Recién salido de imprenta el libro colaborativo de la Asociación La Sombra del Ciprés de 2023, quiero traer aquí mi relato del anterior, AV. Confidencial, de tema policíaco, al que yo le he dato un toque de humor a través de mi inefable personaje Elicio Iborra. Además está ambientado en los primeros días de la pandemia de 2020. Espero que os saque alguna sonrisa.
En Ávila nunca pasa nada.
Soy Elicio Iborra y estoy hasta las narices, y las tengo grandes, de vivir en
una de las ciudades más seguras de España. No es que me haya vuelto loco, sino
que mi agencia de detectives privados se aburre de inactividad.
¿Será culpable la Escuela
de Policía? ¿A quién se le ocurre montar algo así en una ciudad pequeña?
Ahuyentan a los criminales, como diciéndoles: «Cuidadín, cuidadín, no vengáis
para aquí». Es como si en la ciudad de los cristaleros prohibieran a los
chavales jugar a la pelota en la calle. O los dentistas recomendaran a los niños
no comer golosinas. Si ya, de por sí, en Ávila nos conocemos todos, traen aquí
a los policías para que aprendan a ser policías. Me imagino a un delincuente
pensando: «¿Dónde me establezco? ¡Pues en Ávila, que allí tendré el futuro
asegurado!». ¡Y un cuerno!
Y encima la plandermia,
como dice Primitiva, con quien estoy esposado —no se entienda en el argot
policial—, que suele decir muchas cosas y en pocas acierta. Yo sé que el nombre
de lo que nos ha caído este año 2020 es pandemia, que viene del término «pan»,
que en griego significa todo, y «demia» o «demos»: pueblo. Ambos en el idioma
del Greco. Y el de las Grecas. O sea, más literal: «Demos pan a todo el
pueblo». Pero ¿quién es el más pintado que le explica estos términos eruditos a
mi esposa?
Va el Gobierno y el día
13 de este mes de marzo saca un decreto que prohíbe a todo bicho caminante
salir de su casa. ¿Cómo va a acercarse alguien a mi agencia para encargarme un
caso? Y si no hay caso, adiós casa. ¿Quién pagará la hipoteca? Y ¿quién paga a los
cantamañanas de mis investigadores privados? Bueno, cantamañanas sensu stricto
tan solo lo es Agustín, que se llega todos los días entonando aquello de «estas
son las mañanitas, que cantaba el de la vid, con un vasito de vino, me alegro
yo la nariz».
Agustín es nuestro
sabueso de calle. Junto a Bola, Esmiz y yo mismo, formamos el equipo
investigador. ¡Qué tipo este Esmiz! ¡Cuánta sabiduría y buen investigar! Y Bola
no se queda atrás, que pensar, piensa muy bien. Muchas veces, solo con pensar,
resuelve casos. Lo de Agustín ya es harina de otro costal. Está aquí por ser mi
colega desde los tiempos en que vivíamos ambos en el barrio del Teso. De eso
hace ya tiempo. Agus es el encargado de bajar a los bajos fondos, a pesar de
que en Ávila lo más bajo que se puede bajar es al Soto, que está por donde nos
visita el río Adaja a ratos. Para los que no seáis de Ávila: el Adaja es el río
grande, que luego está el río Chico. Al igual que las plazas, la del Grande y
la del Chico. Cosas de aquí.
Como empresario tengo
muchas bocas que alimentar, y no me refiero a mi Primi, que la tiene muy grande,
o a Agustín, que es como un saco sin fondo a la hora de comer. Y como un pozo
sin fondo a la de beber. En fin, que ni vienen clientes, ni nadie más en estos
días, porque el Gobierno prohíbe salir de casa a todo quisque. Así no hay quien
investigue. Tenemos videoconferencias a diario, que no sirven de mucho; solo
hay que imaginarse a Agustín, vestido con una camiseta y en calzoncillos,
rascándose los cataplines. Bueno, no hace falta mucha imaginación, que todos lo
vimos, ya que ayer se le cayó el teléfono móvil y le enfocó en salva sea la
parte que se rascaba, la cual le rebosaba el ceñido eslip desgastado. Al menos sabemos
que tiene los dos y no le falta ninguno.
