Podemos hablar de un antes y un después de la pandemia de
2020, pues los que la hemos vivido la tenemos como una etapa extraordinaria, por
estar fuera de lo ordinario, de lo normal. Cuando estábamos inmersos en ella,
sobre todo los primeros días, ya sabíamos que aquello era algo sin precedentes.
A lo más que podíamos compararlo era a una guerra, la cual no hemos vivido
de cerca las distintas generaciones actuales del país.
Yo pensé, supongo que como muchos otros, escribir una especie
de diario, para dejar constancia de esos momentos. Pero no sabía cómo hacerlo
por falta de perspectiva. Desconocía lo que iba a durar, si me afectaría de
forma cercana o hacia dónde íbamos. Pienso que ya tengo esa perspectiva y,
antes de que más tiempo atenúe los recuerdos, esbozaré unas pinceladas de
aquello.
Desde el mes de enero se hablaba con preocupación de que
podía llegar una terrible pandemia, incluso de suspendió un acontecimiento
empresarial internacional de telefonía móvil que debía celebrarse en Barcelona. Pero aún la
mayoría de la población era escéptica, por mucho que nos llegaran imágenes de
lo que estaba ocurriendo en China o incluso más cerca, en Italia. Eso no iba a
pasar aquí. Ya nos habían asustado algunos años antes con la temible gripe
aviar y todo quedó en agua de borrajas, al menos en Europa.
Pero ya en el mes de marzo comenzó a hablarse de
confinamiento ante la incredulidad de todo el mundo. Recuerdo que el día 13 era
viernes y fui a trabajar como habitualmente, allí ya se aseguró que el lunes
habría confinamiento y aún así nos costaba creerlo. Ese viernes suspendimos
unas cañas que tomábamos los amigos, aunque con el remordimiento de que
exagerábamos. El lunes 16 fui a trabajar, a pesar de que ya estaba en vigor el encierro obligatorio, pero no nos lo podíamos creer. Pasamos la mañana asustados
y sin saber qué hacer, hasta que las instrucciones fueron que al día siguiente nadie
acudiera. Se hablaba de que nos confinaban unos quince días, a lo sumo tres
semanas. Nos pareció demasiado tiempo, pero se quedaron muy cortos.
Aunque la mayoría quedamos sin poder salir de casa, hubo servicios
esenciales que no dejaron un solo día de funcionar. El primer día del
confinamiento no pude por menos que asustarme al llevar en el coche a trabajar
a mi pareja, por lo vacías que estaban las calles. Era algo irreal, que solo
cabía en los sueños más fantasiosos. Tuve que dejar de llevarla, pues yo no
estaba autorizado a salir de casa, si me pillaban me multarían.
Solo la televisión, las redes sociales y la radio nos comunicaban con el mundo y nos daban alguna información, que no nos tranquilizaba. Y solo la ventana nos acercaba la
vida, viendo día a día cómo la primavera se burlaba de nuestro encierro. Los
pájaros cantaban más o tal vez los coches habían dejado de contaminar
acústicamente las calles.
Había alguna excepción para salir de casa, como era sacar a
pasear al perro o ir a hacer la compra al supermercado. Yo solo disfruté de
esta segunda. Pero en absoluto lo disfruté. En la primera ocasión, fui armado de miedo, mascarilla y
guantes. En el aparcamiento del supermercado había una cola de personas con
carros de compra que daban varias vueltas en círculo. La separación entre uno y
el siguiente era de más de dos metros y veíamos como a un agresor a aquel que
apenas dejaba un metro con el que le antecedía. Recuerdo que tardé hora y media
hasta que me tocó entrar. Dentro todo era surrealista. Los megáfonos asustaban:
«agilicen sus compras», «eviten pasillos concurridos», «no toquen nada que no
vayan a llevarse»… Con la lista de la mano recorrí los pasillos temeroso hasta
llenar el carro. Menos mal que en casa tenía papel higiénico y leche, productos
que faltaban, dejando un aterrador vacío en los estantes. La vuelta a casa
también fue un acto temerario: «y si me para la policía», «no pasa nada, puedo
demostrar que vengo del súper», «¿debo quitarme toda la ropa antes de entrar?»,
«¿tiro los guantes?, ¿y la mascarilla?». Leía en las redes que la gente en la
puerta de casa se quitaba la ropa y la metía en una bolsa, luego lavaban con
legía toda la compra, incluso los envueltos de los alimentos. Todo era irreal, pero ocurrió así.
Yo me impuse un programa de ejercicios físicos diarios.
Consistió en dar varias vueltas al pasillo corriendo, no recuerdo el número,
pero las contaba. Y lo hacía descalzo, para no zapatear en el suelo. Luego
realizaba estiramientos y flexiones. Día tras día, a la misma hora. También
llevé un intenso calendario de lecturas, sacando libros que habían quedado
vírgenes en mi biblioteca. Algo que yo nunca realicé, fue salir a las ocho de
la tarde a aplaudir. Sentía que era algo ridículo, ¿qué aplaudíamos? Estaba
claro que era un homenaje a los sanitarios y otros servicios que peleaban en
primera fila, pero ¿qué remedio les quedaba? Creo que fui el único en el país
que rehuí hacer aquello, o así me sentí, aunque, ciertamente, me electrizaba el
“resistiré” que sonaba en los altavoces de los vecinos.
Un rito que me autoimpuse, con todo el placer del mundo, fue
que los domingos me iba a tomar unas cañas con un aperitivo. Sí, hacía el
teatrillo en mi propia casa. Me cambiaba de ropa, quitándome el sempiterno
chándal —que yo en pijama no estuve ningún día— y me preparaba un pincho que
compartía con la familia.
Lo único positivo de aquella etapa es que dejamos a la
naturaleza a su libre albedrío y se pudo demostrar lo rápido que se recuperaba
si los infectos humanos dejábamos de volar en aviones, de viajar en automóviles
o de esquilmar los recursos naturales. La moraleja fue que el mundo tenía
solución. Pasado todo aquello, estamos demostrando que no queremos solucionar
nada.
Y así días y semanas y meses, hasta que un 3 de mayo, nos
dieron libertad de salir a dar un paseo. Aún no se habían impuesto las
mascarillas, así que salí a cara descubierta. Aquel día descubrí el mundo. El
sol, la naturaleza recobrada, las sonrisas de las gentes y la apertura de la
esperanza, me hicieron disfrutar. Tratando de no cruzarme con nadie por las
aceras, no dejé de hacer fotos por el camino para guardarme aquella novedad.
Todavía faltaban semanas para terminar el confinamiento.
Nos dejaron salir por fin a finales de mayo, pero con muchas
y limitaciones, como la reducción del aforo en los actos culturales, las mascarillas por
doquier, los geles desinfectantes o el miedo a la proximidad con otras personas.
Las restricciones fueron desapareciendo poco a poco, a lo largo de los meses,
hasta el momento actual. Conocí a varios de los fallecidos entre terribles
sufrimientos y sin compañía ni consuelo alguno, aunque por suerte ninguno de ellos era demasiado cercano. Me he puesto todas las vacunas y creo que nos salvó la ciencia
de la catástrofe. A la humanidad, claro, que no al mundo.
Pero pienso que no hemos aprendido nada, hemos vuelto a contaminar, nos continúan desmantelando la sanidad pública —olvidamos los aplausos—, y hemos creado una terrible guerra a las puertas de casa. Tal vez la pandemia solo ha sido un plan «divino» para prepararnos para el desastre final. El mundo ya no es el mismo que «antes de la pandemia».
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