viernes, 6 de septiembre de 2024

Diario de un navegante interestelar

Nadie podrá quitarme lo que he vivido, ni lo que gocé ni aun, a mi pesar, lo que sufrí. Me veo ahora encerrado en estas cuatro paredes, sin una ventana que me deje ver el exterior. Sé que es un castigo, pero también sé que soy un héroe, por más que algunos quieran negarlo.

Me piden que cuente mi vida, que escriba una especie de diario, con mi versión de los hechos, pero mi historia es enrevesada y ni yo mismo la tengo clara. Dicen que no, pero estoy seguro de que se debe a todas las substancias químicas que meten en mi cuerpo. Que es por mi bien, dicen, que tengo que enfrentar la realidad… ¡Realidad! Si todo parece un sueño, ¡qué sabrán ellos lo que es la realidad! No tienen ni idea, no la han vivido.

Escribiré, tal y como me piden, el dichoso diario, tal vez eso contribuya a mitigar mi encierro. Me centraré en los acontecimientos más relevantes, que no solo lo son para mí, sino para todos, aunque me haya tocado un papel protagonista que yo no busqué.

Esos sucesos son de sobra conocidos en líneas generales, pues constituyen un antes y un después en la Historia de la Humanidad. Logramos contener la invasión alienígena. Muchos de mis compañeros dejaron la vida en el intento y a los que sobrevivimos, en lugar de ponernos medallas, nos encierran y nos silencian.

Las guerras actuales no son como las de siglos pasados. Ya no se necesitan soldados fornidos que disparen sus fusiles o lancen granadas. Se precisan expertos en las tecnologías más avanzadas, técnicos en programación que tengan habilidades específicas y alto desarrollo de los reflejos automáticos. Más que músculo, lo que se exige es cerebro y para ello estamos mejor dotadas las nuevas generaciones. Nos criamos con pantallas en las manos y somos capaces de hacer volar tanto los drones como las naves de propulsión magnética, que necesitan de los más rápidos automatismos para que una batalla se gane.

Me contaban que ya de niño, en la cuna, mis padres me dejaban el teléfono móvil, para que no llorase. No sabían lo que estaban haciendo, pero no les culpo, pues eso hizo que mamase esos brillos y colorines que avivaron mi intelecto y me capacitan para poder gobernar estas naves tan veloces que nos han dado la victoria final. Cómo, si no, podría haber manejado los rayos gamma, que generan fenómenos astrofísicos de alta potencia.

La invasión nos tomó por sorpresa, y no es que no tuviéramos señales. El gran error fue enviar hace decenios sondas espaciales con destino a posibles civilizaciones de otras galaxias. Nada temíamos, pues las distancias siderales nos parecieron insalvables para que seres mortales pudieran cubrir esos inmensos trayectos. Nada temimos, aunque debimos hacerlo, pues ignorábamos su tecnología.

Nuestros radares captaron la respuesta y la alegría invadió a los más ingenuos; «No estamos solos en el universo», proclamaban. No obstante, el segundo error, según después hemos sabido, fue crucial, ya que ellos necesitaban que contestáramos para ubicarnos entre la inmensidad de soles que pueblan la galaxia, pues las sondas que llevaron nuestro mensaje inicial no probaban más que nuestra existencia, no nuestra situación.

Su llegada a este sistema solar fue detectada con años de antelación. Cuando los vimos, surgió la duda: ¿por qué tantas naves, si solo se trata de establecer contacto? Los telescopios espaciales visualizaron un potencial armamento que, aun así, negaban los dirigentes de los países más importantes. Avanzaban en escuadrones, sin contestar a nuestros requerimientos y ni siquiera esto nos movía a disponer una defensa.

Gracias al boca a boca, o más bien al «pantalla a vista» pues pudimos verlos, hubo una conciencia mundial de lo que ocurría, que presionó a los mandatarios. Por fin actuaron los gobiernos y crearon la División Galáctica Triple X. Por supuesto que hubieron de nutrirla de todos aquellos que nos habíamos formado con las pantallas digitales y que estábamos preparados para que nuestros reflejos pudieran funcionar a la eléctrica velocidad de las oleadas invasoras.

Inicialmente descendieron en el centro del continente meridional, menos poblado, al que no creían preparado para repeler la invasión. ¡Qué equivocados estaban! Allí llevaba una década funcionando la División Triple X Austral, en su Sección B.

Gracias a la rápida comunicación por el ciberespacio, a través de las denostadas redes sociales, las noticias corrieron como los mismísimos rayos gamma. Todo el planeta supo que había llegado la hora y, tanto la División Austral como la División Boreal pusimos a punto las maquinarias más sofisticadas, a cuyos mandos no había barbudos generales, sino barbilampiños videojugadores adolescentes.

Yo fui siguiendo a distancia, pero en directo, las evoluciones de la armada de la Sección B Austral; sus rápidas maniobras destruían toda nave enemiga que se pusiera al alcance. De su experiencia, vivida como si fuera en primera persona a través de la difusión instantánea de las redes inteligentes, me serví para poner a punto la nave que, tarde o temprano, tendría que tripular.

No tardó en llegar la guerra a nuestras latitudes. La División Boreal Centro, en la que me encontraba alistado, respondió sin tardanza. Yo había visto las naves invasoras, pero aun así impresionaban. Su tamaño descomunal en nada las privaba de la rapidez de movimiento que tanto nos caracterizó a las fuerzas planetarias. Pero esa misma descomunal diferencia de tamaño supuso una considerable ventaja para nosotros, pues muchas misiones kamikazes lograban penetrar en las gigantescas aeronaves y reventarlas desde sus propias tripas.

Me negué a participar en misión suicida alguna, no por miedo, pues la muerte es algo trivial cuando lo que persigues es la libertad. Me negué porque sabía que al final venceríamos, como así ha sucedido, y yo quería participar de la victoria, que es algo de lo que ahora me arrepiento, viéndome tratado así. Podía haber muerto como un héroe y sin embargo me veo encarcelado como un criminal.

Ya sabéis cómo eran los monstruos que tripulaban las naves invasoras, su imagen recorrió todo el planeta desde los primeros instantes. Tenían aspecto de insectos, como saltamontes de tamaño gigantesco, llenos de antenas y con unos ojos múltiples del tipo arácnido que daban pavor. La diferencia era que no tenían exoesqueletos óseos ni cartilaginosos, sino de una sustancia similar al acero. Bueno, metálico era su exoesqueleto, que luego tenían tripas y sesos orgánicos y viscosos. ¿Eran entes biológicos o máquinas? Me temo que nunca llegaremos a saberlo, pues con su muerte se desintegraban. Y murieron todos. Al principio parecían invencibles, pero pronto encontramos la solución: no había más que decapitarlos y con los rayos gamma podíamos hacerlo. Constatamos que esa desconexión cefáleo-corporal era irreversible y provocaba su muerte.