—¿Vas a la sala o vengo
yo a tu despacho? —me dice Samanta, asomando por la puerta.
—Equilicuá, voy, voy yo
—respondo yo, como podrá sobreentenderse por el contexto.
No he contado que Samanta
sí que está viniendo a trabajar desde el lunes 16 de marzo. Y sin faltar un
solo día. Es la que más interés pone en el negocio y la que logra con sus
gestiones que se paguen las nóminas puntualmente. Samanta es la pareja de Bola
y es la secretaria y alma de la agencia Elicio Iborra Detective Privado.
Nosotros dos nos
conectamos a la videoconferencia desde la oficina, mientras que el resto lo
hace desde su casa. El mismo Bola tiene los santos cojones de dejar marchar a
su pareja atravesando las calles desiertas y con olor a lejía por las
fumigaciones del ayuntamiento, mientras él se queda en casa. Pedazo de idiota, si
así evitas que te atrape el virus en la calle, lo vas a coger en casa, cuando
os cojáis, que lo hacéis como conejos. ¡Qué vicio! Luego quedamos mal los
demás.
La sala de investigaciones,
como la llamamos, es amplia, con una mesa central que tiene varios ordenadores.
En uno de ellos tiene Samanta su puesto de trabajo y alrededor de la estancia hay
varias estanterías con cajas de archivos y diverso material de oficina. También
unos cuantos cuadros y mapas, además de un corcho, que no es de corcho, pero
sirve de corcho para poner documentos sobre los casos que estamos investigando.
En el ordenador de
Samanta se abren cinco recuadros. En uno aparece ella, conmigo detrás, en otro
está Bola, luego Esmiz y en el cuarto Agustín. El quinto no tenía que aparecer,
pero Yeni, la pareja de Agus, se ha empeñado en conectarse, ya que no puede abrir
su peluquería y dice que se aburre. Pues, leche, hazte una permanente o tíñete
tú misma el pelo, que el rojo sandía ya no se lleva. Al menos, por el hecho de
que Yeni esté en casa, Agus se ha vestido correctamente. Bueno, tiene una
mancha sobre la barriga, pero lleva una camisa abotonada y supongo que pantalones,
que es mucho suponer.
Todos nos saludamos con
la mano y una sonrisa, además del trillado «¡hola!, ¿qué tal?, ¿cómo estáis?».
Luego Samanta toma la palabra para dirigir la reunión:
—Comenzamos. Manos a la
obra, que diría Agustín.
No sé qué tal le habrá sentado
la alusión a este, ya que ahora solo se le ve la calva reluciente y parte de
las cejas. Nunca pone la cámara de su móvil de forma correcta. Sus manos de
albañil no se llevan bien con la tecnología.
—Vamos a repasar los
expedientes que teníamos abiertos antes del confinamiento e intentaremos
continuar los asuntos que sean factibles. Según parece, podremos hacer
autorizaciones en nombre de la empresa, para que podáis salir de casa y no os
multen si os para la policía en la calle. Como han estado a punto de hacer con
alguno que no viene a estas reuniones y luego sale todos los días a investigar
—dice Samanta, mirando de reojo el recuadro donde aparece su pareja. En eso
comienza a sonar un móvil. Es precisamente el de Bola, Samanta frunce el ceño y
él se sonroja.
—Es Primi, Elicio, ¿qué
hago?
—Nada. No contestes. ¡Ya
está esta pesada dando la barrila! Si le coges el teléfono no nos dejará
trabajar. Y estamos trabajando, leche.
—Me pidió —dice Samanta,
girándose hacia mí— unirse a la reunión desde el ordenador de tu casa, Elicio.
Es obvio que no la he dejado.
—Bien hecho. Cuando la
vea ya le echaré la bronca.
—Más bien, prepárate tú
para cuando la veas. —Ríe Agustín. Aunque la risa hay que adivinársela, porque
ahora solo se le ve una oreja.
—Oye, Elicio —interviene
de nuevo Bola—, que me está enviando wasaps.
—Tú ni caso. Apaga el
móvil.
—Que dice que es urgente,
que le demos entrada por la tele. Eso dice ella. Que tiene algo
importante que contarnos —continúa Bola.
—¡Hay que joderse!
—respondo con resignación.
—Le voy a dejar
conectarse que, si no, es capaz de presentarse aquí —indica Samanta.
