martes, 29 de marzo de 2016

Islamofobia

Las fobias son enfermedades mentales, trastornos de salud emocionales o psicológicos, caracterizadas por un temor intenso e irracional, de carácter enfermizo, hacia una persona, un grupo, una cosa o una situación. Y como tal debemos tratar, sin lugar a dudas, la islamofobia.

El Islam es practicado hoy en día por más de mil millones de personas, de los siete mil que constituyen la humanidad. Más del ochenta por ciento de los atentados extremistas de grupos como el ISIS o Al-Qaeda los sufren los musulmanes. La práctica totalidad de los que huyen de la guerra y acuden a nuestras costas como refugiados son musulmanes y los refugiados son los más activos enemigos del ISIS. Y a pesar de todas estas evidencias, hay quienes criminalizan a las víctimas.


Aquellos que buscan razas puras, como si fuéramos perros, que temen a todo lo que no conocen -siempre por ignorancia-, que quieren un país para cada cultura, lengua y religión, no solo están verdaderamente enfermos, sino que son un peligro para el resto. Atacan la multiculturalidad por miedo, por fobia, sin darse cuenta de que hoy en día no solo es algo positivo, sino que es del todo imposible erradicarla. ¿Vamos a limitar la libertad de conciencia? ¿Expulsaremos de nuestro país de nuevo a los judíos? ¿Y a los musulmanes? ¿Y a los protestantes, evangelistas, budistas…? ¿Reimplantamos la inquisición? ¿Regresamos a la Edad Media?

Lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible. En el mundo globalizado en el que vivimos, las fronteras han de desaparecer lo queramos o no, porque vivimos a dos horas de avión de lo que antes eran fronteras infranqueables, porque lo que le hagamos al clima en una punta del planeta afectará a sus antípodas, porque si hay una epidemia en Asia debemos precavernos en Europa, porque la única forma de acabar con las diferencias de riqueza es con el movimiento de gentes, etc.

La democracia es el único sistema político que garantiza el respeto a los demás y únicamente ella permitirá la convivencia y que seamos libres. Las religiones tan solo tienen espacio en el laicismo, donde cada cual lleva sus ritos de forma privada, fuera de las escuelas, sabiendo que al lado otros están celebrando ritos diferentes y respetándolos, de la misma forma que otros exigimos que respeten nuestro derecho a no creer. A los grupos religiosos o culturales que convivan en un país tan solo hay que ponerles los límites de la ley, basada en principios de laicismo y respeto. Así, no se deben permitir prácticas religiosas inhumanas o aberrantes, como la ablación del clítoris, el uso del burka, los matrimonios forzados de niñas, las conversiones forzosas o la esclavitud.

No podemos dividir en mundo entre musulmanes y no musulmanes, como tampoco entre cristianos y los que no lo son, o creyentes y ateos, ya que en grupos tan extensos habrá infinidad de sensibilidades. La única división racional es entre fundamentalistas y personas decentes. Los fundamentalistas son los sádicos asesinos que no consideran el derecho de los demás de pensar diferente y que son unos putos miedosos, que temen que los otros los van a exterminar. Y los fundamentalistas están en todas las religiones, los hay judíos, musulmanes, cristianos e incluso ateos.


La última muestra de esta gentuza tuvo protagonismo en Bruselas el pasado 27 de marzo, cuando unos neonazis trataron de reventar un homenaje a las víctimas del reciente atentado en el aeropuerto y metro belga por parte de unos fundamentalistas. No podemos pensar que sea gente cristiana que se opone a gente musulmana, sino extremistas tan solo comparables a los que realizaron tal atentado.

Si hay un ellos y un nosotros, “ellos” son los extremistas, y “nosotros” somos la mayoría, que tan solo pretendemos llevar una vida digna, tener un trabajo y poder realizar proyectos de vida. “Ellos” son degenerados y “nosotros” somos musulmanes, cristianos, ateos...

Para combatir a los extremistas tan solo existen dos vías, una es tratarlos como a delincuentes, y la otra considerarlos partes de una colectividad y vengarnos de esa colectividad. La primera es efectiva, la segunda no. Pondré dos ejemplos.

En España, sabemos mucho de terrorismo y, simplificando, hemos acertado con que la única forma de vencerlo es considerando que los que lo perpetran son delincuentes comunes y no pertenecen a la colectividad que dicen representar. Recordemos el famoso: “no son vascos, son asesinos”. Persiguiéndolos de forma individual, ellos solos pondrán en evidencia su sinrazón y perderán apoyos que, tratados de otra forma, se hubieran enquistado y multiplicado.

Del otro lado está el ejemplo de Israel, país que sufre el terrorismo desde mucho antes de la existencia de ETA y su forma de luchar contra él es identificando a todo palestino con un terrorista, realizando incursiones de castigo y crímenes generalizados a manera de represalias, tan solo comparables a los ataques terroristas que rechazan. La realidad se está empeñando en demostrar que están totalmente equivocados y que así jamás lo vencerán, por el contrario, sufrirán irremediablemente la muerte de los suyos de forma periódica en un toma y daca.

Recuerdo una anécdota que a pesar de los años no se me borra de la memoria. En los años noventa, en pleno terrorismo de ETA, alguien me contó cómo un israelí le dijo que si teníamos aviones caza en el Estado español, no comprendía cómo no atacábamos el País Vasco, para acabar de una vez con ese conflicto.

