, porque el suyo estaba missing. De repente un senior hizo un speech que no entendí: ‘¡Vaya un par de gilipollas!’ ”

Poco después me sorprendió la casualidad en una red social, al ver publicado algo parecido. Lo inserto a continuación sin tapar el nombre del autor, para que se le atribuyan sus méritos:


Muchos tomarán la palabra “gilipollas” como algo soez o grosero, o cuando menos malsonante, pero está justificada porque su sonoridad se ajusta muy bien al tipo de personas a las que definen las dos chispas de humor. De todas formas me permito relatar brevemente de dónde viene esa palabra, si es que no estoy equivocado, ya que no he comprobado que la anécdota sea real, ni falta que hace, “no dejemos que la realidad estropee una buena historia”, como ya dijo alguien.

Se cuenta que un alcalde de Madrid, en el siglo XIX, llamado Gil, tenía dos hijas poco agraciadas, a las que se les pasó la edad casadera. El amor paterno le indujo al buen hombre a “exhibirlas” en todo tipo de reunión social a la que fuera invitado, para ver si las encontraba pretendiente. Por otro lado hay que aclarar que la palabra “polla”, no tenía entonces el significado de hoy en día, ni sus connotaciones indecorosas. En la época de la anécdota a los jóvenes solteros se los denominaba “pollos” y a sus equivalentes femeninas “pollas”. Así el calificativo de pollitos o pollitas, no era en absoluto insultante. Pues bien, cuando nuestro preboste entraba en la reunión social al efecto, acompañado de sus dos hijitas, era presentado como don Gil y pollas. La guasa castiza comenzó a burlarse del buen hombre, denominando “Gil y pollas” a cualquier convecino bienintencionado aunque simple.

Así, en mi lucha quijotesca por la preservación de nuestra hermosa lengua castellana, propongo denominar sin pudor, con el calificativo de gilipollas a todo aquel que, aún sin ser consciente, trabaja a marchas forzadas para su destrucción y desaparición. Pues la lengua de Cervantes no se merece tamaña felonía.

Todos los idiomas, y el nuestro también, están vivos e integran barbarismos que los enriquecen. No lucho contra ellos, pues hay conceptos que o se importan o se inventan. Mi lucha se centra en esas toneladas de voces innecesarias, que no sólo no se necesitan por innecesarias, sino que acabarán por enterrar una lengua hablada por más de 500 millones de personas y que es la tercera del mundo mundial, de lo cual deberíamos sentirnos orgullosos. Y demostrarlo.

De qué coños nos sirve la palabra ránin (running) si ya tenemos correr, o jol (hall), pudiendo usar recibidor, o mejor aún zaguán, más sonora y castiza. Las que hemos admitido correctamente son aquellas que no teníamos, como Whisky o scaner, las cuales adaptamos sin rubor alguno como güisqui y escáner.

Por tanto, ojo, esas nuevas adopciones han de tomar la idiosincrasia del idioma receptor. Si no se hiciera así se acabaría con la coherencia de la lengua. Cómo vamos a establecer que la letra jota es aspirada si luego escribimos Jonathan (léase jo-ná-tan) y pronunciamos Yónatan, Yénifer o Yudit. O cómo vamos a imponer una hache muda, si después decimos Sájara, en lugar de lo que hemos escrito, Sa-ha-ra.

Aclaremos que existen dos formas correctas de pronunciar un extranjerismo, o bien leyéndolo tal y como se pronunciaría en Castellano (por ejemplo, Renault y Carrefour se pueden decir Renául y Carrefo-ur…) o bien tal y como se pronuncian en el idioma de origen (Renó, Carfú…). Aún así, no faltan gilipollas -entendamos ignorantes bienintencionados- que se inventan una pronunciación inexistente, ilógica e irracional (Renol, Carrefur…). “Allá ellos con su falta de ignorancia”, que dijo Cantinflas.


Para que en el lapso de unas décadas no desaparezca la lengua que dio los hermosos versos de San Juan de la Cruz, propongo a todos los que se quieran unir a mi cruzada, que cada vez que se encuentren con un “snob” diciendo algo como que se va de shopping le llamemos a su misma cara, y cariñosamente por supuesto, pedazo de gilipollas, acordándonos del entrañable alcalde madrileño y de sus hijitas. Si no tenemos la confianza suficiente para tal exabrupto, no hace falta que pronunciemos palabra alguna, bastará con una sonrisa de oreja a oreja, que comprenderá, si no él mismo, otro de nuestros correligionarios. Que, o somos millones en poco tiempo, o ya podemos ir elaborando un réquiem a la hermosa lengua castellana. What I mean?