—Dale, dale —autorizo.
Aparece un recuadro más
en el ordenador y ahí está Primitiva, con su pelo enredado en una toalla de
baño y una sonrisa ácida en la cara.
—Pero ¿qué os pasa? —nos
espeta—. ¿Estáis sórdidos? Llevo un rato intentando que me dejéis entrar por la
tele esta. Y tú, Eli, ¡te vas a enterar!, que eres el primero al que he llamado
y como si pascuas.
—Mira, cari —intento
conciliar—, estamos trabajando y tengo mi móvil apagado. No se nos puede
interrumpir a capricho.
—No es capricho,
cernícalo. Es que ha ocurrido algo de importación a la puerta de casa y está
relacionado con vuestro trabajo. —Primitiva enrojece de rabia y yo palidezco.
—Pues cuenta, que tenemos
que continuar trabajando —me rindo.
—Un asesinato, un
criminal y la policía que lo detiene.
—¿Un crimen en Ávila?
—pregunto con ironía—. ¡Pero si en Ávila nunca pasa nada!
—Pues a la puerta de tu
casa, cernícalo, aquí mismo, en Las Hervencias. A dos pasos de la Escuela de
Policía y de vuestra agencia.
—Mire, señora —interviene
Esmiz, un poco escamado por las palabras de mi esposa—, eso no nos concierne.
Nosotros solo trabajamos los casos que nos encargan y no nos incumben los asuntos
penales.
—Bueno —tercia Samanta—,
deja que lo cuente. Tampoco tenemos excesivas cosas de las que hablar hoy.
—Pues claro que os cuento,
abecedarios —toma de nuevo la palabra mi flor de lis, para no soltarla ni con
quitaesmalte—. En la casa de enfrente, acaba de entrar la policía y se ha
llevado esposado a nuestro vecino. Que su mujer desapareció hace tres días, en
pleno confitamiento, y aunque enseguida lo denunció ahora resulta que él
es el culpable. Si ya le dije yo a mi Eli: «Eli, cariño, que la vecina ha
desaparecido, que la policía ha venido a preguntar si habíamos visto algo, que
esto lo puedes investigar tú, que ahora no tenéis un caso que llevaros a la
boca, que mira a ver...».
—Equilicuá —digo—, yo sí
hablé con el vecino y no nos quiso contratar para buscarla. Me dijo que ya se
encarga la policía.
—¿Y qué? —me responde—.
Pues haberla buscado de incógnito.
—De incógnito, de
incógnito. Pero tú ¿qué te crees?, ¿que un detective investiga de otra forma
que no sea de incógnito? —pregunto enfadado.
—Calla, leñe, que no me
dejas acabar de contarlo. Pues de resultas que han encontrado a la mujer
descuartizada a trozos; que todos juntos dan la figura de ella enterita, sin
faltar un cacho, y que han averiguado que el destrozador ha sido el marido.
—Imposible —impongo mi
autoridad detectivesca—. Yo los conozco muy bien a los dos y no tienen
dobleces, son, o eran, una pareja ejemplar. Siempre salían juntos y subían los
domingos por la mañana andando a Sonsoles. Él, ya te digo, no es el asesino.
—Pues ya ves lo que son
las cosas, las experiencias engañan.
—Apariencias —corrige
Samanta.
—Experiencias, querida,
que bien me sé lo que me digo. —Pero no lo sabía, claro.
—¡La leche!, otro caso de
violencia machista —dice la Yeni, que permanecía callada y, la verdad, mejor
que hubiera seguido sin abrir la boca, que ella ni siquiera es detective.
—Los asesinos
generalmente suelen ser tenidos por gente amable y muy cordial —punta Esmiz,
muy bien apuntado, ya que él sí que es detective—. Mi larga experiencia y mi
formación en criminalística me indican que los peores delincuentes, los asesinos
en serie, presentan una cara en la intimidad y otra a la sociedad que los
rodea. Pueden pasar por buenas personas en los ámbitos públicos y luego
sorprenden cuando son sorprendidos.
—Un momento —interviene
Bola, levantando la mano, para que los demás le dejemos hablar, ya que se había
generado un barullo al opinar todos a la vez—, ¿dónde han encontrado a la víctima
descuartizada? Y ¿cómo han podido concluir tan pronto que el marido es el
asesino? ¿Ha confesado?