Nuestros mandos querían hacerse con algunos de los cuerpos de los invasores, con objeto de estudiar su biología, pero resultó imposible. En cuanto morían, se pudría todo el organismo, corroyendo incluso el exoesqueleto metálico, el cual dejaba un resto oxidado que acababa convirtiéndose en tierra a las pocas horas. Sus componentes disociados no eran más que oxígeno, azufre, aluminio, hierro, calcio y magnesio.

La información corría veloz entre nosotros, los divisionarios galácticos, y nave enemiga derribada, bichos decapitados. Al instante íbamos contabilizando las victorias. Las derrotas nuestras eran puntuales y escasas, pues no defendíamos territorio alguno, sino que nos emboscábamos esperando la ocasión de hacer daño. Y lo hacíamos.

¡Cuánto disfruté destrozando a esos energúmenos! Mi aeronave era de la Generación W y su manejabilidad, inmejorable. El lector de retina que tenía en mi casco tanto direccionaba la nave como disparaba los rayos gamma letales. Podía controlarlo todo con una rapidez instantánea.

Las naves invasoras, contando las primeras en llegar y las sucesivas oleadas, no pasaron de veinte mil, cuando nosotros éramos más de seis millones de combatientes. Eso sí, casi todos adolescentes o preadolescentes, pues a partir de los veintitantos años se pierden cualidades.

Nuestra fuerza motriz era magnética, lo que nos permitía una agilidad que les sorprendió. Teníamos un arrojo suicida y la tecnología no iba a la zaga de la que hacían gala esas bestias metálicas.

Recuerdo que, en una de esas, éramos diez divisionarios contra una monstruosa nave nodriza, que estaba en suspensión sobre el mar continental. Ni nos oyeron ni nos vieron llegar. Los escudos que nos invisibilizaban fueron un logro tecnológico surgido de la misma guerra, alcanzado por casualidad. Comprobamos que, emitiendo ondas sonoras en cierta frecuencia, podíamos acercarnos y comprendimos que éramos indetectables. No nos veían.

Nos aproximamos sibilinamente a la nave enemiga, que tenía tipología alargada, situada en posición estacional vertical, la cual albergaba a cientos de esos monstruosos saltamontes. Cuando recibieron los primeros impactos no sabían ni a dónde disparar. Extendieron sus escudos antigravitatorios, pero debido al magnetismo de nuestras ligeras aeronaves pudimos atravesarlos. Yo iba a la cabeza de la avanzadilla y, con movimientos oculares, disparaba los rayos gamma que salían a través de los cañones de luz láser, los cuales los conducían con precisión a su objetivo. Abrimos un hueco en la estructura del gigantesco vehículo espacial y nos dedicamos a perseguir en su interior a los malditos saltamontes metálicos; zumba, zumba, zumba, hasta que acertábamos a decapitarlos.

Luego, nuestra aeronave suicida, que estaba tripulada por el kamikaze de turno, penetró hasta su centro nuclear, descendiendo sobre las barras de uranio, para hacerlas fisionar. Dando tiempo, eso sí, a que el resto de los divisionarios abandonáramos el lugar.

Poco a poco, fuimos mermando sus fuerzas. Las veinte mil explosiones nucleares que destruyeron sus naves, poco material de estudio dejaron a nuestros científicos, a no ser una atmósfera contaminada de radiactividad, que nos tiene a todos los supervivientes del planeta químicamente alterados. Ciertamente es mi caso, y seguro que en gran medida es responsable de las alteraciones mentales y de memoria que sufro.

No tengo nada más que contar, pues mi vida privada ha sido intrascendente, por mi dedicación plena a la guerra interestelar durante los últimos años, de la que he querido dar una pincelada en estas líneas. Nada más quiero añadir, pero sí deseo terminar con un ruego: tened piedad, liberadme; me resulta muy difícil vivir en este aislamiento, apartado de todo, sin redes sociales, sin calmar mi impulsividad con videojuegos, sin una pantalla que me devuelva a la vida.

*********

—Buenas tardes, siéntense los dos, por favor. Y no me miren de esa forma tan severa, hay que darle tiempo.

—¿Podemos albergar esperanzas, doctor?

—Ya sabe lo que se dice, que la esperanza es lo último que se pierde. La situación, no me voy a andar con paños calientes, es grave. Tal vez, si lo hubiéramos cogido antes, tendría más fácil solución. De todas formas, nada es irremediable. Al menos ahora está controlado.

—Ya, es que no fuimos conscientes de lo que ocurría, si no…

—No llores, Carmen. Está controlado, dice el doctor. Escucha lo que tiene que contarnos.

—¿Leyeron el diario que ha escrito?

—Entero, de pe a pa. Solo contiene desvaríos. No sé cómo hemos podido estar tan ciegos. Yo pensé que solo era un entretenimiento.

—¡Que no llores, Carmen! Así no vamos a solucionar nada. Está medicado, saldrá adelante.

—Pantallas, ¡malditas pantallas!

—Así es. Esta generación nació entre pantallas y vive en un mundo paralelo; para ellos la realidad es otra. Haremos lo posible para que su hijo pueda conectar de nuevo con el ambiente que le rodea, después de someterle a un severo aislamiento. El mundo ha cambiado de una forma tan vertiginosa que a los más mayores nos cuesta comprender. Primero fueron los Tamagotchi, seres inexistentes a los que había que cuidar como si fuesen mascotas. Más tarde vino la evolución de los videojuegos de simulación, como los Sims, que presentaban realidades alternativas, o las vivencias intensivas de guerras, batallas intergalácticas o simples deportes. No mataban a nadie ni daban patadas a una pelota, sino que lo hacían de forma virtual. Recientemente está lo que llaman realidad aumentada, que nos hace interactuar con seres y cosas que no existen. O las pretensiones de introducirnos a todos en el Metaverso, donde se vive otra vida, desconectada de la real, en la que se puede asistir a un concierto sin levantarse de la cama. Pero, tranquila, su caso es más común de lo que se imagina y su marido tiene razón, está en proceso de curarse. Ahora le tocará librar una batalla contra sí mismo, que no será interestelar, sino más prosaica.