Esta anécdota es real. Lo siento por ese israelí y por su enfermedad mental, pero más lo siento por los que sufren las consecuencias de esa política demencial.

martes, 15 de marzo de 2016

Reo de muerte

El reo había decidido no dormir en toda la noche. Si lo íbamos a ejecutar en cuanto los primeros rayos del sol aparecieran por el horizonte, mejor sería no perder el tiempo durmiendo, para así poder ponerse en paz consigo mismo. Aún tenía por delante casi nueve horas, toda una eternidad, todo un abismo, para quien tiene su fin prefijado.

Supe todo lo que pensó aquella noche, a pesar de que no intercambiamos palabra alguna. Y lo supe tan solo mirándole a la cara. Yo era su guardián y él, pocas horas antes, había sido mi compañero de milicias, a pesar de lo cual, yo estaba armado para impedir que se escapara, dispuesto a adelantar su muerte si lo intentara. Y lo haría, por la cuenta que me tenía. Mirándolo fijamente, fui testigo de todos sus gestos y supe lo que pensó durante esas horas. Desde la angustia primera a la paz interior al borde del amanecer.

Primero repasó su vida, dándose cuenta de que había sido feliz.

Luego hizo memoria de cómo lo habían obligado a participar en esa guerra que no era la suya, y cómo le habían forzado a aprender a manejar un fusil, que nunca tuvo intenciones de utilizar.


Durante la batalla de la mañana, se agazapó en la trinchera, haciendo como si disparase, cubriéndose con el ruido de todos los demás.

Cuando acabó la refriega, tan solo capturaron vivo a un guerrillero. Lo pusieron de rodillas en el suelo, con las manos sobre la nuca, mientras el joven oficial mandaba formar a su tropa para pasar revista. Era un imberbe veinteañero, con el rango de capitán logrado en una academia militar donde se encontraba cuando estalló la guerra, habiéndose beneficiado de la graduación por la necesidad de mandos profesionales. Éste había sido su bautizo de fuego y la estrategia, aunque había sido simple, estuvo dirigida por él, no se había amilanado y había tenido los santos cojones de imponerse a gritos a sus hombres. La tensión de poner en riesgo la vida le hizo rebosar de vigor. Él era quien mandaba y no el veterano sargento chusquero que nerviosamente obedecía sus órdenes.

Cuando estuvieron todos marcialmente formados, el capitán comprobó uno a uno los fusiles, quitándoselos de la mano a los soldados y devolviéndoselos de forma displicente. A uno le dijo que se abrochara la camisa, pues estaba desabotonada hasta medio pecho y añadió que no lo fusilaba en ese momento porque lo había visto comportarse como un héroe poco antes. Obviamente, el resto se abotonó hasta la barbilla.

Entonces le tocó el turno a él.  El capitán le cogió el fusil, descerrajó el cargador y comprobó que tenía todas las balas.

–Está frío¼

Él comenzó a sudar perlas líquidas.

–Este hijoputa no ha tirado un solo tiro –dijo sin mirarle, volviendo el rostro hacia los demás–. ¡Tú! ¿Has disparado? Contesta.

–No, mi capitán –confesó.

–Y encima lo admite, el muy cabrón. ¿Acaso eres un traidor? ¿Querías ver muertos a tus compañeros?

–Nada me han hecho los enemigos¼

–¡Cómo te atreves a pensar por tu cuenta! Tú eres un puto soldado que está bajo mis órdenes, y yo ordené disparar a matar. ¡Tráeme al prisionero! –dijo al que lo custodiaba, volviéndose hacia él y señalándolo con el dedo.

El prisionero llegó ante el oficial con la cabeza baja, conducido a empellones por su guardián. El capitán levantó con ímpetu el fusil que apoyaba en el suelo y se lo devolvió a su propietario.

–Tu vida depende de que atravieses el cráneo a este enemigo.

Tímidamente agarró el arma que le ofrecía su superior, pero miró fijamente los ojos asustados del prisionero y bajó el fusil.

Entonces el joven oficial le apuntó a él con su pistola. En aquel momento fue valiente, sabía que iba a morir y deseaba que fuera rápido,  tuvo la seguridad de que había hecho bien, moría en paz. Pero el capitán en lugar de dispararle, se giró y voló los sesos al prisionero, salpicando de pedazos sanguinolentos al asustado soldado que lo custodiaba. La frialdad de la ejecución heló las venas a todos los presentes.

–Gilipollas –le gritó tan cerca de la cara, que le salpicó de saliva las narices–. El prisionero está muerto y no le has salvado la vida. Si le hubieras matado tú, en lugar de yo, habrías preservado la tuya. Así te vas a ir al infierno a encontrarte con este desgraciado; pero lo harás mañana, al amanecer, para  que pases una noche entera esperando la muerte y puedas reflexionar sobre tu cobardía. A ver si así te arrepientes.

Y pasó la noche bajo mi custodia, pero no se arrepintió, lo sé.

Cuando la claridad del día empezaba a iluminar la pequeña estancia, despertó sobresaltado, siendo consciente de que a pesar de todo se había quedado dormido. ¿Cómo era posible que ante esas circunstancias terribles hubiera podido conciliar el sueño? Sin duda el cansancio. Llevábamos varios días recorriendo los riscos, sin apenas comer, pasando sed y cargando con el petate. Luego la tensión de la batalla…

Sin tiempo a reaccionar, se abrió la puerta y penetraron dos sombras a contraluz. Él se puso en pie y se dirigió a mí:

–No necesito perdonarte, porque no eres culpable, tú eres tan víctima de esto como yo. Diles a los del pelotón de fusilamiento que muero sin rencor. Vosotros vivís en guerra, pero yo muero en paz.

Lo único que siento es que no tuve el valor de dirigirle la palabra en todo el tiempo que le custodié. Al menos debí haberle dicho que admiro su valor...

Tanto como detesto mi cobardía.