—No tiene vuelta de ojos
—responde Primi—, mi vecino es carnicero y han encontrado el cadáver de ella
troceado y congelado en la cámara de su carnicería. Parece que el socio de mi
vecino sospechó de unos jamones raros y avisó a la policía in fraganti.
—Ipso facto —corrige
Esmiz.
—¿Carniceros? —pregunta
alarmado Bola—. ¿Tu vecino no se llamará Mateo y el socio Luis?
—Equilicuá —certifico yo
mismo.
Todos vemos que Bola
enrojece y toma su teléfono móvil, lo manipula y se lo pone a la oreja.
Mientras le responden, nos aclara:
—Ahora os cuento. Esto no
es un crimen machista. Tengo que hablar con el inspector Ortiz de forma
urgente.
Vemos asombrados cómo
Bola intercambia oraciones gramaticales con varias personas, hasta que logra
hablar con el mismo Luis Ortiz Gárate, un amigo y colaborador de nuestra
agencia Elicio Iborra Detective Privado. O, bueno, nosotros somos los que a
veces les hemos sacado las castañas del fuego a los policías. Al ser una
conversación entrecortada, por no escuchar a los interlocutores, esperamos
ansiosos a que Bola nos lo explique. Solo entendemos que le está pidiendo al
inspector que detenga de inmediato al socio del carnicero, que le dice que le
envía la dirección por wasap y que se dé prisa, pues sabe de muy buena tinta
que va a marcharse de Ávila. También le dice que le va a enviar más datos por
correo electrónico. Pero el amigo inspector es un hueso duro de roer y le
cuesta convencerse. Bola no deja de repetir «confíe en mí, confíe en mí».
Por fin cuelga y deja el
móvil sobre la mesa, tras enviar un wasap. Ahora su cara se ve blanca, como la
cera de una vela antes de prenderla.
—Perdonad —nos dice Bola,
mientras nosotros escuchamos con la boca abierta. Menos Agus, que se está
zampando un bollo mojado en leche. O en güisqui, vete a saber, que la taza o
vaso no se ve—. Perdonad —repite—, es que sé bien que Luis va a huir, pues ayer
por la tarde llenó el depósito de gasolina y, en estos días, nadie lo hace,
porque no se puede salir de casa y menos para viajar.
—Como no nos aclares más
las cosas no te perdonamos —bromea Esmiz, que para las bromas es muy
inconsciente. Recuerdo una vez que me contó que a un amigo suyo le prendió la
chaqueta por detrás y luego le pidió fuego para el cigarro. Pero esto no tiene nada
que ver con lo que está pasando. Así que escuchemos a Bola.
—Hemos resuelto un caso.
Lo que podría haber sido un crimen perfecto.
—Si habéis resuelto un
caso, tendréis que cobrarlo, digo yo —y lo dice Primi, que para esto de la
pasta es muy suya.
—Lo cobraremos, sin duda
—aclara Bola—. Pues resulta que el carnicero, Mateo, es cliente nuestro y es el
asunto que estaba yo investigando desde antes del confinamiento. Luis Pérez es
su socio en la carnicería que tienen abierta en el barrio de La Toledana. Mateo
me contrató porque sospechaba que su socio estaba desfalcando el negocio. Se
enteró de que no pagaba a los proveedores y cuando consultó la cuenta del
banco, vio que no tenía efectivo. Le aconsejé que no le dijera nada hasta que
recabara pruebas con las que denunciarle, pero sé que no pudo aguantarse y
tuvieron una bronca descomunal en la que llegaron a las manos. Mateo amenazó a
Luis con denunciarle como desfalcador.
—¿Qué es un desfalcador?
—preguntó mi Primi—. Que luego decís que yo me invento las palabras.
—El que desfalca, cari
—le aclaro—, el que desfalca.
—El caso es que —Bola
continuó su relato—, y por resumir, antes del confinamiento descubrí que Luis
es un ludópata. Le seguí varios días al casino de Torrelodones y a otras casas
de apuestas de Ávila y Madrid. Investigando a los proveedores, estos me
contaron que era él el que les daba largas y les pedía que no lo hablasen con
su socio.