[Relato publicado en el Diario de Ávila el 13 de agosto de 2023]



jueves, 28 de diciembre de 2023

Recapitulando 2023

El pasado 31 de julio di un giro radical a este blog. Se cumplían 10 años de su creación y, desde entonces, publiqué religiosamente —es un decir— una entrada cada quince días, sin faltar una sola quincena. Me lo propuse y lo cumplí a lo largo de los meses, y de los años. Me pareció suficiente una década para ese ejercicio espartano que tantas satisfacciones me ha dado. No quise cerrar el blog, porque me encuentro muy orgulloso de todo lo que he escrito en él y, a quien pueda interesar, servirá para rescatar mi pensamiento filosófico y político, además de un ramillete de relatos y poemas.

Otra cosa que no quiero abandonar a estas alturas es la última entrada de cada año, también publicada religiosamente —es otro decir—, en la que a modo de índice repaso los contenidos y lo que han dado de sí las publicaciones del año que acaba.

Comencé con una reflexión, La ideología de las palabras, en la que abogaba por no denominar de la misma forma a un muerto —accidente, enfermedad—, que a un asesinado —en cualquier guerra—. En este apartado de Reflexiones hubo otra entrada a mediados de mayo: De empresarios y trabajadores, donde me propuse demostrar que un empresario NUNCA crea un empleo, sino que contrata a un trabajador porque el mercado puede absorber lo que produce su empresa.

A finales de enero, recuperé la etiqueta Defensa del Castellano con la entrada: Analfabetos ilustrados, poniendo en evidencia la precaria utilización del idioma en las redes sociales. Y en otra entrada más —van por pares—, El cuco, expuse la forma sibilina en la que el inglés está cambiando la ortografía del castellano —con la aspiración de la letra hache, la pronunciación de la jota como ye, etcétera—. No sé si podremos detenerlo, las lenguas evolucionan, pero al menos que seamos conscientes de ello, no sea que en un futuro lejano este pajarraco haya expulsado del nido a nuestra lengua.

Nueva etiqueta en febrero, Política, con Los propietarios, donde denunciaba la forma, también sibilina, en la que el capitalismo nos va acostumbrando a que los proletarios no tengamos nada en propiedad, solo en alquiler, para que solo los capitalistas tengan la propiedad de todos los bienes de la Tierra. Así algún día podrán dejarnos sin ellos, si no somos lo suficientemente serviciales. Y pobres.

Con la etiqueta Historias, y bajo el título Hace tres años, repasé mi experiencia personal de lo que nos vino a raíz de la crisis de la Covid. Más que nada fue un repaso a esos primeros meses de 2020. A finales de mayo, con la entrada denominada Calle de Torquemada, me vi envuelto en una polémica en las redes sociales, que yo no pude prever ni imaginar. Abogaba yo porque en Ávila, de forma vergonzante, habían dedicado una calle a un personaje histórico, desde todo punto de vista despreciable, como Tomás de Torquemada, camuflándolo como el pueblo homónimo palentino. Creo que demostré la patraña e insistí en que tal personaje no merecía ninguna calle, lo que levantó astillas y escoceduras, con argumentos como que es un personaje histórico importante —que es algo que no niego—, pero no fui capaz de sacar de ahí a los polemistas incansables, pesados y plastas que intentaron convencerme. «Fuera Torquemada del callejero de mi ciudad», a tomar por cvl0. Y llegué al 31 de julio, con esta etiqueta de Histoiras, despidiéndome de la periodicidad prusiana de las publicaciones en este blog, con la entrada 10 años no es nada.

También este año he dado cabida a la Literatura, con La poesía es un arma cargada de futuro, donde recojo mis propias palabras del acto al que fui invitado en el Día mundial de la poesía, que estuvo dedicado a la poesía social y se tituló con el famoso poema de Gabriel Celaya.

Y una de Poesía, Autorretrato, un soneto que quiere definirme físicamente, el cual, sin el sentido del humor, no tendría ningún sentido. Espero que saque alguna sonrisa.

¿Hubo Relatos en 2023? Húbolos. Tres. La primera entrada de abril, rescató mi texto Equilicuá para el libro colaborativo anual de la Asociación La Sombra del Ciprés, al que titulamos AV. Confidencial. Quienes han leído mis escritos, ya sabrán que el protagonista es Elicio Iborra, por cierto, resolviendo un caso policial en plena pandemia. Luego, en junio, publiqué Patri la mentirosa, otro cuento que fue publicado en los relatos de verano del Diario de Ávila, en 2022, y luego leído ante un numeroso público en los Cuentos a la luz de la luna, organizados por el Ayuntamiento de Ávila en la plaza de Adolfo Suárez el 2 de julio de 2023. Y cerré este año con mi último relato de Navidad, también del Diario de Ávila, del que me siento especialmente orgulloso. Yo lo titulé El cuento de la Navidad, pero por «avatares inexplicables» el título se trastocó en El cuento de Navidad. No me quejo ni me quise quejar. El texto me lo publicaron íntegro y estoy encantado en participar en esta actividad, que me da un escaparate hacia los lectores. Estas navidades, en concreto el 3 de enero —justo un año después—, me publicarán otro cuento, esta vez mucho más amable. Si estás a tiempo, resérvalo en el kiosco.

Hubo también reseñas, en concreto del nuevo libro colaborativo de La Sombra del Ciprés, titulado Ávila para comérsela, que contiene otro de mis relatos de los que más satisfecho me he sentido: Encuentro entre pucheros. Y una reseña más, Covalverde, libro que llegó a mí, de las mismas manos de su autor a quien tuve el placer de conocer, un poco tarde, ya que llevaba varios años publicado. Santos Jiménez, excelente narrador de unos hechos que aún escuecen y duelen, transcritos con la mejor literatura de las voces directas de los protagonistas.

Y ya está todo, este año no han sido 24 entradas, sino 16. Pero este blog sigue vivo y así lo mantendré mientras tenga ilusión por escribir. Espero que sigamos viéndonos en 2024. Felices fiestas y, como suele decirse, que el año que entra venga repleto de prosperidad para todos.

martes, 26 de diciembre de 2023

El cuento de la Navidad

El belén de estas navidades sí que es verosímil. Tiene un aspecto inmejorable, es más auténtico que ninguno de los que he montado en años anteriores. Hay incluso un puente y el agua corre por el río. Está lleno de luces dispersas alrededor y el fuego crepita. También algo de nieve cubre el suelo, entreverada con hojas caídas de los árboles. Lo único malo es que mi belén no es una maqueta estoy pasando frío a la intemperie. Son mis primeras navidades tras el desahucio.

Mi vida es triste y no merece ser contada, así que la callaré. Para los demás solo soy un parado más. Un desgraciado que perdió su casa y, al no tener familia, llevo en la calle desde el verano. Pero ya es invierno y las condiciones no son las mismas, creo que no podría superarlo sin esta panda de desgraciados que me hace compañía. Ellos son mi verdadera familia.

Hoy es Navidad. Ayer, unos jóvenes bien vestidos, se empeñaron en que fuéramos al comedor social para celebrar la Nochebuena, donde seríamos agasajados con un menú digno de las mejores celebraciones. Agasajados, esa fue la palabra empleada. Algunos se fueron con ellos, pero nos quedamos el núcleo familiar más fuerte. Quisimos acompañar a Natalio, que, con su nariz roja y cara abotargada, no quería separarse de Julia. La pobre estaba muy enferma y no hubiera podido ir.

Pero no por eso íbamos a quedarnos sin celebrar esa cena. Cierto es que el lugar es un poco inhóspito, pero se vuelve acogedor con el calor humano. Aunque el puente no tiene puertas y el aire trae ráfagas de la nieve caída, las fogatas aportan el calor que las ropas gastadas disipan de nuestros cuerpos.

Montamos una mesa vestida de fiesta, en lo que solo era un tablón sobre bidones vacíos, para cubrirla con las ricas viandas que nos dejaron.

Natalio y Julia hicieron muy bien el papel de abuelos en esta familia nacida de la necesidad. Yo fui el padre, aunque viudo, ya que no había quien interpretase a la madre. ¡Qué le vamos a hacer! Por eso dejamos una silla vacía a la mesa de forma simbólica, como hacen las familias en las que ya no está uno de los miembros.

Bueno, llamémoslo silla, aunque fuera un cajón de fruta. ¿Qué diferencia hay? Todos nos sentamos sobre cajones, menos Natalio, que hizo poner la mesa junto a la piedra roma donde suele fumar sus pitillos. Por algo es el de más autoridad. Al lado tenía la cama de Julia, hecha sobre unos palés que le alejan la humedad del suelo. De esta forma, ella participó también en la cena.

Tampoco teníamos niños, pero Willy, el yonqui, y su pareja Vane, bordaron el papel. Su mentalidad no difiere mucho de la infantil, si no fuera por lo violentos que se ponen cuando tienen el mono. Lo que no faltó es el cuñao. A este lo interpretó Juanjo, que vino con la Pepi, a quién no conocíamos. Ella parecía agradable, aunque un poco dejada en el vestuario. Pero, cuidado, no critico su forma de vestir, sino que adiviné que pasaría frío con ese escote y la minifalda.

No nos faltaba ni el pobre sentado a la mesa: Yassín, que es de Senegal. Desde que acabó la temporada de la fruta en levante, anda buscándose la vida por estos lares. Por mucho que busca, no ha encontrado más que a unos desgraciados como nosotros.

Pepi, para captar nuestra simpatía, era la más activa de todos. Fue ella la que puso el mantel en la mesa. Entiéndase mantel por cartones limpios. Ya no voy a aclarar más estas cuestiones, que poca importancia tienen. Ninguna mesa de Nochebuena es igual a otra y lo importante es tener reunida a la familia alrededor de ella. A la luz de la farola que nos iluminaba, podría decirse que no habría palacio que vistiera mejor sus banquetes.

Pepi distribuyó los platos de plástico que nos trajeron esos jóvenes tan simpáticos y comenzó a abrir los sobres de jamón ibérico, para colocar unas lonchas bien repartidas entre los comensales. Algún sobre ni siquiera estaba caducado. También teníamos queso, chorizo e incluso tortillas de patata. Nos dejaron varias botellas de refrescos, aunque Natalio añadió un par de cartones de vino de su propia despensa. Trae el vino de los supermercados, cuando va a pedir un bocadillo a la hora de cerrar, porque su gabardina tiene muchos bolsillos. Yo creo que a veces le ven distraerlo, pero no le dicen nada.

La cena transcurrió de forma amena. A pesar del empeño de Juanjo de contar chistes verdes. Se recreaba en descripciones que a los demás no nos hacían ni pizca de gracia. Pepi, por ejemplo, no dejaba de sonrojarse y fruncir el ceño. Willy estuvo a punto de partirle los piños, si no es porque Natalio se interpuso y recondujo la situación amonestando al maleducado de Juanjo.

Julia debía tener fiebre, porque estaba muy colorada y no probaba bocado. Natalio no dejó de sonreírle y de abrigarla con unas mantas. El río, aunque lleva poca agua, nos tenía un poco destemplados.

Al terminar de cenar, brindamos todos, menos Julia, y cantamos algún villancico; pero pronto se apagaron las voces, ya que nadie se sabía una letra a derechas y el necio de Juanjo volvía a cambiar las canciones por temas procaces. Entonces se levantó Natalio y nos propuso un juego. Un concurso de cuentos de Navidad. Todo el que quisiera participar contaría uno para ser valorado, destacando la originalidad y su espíritu navideño. Habría un ganador que decidiría un juez: el propio Natalio. Obtendría el premio de «El cuento de la Navidad», consistente en la navaja multiusos de Julia, que con tanto celo guardaba en sus bolsillos.

Yo me opuse a esto con vehemencia, alegando que es un objeto personal y, por mucho que Julia sea pareja del viejo, él no puede regalar lo que no es suyo. Entonces habló Julia. Trató de incorporarse con dificultad y con la ayuda de su hombre. Dijo, entre toses, que esa navaja ya no era suya, que se la había regalado a él y que el concurso le haría más agradable su última noche, pues iba a marcharse. Nos extrañamos, ya que no sabíamos que Julia nos dejaría, pero así era. Aunque no nos explicó a dónde iba a ir, sí dijo que Natalio en esta ocasión no iría con ella. Tal vez su hija quería acogerla de nuevo. Eso pensamos todos.

El viejo dio la orden: «¡Que comience la competición!».