—Esto se pone interesante
—interviene Esmiz. Acto seguido, y para apuntalar esta opinión, nuestro agente
de calle, Agus, eructa.
—Elicio tiene razón
—continúa Bola—, Mateo y Patricia, su mujer, no tenían ningún problema, se llevaban muy
bien, por lo que él no es un maltratador. Sé lo que digo, porque los he tratado
a los dos. Cuando ella desapareció hace tres días, Mateo me llamó alarmado,
diciendo que sospechaba de su socio. Así que lo estuve siguiendo y al verlo
echar gasolina, supe que iba a huir esta mañana. Pero no podía hacer nada sin
saber qué había pasado con Patricia. Ahora me cuadra todo y he atado los cabos.
Como cada uno abría la carnicería un día alterno, porque no podían ni verse y
en la tienda solo entraba un cliente a la vez, Luis, confinado en la soledad de
su casa, alimentó el rencor y pensó en una venganza. Planeó un crimen perfecto:
matar a la mujer de su socio y culparle a él. Pero no ató todos los cabos, el
odio no le dejaría. El día de la desaparición yo andaba siguiendo a Luis y lo
vi aparcando la furgoneta frigorífica a la puerta de la casa de Mateo. Cargó un
saco que contenía lo que parecía una pieza grande de carne y se marchó. Me
extrañó, pero no deduje nada raro. Ahora sé que era, sin duda, el cuerpo de
Patricia. Debemos suponer que entró llamando a la puerta y la estranguló, para no dejar rastros de sangre. Luego la metió en el camión
frigorífico y la llevó a su casa, donde la descuartizó. Al día siguiente
madrugó, abrió él la carnicería y metió al congelador el cuerpo troceado de la
víctima. Ese día es el que Mateo denunció su desaparición. Pero Luis ya era
consciente de que le tendrían a él también como sospechoso. Así que, planeó
huir después de llamar a la policía. Seguro que esta mañana temprano les ha
contado que encontró carne humana en la cámara de la carnicería y mentiría
sobre que su socio era un maltratador.
Nos quedamos todos con la
boca abierta y pasamos una larga hora repasando los pormenores del caso, hasta
que de nuevo suena el teléfono de Bola y él raudo contesta. Esta vez solo se le
escucha decir: «bien, bien» y «gracias, inspector».
—Caso resuelto. Me
comunica nuestro amigo Ortiz, el inspector, que están en casa del socio del
detenido, y este tenía las maletas hechas, a punto de marcharse, como yo le
dije. En un primer vistazo, han comprobado que en la bañera hay restos de sangre.
Eso fue idea mía. Le expliqué al inspector que, si la había descuartizado,
tenía que ser ahí, pues no iba a hacerlo en la furgoneta en la calle o en la
misma carnicería a punto de abrir al público. Seguro que se pasó la noche en la
tarea. Además, según parece, se ha derrumbado cuando le han dicho que la
científica demostrará que los residuos de la bañera son de la víctima y ha confesado.
Caso resuelto.
—Gracias, Bola —le
agradezco, como jefe y como empresario, además de como amigo.
—Que no me llames Bola,
cojones, ¿cómo te lo tengo que decir? Si no dices el apellido completo,
Bolaños, al menos llámame por mi nombre de pila, Ricardo o, como todo el mundo,
Ríchar.
—Nombre de pila,
Duracell, ¡no te jode!
¡Qué cosas tiene este
Bola! En fin, esta está siendo una mañana rutinaria de trabajo. La agencia
Elicio Iborra Detective Privado resuelve casos como bellotas come un cerdo. No
quiero decir que seamos unos guarros, entiéndaseme bien, sino que nos comemos una
bellota tras otra y a veces dos o tres de un bocado.
Si usted tiene un crimen
sin resolver, un marrón que desatrancar, su vecino le raya el coche o
simplemente su pareja le es infiel —también investigamos infelicidades—,
contacte con nosotros. Tiene el nombre de la agencia en las páginas de este
libro; que las páginas amarillas ya no las meten en el buzón. ¿Lo he dicho ya?:
Elicio Iborra Detective Privado, usted pone el caso y nosotros le ponemos
solución.
Y luego hay quién dice
que en Ávila nunca pasa nada. Equilicuá.