Empezó el cuñao, Juanjo, con signos de autosuficiencia y la plena seguridad de verse ganador. Pero el viejo no dejaba de negar con la cabeza. Estoy seguro de que le hizo ser el primero para mantenerlo callado el resto de la noche. Juanjo nos contó la historia de un hombre avaro, al que se le aparecen tres fantasmas, el de las navidades pasadas, el de las presentes y el de las futuras. Es una historia que todos conocíamos y se lo dijimos, pero no había manera de callarle. Un tímido aplauso tuvo más intención de sellar el final que de recompensar al cuentista.

Luego le tocó al convidado pobre, a Yassín. A este le cuesta comprender lo que es un cuento de Navidad, por más que dijera que es musulmán y, para él, nuestro dios hombre es honrado como profeta. También celebra su nacimiento, aunque no entiende el espíritu de estos días. Muy musulmán será, pero el ibérico bien que lo comió. Yassín nos contó, entre risas, cómo en las últimas navidades que recuerda de su tierra todos los muchachos jugaron un partido de fútbol. Como anochecía y no dejaban de empatar, el partido se prolongó más de lo esperado. Debido al color de la piel de los chicos y a que no había luces, no se veían y chocaban entre sí continuamente, dándose cabezazos. No dejaba de reírse, pero, ya digo, tampoco le consideré ganador. Natalio es muy prudente, además de sabio, y bien conoce lo que es el espíritu navideño, con el que no casa esta anécdota africana.

Willy se negó a participar, dijo que aquello era una estupidez. Añadió que no lo harían ni él ni Vane, pero ella no abrió la boca. Se notaba que estaba colocada. Aunque mejor para todos, pues así no tuvimos que aguantar a ese par de críos.

Pepi enrojeció cuando le tocó el turno, ya que apenas nos conocía. Tampoco quería participar, pero entonces Willy comenzó a reír y dijo que ella pensaba lo mismo que él, que todos éramos idiotas. Esto le contrarió y tomó la palabra. Dijo el título del cuento: Ricitos de Oro. Natalio la reconvino a que contase otro, que ese de Ricitos es un cuento clásico que nada tiene que ver con la Navidad. Ella se defendió, argumentando que el título era el mismo, pero la historia no.

Nos habló de una niña que vivía con un ogro. El ogro le hacía sufrir tanto que un día huyó de la cueva donde la retenía. Anduvo por el bosque hasta encontrar una casita deshabitada. Entonces Willy gritó que era idiota, que ese sí que era el cuento de Ricitos de Oro. El viejo se levantó y le mandó callar. Él no podía opinar, porque se había excluido del concurso. Yo entendí que más que quitarle la razón, le quiso desautorizar. Willy protestó y dijo que ahora la niña encontraría unas camas vacías, a lo que respondió Natalio tirándole el paquete de tabaco arrugado. Lástima que no fuera una piedra.

Pepi continuó y contó que en esa casa vivían unos osos y muchas niñas como ella. Que todas tenían su camita donde estaban atadas, sin poder escapar. Pero, un día, uno de los lobos, de los que visitaban a las niñas para hacerles cosquillas, tenía un lado bueno y la ayudó a escapar, llevándola a su casa. Allí tampoco fue feliz y huyó de nuevo. En la calle, asustada y sin recursos, se juntó con una serpiente, que la cuidaba a veces, aunque otras la mordía insuflándole su veneno. Ricitos soñaba con escapar del reptil, pero con soñar no basta. En este punto Pepi se emocionó y las lágrimas no le dejaron continuar, por lo que, con un gesto, nos indicó que había terminado. Este cuento no tenía final feliz, a pesar de lo cual todos nos pusimos en pie para aplaudir, contagiados de sus lágrimas. Todos menos Juanjo, al que se le habían puesto los carrillos colorados. Tampoco la pobre de Julia, que llevaba mucho tiempo callada.

Me tocó a mí después. Yo no tengo imaginación para inventarme historias y, además, ya estaba seguro de que ganaría Pepi, por lo mucho que había gustado su cuento, aunque, según mi punto de vista, tampoco es navideño.

Recordé algo que leí hace tiempo. Una historia vieja, muy vieja, que ocurría en Navidad y que creo que sucedió de verdad:

«Érase una vez, a comienzos del siglo pasado, que había una gran guerra. Esa guerra era terrible, pero, ¡qué voy a decir!, todas lo son. Duraba ya mucho y los frentes de batalla eran estables. No se movían un metro. Por un lado estaban unos, metidos en trincheras, luego había una campa con alambradas y detrás otras trincheras en las que se enterraban los enemigos. Era el centro de Europa y en invierno el frío es intenso. Las trincheras se llenaban de agua y los pies de los soldados nunca se curaban las heridas. El dolor era grande, el miedo inmenso y el hambre solo podía compararse al de unos vagabundos viviendo debajo de un puente. Entonces llegó la Navidad y desde una trinchera escucharon que los malditos enemigos cantaban villancicos. ¿Cómo era posible? ¿¡Ellos también celebraban la Navidad!? Comenzó entonces una competición de cánticos, que era respondida desde el frente contrario. Un soldado de los de la trinchera de acá, tomó una botella de vino, guardada para ese día, y salió hacia la campa, cruzó las alambradas y se presentó delante de la trinchera enemiga levantando las manos, en una de las cuales llevaba la botella. Salió un soldado, también con las manos levantadas, en una de las cuales tenía un pastel de carne. Se intercambiaron los obsequios y fumaron juntos un cigarro. Uno cada uno, para después regresar con los suyos. Ni un solo tiro se oyó. El ejemplo cundió y muchos soldados hicieron lo mismo de uno y otro bando. Fumaron y, aunque no se entendían al hablar lenguas diferentes, cantaron villancicos y bebieron. Al día siguiente, Navidad, quedaron para jugar en tierra de nadie un partido de fútbol. Creo que la historia no acaba aquí y la guerra no terminó entonces, pero lo que vivieron durante unas horas esos soldados, que tanto se odiaban, tenía el espíritu de la Navidad».

Me aplaudieron mucho y, de forma inesperada, la navaja fue para mí. Yo no la quería y fui a devolvérsela a Julia. Ya no tenía los coloretes y su cara estaba muy fría. Entendí en ese momento qué tipo de viaje era el que dijo que iba a emprender y que ya se había ido, así que me guardé la navaja en el bolsillo, abracé a Natalio y compartí con él el pitillo que se estaba fumando.

(Este relato se publicó en el Diario de Ávila el 3 de enero de 2023)



 

lunes, 31 de julio de 2023

10 años no es nada

El 26 de agosto de 2013 comencé este blog. Hace pues 10 años, ya que escribo en él cada 15 días. Entonces no tenía muy claro lo que iba a hacer y seguro que me habría llevado una sorpresa si alguien me hubiera anunciado que tras una década estaría en pleno funcionamiento. Cierto es que comencé de una forma irregular, con una entrada en ese agosto, 5 en septiembre, 2 en octubre y 3 en los meses siguientes hasta acabar el año. Desde 2014 la entrada quincenal se hizo rutinaria, 24 por año, y no he fallado una sola quincena hasta el día de hoy.

Los temas los he etiquetado en doce categorías que pueden verse al margen. De la misma forma que pueden verse las entradas que han tenido más visitas. Lo cierto es que me siento plenamente satisfecho, y orgulloso, de todas y cada una de esas entradas. O artículos, me niego a llamarlos post, pos no es necesario el uso de un anglicismo cuando tenemos una palabra en castellano. Esta es una de las temáticas que ha movido mis reflexiones.

Una vez al año he imprimido y encuadernado todas las entradas, con el propósito de conservarlas en forma de libro, por si un día desaparece este blog. Además, he realizado una segunda impresión de todas ellas, para ir archivándolas de forma temática en carpetas.

Sé que mis lectores han sido, y son, muy escasos, salvo en entradas que han tenido una difusión excepcional. No he soñado ni pretendido hacerme popular con el blog, que además es un medio de comunicación que ya va quedando obsoleto. Esto iba más de reto literario y creativo. Me propuse un ejercicio de regularidad en la publicación y la obligación de la calidad en todas y cada una de las entradas. Ninguna de ellas la he considerado menor. Aunque es cierto que en ocasiones he recurrido a cosas que ya tenía escritas, relatos, poemas, etc., cuando se me echaba encima la fecha y no tenía nada preparado ni ganas de estrujarme el seso (cuidado los frívolos, que esta palabra no tiene ninguna «x»).

Por ello aquí hay un buen resumen de mi pensamiento, de mi creatividad, de mis inquietudes y de lo que soy capaz de hacer. No sé si será suficiente para un lector exigente, pero para mí ha resultado de lo más gratificante.

Con esta entrada quiero cerrar un ciclo. No voy a clausurar el blog ni voy a dejar de escribir en él, solo me voy a liberar de la obligación auto impuesta de publicación quincenal. Esto quiere decir que regresaré por aquí cuando quiera contar o publicar algo. Eso puede ocurrir una vez al año o tres a la semana. El tiempo dirá.

Comencé este blog diciendo que «solo hay nacer y morir» y concluyo esta etapa con la afirmación de que «lo demás es cosa vana». 

viernes, 14 de julio de 2023

Covalverde

La guerra es el más terrible de los fracasos de la humanidad. Las diferencias surgidas de la convivencia, de la vecindad o las ansias de imponerse a los demás por la fuerza, pueden dirimirse con el diálogo y la negociación. Cuando esto no se lleva a cabo, la mayoría de las veces sin intentarlo siquiera, se desata el saco de los truenos, la destrucción, el terror, los padecimientos y la muerte, o sea la guerra.

En una sociedad en paz es difícil imaginarse cómo cambiamos los ciudadanos con la guerra. Aquel que es cortés, amable con sus vecinos, colaborador en las tareas comunes puede volverse un cruel y sádico asesino. Podría no serlo, pero cuando se desata la guerra se dan muchos casos de esta transformación. Dicen que un alto porcentaje de los seres humanos somos asesinos en potencia, sin empatía alguna por las víctimas, y la gran mayoría no acaban siendo criminales al aceptar las reglas de convivencia; pero si esas reglas son suprimidas por la guerra, el desastre está asegurado. Sin duda en todas las guerras corren ríos de sangre, derivados de personas ejemplares, que en tiempos de paz no llegan a revelar su naturaleza.

¿Qué pasó en España entre 1936 y 1939? Pues lo que era de esperar en todas las guerras desatadas, que el ensañamiento con el contrario, la crueldad más burda, la venganza personal, el asesinato descarnado, la humillación del vencido, la tortura física y la moral camparon a sus anchas.

Dice el autor de Covalverde, Santos Jiménez, que «No debe volver a pasar… Nuca más… pero… ¿qué es lo que pasó?». «El autor da en esta la NOVELA algunas respuestas a la pregunta». Respuestas directas de la voz de los protagonistas a su pesar, de lo que ocurrió en un pequeño rincón de España, Covalverde, que es el nombre con el que describe a una población rural en las estribaciones de la Sierra de Gredos, alrededor del verano/otoño de 1936, cuando las pasiones más vergonzosas camparon a sus anchas, con la soberbia de quien se considera ganador y libre de represalias. Lo mismo ocurrió en muchos lugares, pero este es uno de ellos. Es la historia de estas represalias sobre los vencidos, que poco antes eran vecinos y amigos, que acabaron ocupando tumbas anónimas, escondidas a la luz de testigos, en lugares donde nadie se atrevería a excavar. Salvo quien ya no tiene más que perder que la vida propia, que también se dio el caso.

Leer Covalverde ha sido todo un descubrimiento, pues no había leído nada de Santos Jiménez, aunque sí había oído hablar del Diario de un albañil, poemario muy aplaudido por la crítica.

He leído el libro con total deleite, pues es algo hermoso, a pesar del trasfondo tan duro que aborda. Pero es necesario estrujar las heridas para que estas, de una vez, terminen de limpiarse y puedan cerrar. El relato está abordado de una forma tan delicada que no tiene intención de molestar, aunque a algunos seguro que les molestará. Su pretensión es exponer lo que pasó. Y pasó lo que pasó. La composición al principio me resultaba extraña, porque como lector de novela buscaba una continuidad en los protagonistas, hasta que comprendí que se trataba de testimonios en primera persona y que la verdadera protagonista era la guerra «incivil». O, más que la guerra, la ruindad humana de aquellos vencedores que gozaron humillando, torturando y matando a los que consideraban perdedores. Eso explica que los que se sienten herederos del régimen del terror, que supuso la dictadura consiguiente, intenten borrar todo rastro de memoria, justificando una violencia por la supuesta maldad del enemigo y llamando subversivos a los que defendían un régimen democrático, cuando los subversivos fueron ellos.

En esa guerra hubo terror por parte de los dos bandos, no podemos obviarlo, pues los sádicos criminales no se distinguen por la ideología. Pero hubo diferencias significativas, pues no solo importa la calidad, sino también la cantidad. Y un bando mató mucho más que el otro de forma exponencial. Si se habla de más de 2.000 asesinados en Paracuellos del Jarama, hay que hablar de los más de 4.000 en la plaza de toros de Badajoz. Si se habla del asesinato de Muñoz Seca, hay que hablar del asesinado de García Lorca. Si se habla de las checas hay que hablar de los campos de concentración. No quiero argumentar el «y tú más», pero a iguales crímenes, los crímenes de los vencedores fueron muchísimo más numerosos, con el agravante de que fueron ellos los que destaparon la caja de Pandora, los que rompieron el saco de los truenos, los que abrieron la espita Y estos eran los mismos que decían seguir las enseñanzas de un dios pacífico. Argumentan que fue una guerra preventiva, ya que se estaba preparando otra guerra, una revolución. Pero esto es una falacia indecente, ya que todas las guerras son preventivas para el que las inicia. Esto no es más que una justificación: «te pego, porque me ibas a pegar», pero, si no te hubiera atizado, tú tampoco a mí. Es decir, si no se comienza una guerra no hubiera habido guerra. Aquel que se alzó, fusilando a los mandos del ejército que no lo secundaron, es el responsable último de que los sicópatas camparan a sus anchas. Y de la represión posterior, durante cuarenta años, teniendo las cárceles llenas de opositores esperando su fusilamiento.

Hay que leer Covalverde, primero, porque es una lectura necesaria, porque lo que pasó pasó, le duela a quien le duela. Porque hay que conocer cómo se desatan las bajas pasiones cuando a estas no se le pone límite. Porque está llena de retratos de crueles asesinos, pero también de gente buena. Segundo, porque es un libro hermoso, lleno de poesía y de amor a la naturaleza; una naturaleza tan extrema como la que rodea la localidad protagonista de la novela, que es la sierra de Gredos. Los capítulos breves, las distintas voces, el tono poético del entorno natural, la riqueza de las expresiones y vocabulario de las gentes del campo, conforman un relato hermoso.

Es necesario leer Covalverde, pero es apasionante leer a Santos Jiménez.

jueves, 29 de junio de 2023

Autorretrato

El humor comienza por reírse de uno mismo, con ese motivo y con la excusa del periodo estival, más risueño, traigo aquí un soneto escrito hace tiempo, que quiere ser autorretrato. Le acompaña como ilustración un retrato, caricatura, en el que un artista callejero quiso verme de una forma más amable. Realizado hace ya también algún tiempo, el pelo que él me dibujó me escasea, aunque juro que lo tenía.


Érase un hombre a una nariz pegado,

érase una nariz superlativa…

A una nariz, Francisco de Quevedo

 

¿Y tú, amigo, quieres atribuirte

el triunfo del que presumir yo puedo?

Pues debes esforzarte con denuedo

si el laurel de feo pretendes ungirte.

 

Porque desconoces lo que es sentirte

reflejo del soneto de Quevedo,

exaltación que a ti te importa un bledo

pues con las napias no puedes batirte.

 

Si viviera Cervantes, pensaría

en mi panza para su Sancho zafio.

De mi cabeza también te diría

 

que deberán poner en mi epitafio:

«Como la cabeza aquí no cabía,

la tumba está vacía cual cenotafio».


© Cristóbal Medina 


jueves, 15 de junio de 2023

Patri la mentirosa

Hola, Laura, tengo que contarte un gran secreto; ya no puedo callarlo más e iré directa al grano: soy una mentirosa.

Sí, eso es. Toda mi vida, desde que nos conocimos hasta este instante, ha estado basada en la mentira y es hora de ponerle fin. Bueno, pues con esta confesión quiero que mi vida dé un giro radical, que ya va siendo hora. Siempre me gustó la psicología y lo que voy a contarte espero que me sirva para psicoanalizarme.

Mi primera mentira surgió por casualidad, cuando ambas éramos unas crías y, como no supe pararla, creció como bola de nieve que rueda por una pendiente. Fue por algo insustancial, sin importancia, pero acabó marcando el devenir de mi vida.

¿Recuerdas cuando apareciste en el cole con unos patines? Pues ahí comenzó todo. Éramos por entonces muy amigas, y lo seguimos siendo, pero yo te tenía envidia. Todo lo tuyo me parecía muy bonito. Tus zapatillas que brillaban con lucecitas al caminar, tus falditas de vuelo tan monas y hasta las gomas del pelo. Yo te miraba a ti, luego me miraba a mí y me moría de envidia.

Aquel día que te digo, llegaste con unos patines nuevos y en el recreo te los pusiste para estrenarlos. Se me iban los ojos detrás, porque yo no tenía patines. Tú estabas muy contenta y reías. Al darte cuenta de que te miraba, me dijiste: «a ver si no me la pego, que soy un pato». Me pareció que te burlabas de mí, cuando solo pretendías que no te envidiara.

Me pudo el orgullo y te di indicaciones de cómo debías patinar: «Lo más importante es tener confianza, mantenerte firme y echar el cuerpo hacia delante. No tengas miedo, que es muy fácil, casi como andar. Verás como, cuando pienses que te caes, reaccionas echando un pie adelante y recuperas el equilibrio». Entonces, sonreíste y comenzaste a desabrocharte los patines. Me pediste que me los pusiera yo y te enseñara cómo hacerlo. Habías dado por supuesto que sabía patinar y yo no estaba dispuesta a desmentirlo.

Esa fue mi primera mentira, una mentira chiquitita. Podía haberte dicho que yo no sabía patinar, que tan solo te indicaba cómo entendía que debía hacerse; pero el engreimiento se apoderó de mí y me inventé una excusa, mi segunda mentirijilla: «No, no puedo patinar, tengo una lesión en el tobillo». Punto y final, asunto zanjado. Pero tuviste que rematarlo: «Si no te he notado nada, andas muy bien, ¿cómo no te has quejado antes?». Ahí llegó la puntilla por mi parte, la mentira gordota: «Porque no es una lesión propiamente dicha. Es que soy patinadora, estoy federada y la entrenadora me ha dicho que cuide el tobillo; que lo fortalezca sin arriesgarme a un torcimiento, porque, si sufre un pequeño percance, perdería la temporada». Levanté la cabeza orgullosa y me marché. «¡Chúpate esa, patinadora de pacotilla!».

Todo podía haber quedado ahí y esa cuestión entre crías sería olvidada pronto, pero no, tú te obsesionaste con el tema. «Mi amiga Patri es patinadora y está federada. Patri compite en torneos de patinaje. Patri es una figura del patinaje. En cuanto aprenda, yo también voy a federarme y a competir».

Los días siguientes fueron muy malos para mí. Quería desmentirlo todo y decirte que se me fue la lengua y que no sabía patinar, que nunca había patinado y que no estaba federada en ningún deporte. De verdad que lo intenté, pero en cuanto te veía, me preguntabas y yo te daba cada vez más consejos de cómo patinar mejor. Había conseguido que me admiraras. Algo había cambiado, ya no te envidiaba yo a ti, sino que eras tú la que me envidiabas a mí. Así que lo dejé estar.

Pero apenas dormía ni estudiaba. Solo pensaba en el momento de decepción que ibas a sufrir cuando lo supieras todo. Y eso iba a pasar, porque si le pedías a tus padres que te llevasen a la federación de patinaje, descubrirías que yo nunca estuve allí. Tanto sufrí, que decidí adelantarme. Le dije a mi padre que quería ser patinadora y él me miró con cara de sorpresa. Mucho le insistí hasta que me llevó a la federación y cumplimentamos la ficha. Mi padre me compró unos patines de esos de cuchillas, no de ruedines como los tuyos, y se empeñó en que me enseñaran a patinar. Yo pensé que sería buena idea, porque el día que tú llegases a federarte ya te tendría ventaja y seguirías admirándome.

El primer día, la entrenadora, al ver que ni siquiera sabía tenerme en pie con los patines, me dijo que era mejor que buscase otro deporte que fuera más acorde con mis aptitudes. Yo me empeñé en demostrar que sí que tenía cualidades y puse en práctica todas las instrucciones que te había dado, pero no era tan fácil. Entonces, la entrenadora me encontró llorando. Lloraba porque imaginaba tu burla cuando supieses que ni siquiera era capaz de tenerme en pie en unos patines. Pero a ella le mentí de nuevo, le dije que lloraba porque siempre había soñado con ser patinadora, que me había propuesto ser una figura internacional, que quería recorrer los países patinando. Que amaba el patinaje sobre todas las cosas, pero que me había dado cuenta de que nunca lo lograría. La entrenadora se apiadó de mí y me dijo que eso estaba por ver. Desde entonces puso un interés especial en que yo aprendiera a patinar. Me dedicó más atención que al resto de las niñas y mi torpeza siguió siendo torpeza, pero con una diferencia: patinaba con torpeza y antes no patinaba.

En casa, todos los días me preguntaban por mis avances. Yo era cauta, aunque de vez en cuando sumaba un progreso, para no quedar como inútil. Lo sumaba de palabra más veces que en la práctica. Me creyeron una experta, cuando lo único que había conseguido era dar una vuelta a la pista sin caerme. Sin caerme mucho.

El caso es que me empeñé en aprender y le dediqué tanto tiempo y ganas que comencé a progresar de verdad. Mi entrenadora me apuntó a los campeonatos provinciales. Es cierto que me advirtió que no iba a lograr ninguna medalla, pero que me vendría bien la experiencia. Mi orgullo fue grande cuando te lo conté: «Voy a competir por una medalla». Y tú saltaste loca de alegría y me abrazaste. Te vencí. Me admirabas, a pesar de que tu pantalón vaquero roto estuviera más roto que el mío y que tus zapatillas fuesen fucsias, mientras las mías eran blancas. Luego me confesaste que te habías cansado de los patines y que ya no te ibas a federar.

Yo competí y quedé de las últimas. Pero el público y los aplausos dieron una gratificación a mis esfuerzos; así que, con cierta pena, decidí dejar el deporte. Con pena y con la firme oposición de mi entrenadora, que me dijo que apostó por mí y que había descubierto que yo tenía madera. ¿Madera yo? ¿De qué? ¡Pero si no me gustaba patinar! Al final, no quise defraudarla, por todo el tiempo que me había dedicado, y me propuse seguir unos meses más.

Al año siguiente gané los provinciales y fui corriendo a enseñarte mi medalla de oro. En esas, tú me dijiste que habías visto mi foto en el Diario. Me volviste a abrazar y a felicitar.

Me sacrifiqué mucho por el patinaje. Pero aquello me quitó tiempo para juegos, tiempo con amigos, tiempo de lecturas y para ver series y pelis. Al año siguiente gané el campeonato autonómico y, cuando estaba decidida de nuevo a dejarlo, mi entrenadora me dijo que me había inscrito en el campeonato nacional. Y luego vino el europeo. Como sabes, he llegado a ser tres veces campeona de Europa y a tener una medalla de bronce en las olimpiadas. Pero todo a costa de abandonar mis estudios, a mis amigos y las diversiones. Mientras practicaba mi odiado deporte, arriesgaba con la intención de lesionarme y de que la lesión me obligase a dejarlo. Pero ese riesgo asumido de forma temeraria era el que me acababa dando las medallas.

Me planté frente a mi padre y, llorando, le dije que no quería seguir. Él fue a hablar con mi entrenadora, porque, si llego a ir yo, seguiría compitiendo a estas horas. Entonces, me matriculé en el nocturno para sacarme a destiempo el bachillerato, y ya tenía a la vista las pruebas de acceso a la universidad. Por fin iba a estudiar Psicología, que siempre fue mi pasión. Por fin iba a abandonar la impostura.

Recuerdo lo contenta que fui a verte a tu piso de estudiante en Salamanca. Te dije que había dejado de competir y que me estaba centrando en acabar el bachillerato para estudiar una carrera. Tú me dijiste que cursabas el último año de Biológicas y la envidia me mordió de nuevo, pero intenté disimularlo. Estabas al ordenador y ni siquiera sabías incorporar una tabla Excel en el Word para tu trabajo de fin de grado. Te dije cómo y me respondiste admirada que yo era un portento, que, a pesar de tener el tiempo ocupado con algo tan absorbente, como era la competición de élite, sabía informática. Ahí salió mi genio: «¿Qué te crees?, que solo vivo para una cosa. Pues claro que sé usar un ordenador y además soy experta en redes y en bases de datos». Te quedaste sorprendida. Tanto que volviste a abrazarme y a regalarme tu asquerosa sonrisa de admiración. Me dijiste lo mucho que me querías y cómo yo era un referente en tu vida. Me marché diciendo para mí: «joróbate, estúpida».

A los pocos días, te presentaste en mi casa pidiéndome auxilio. Se te acababa el plazo para presentar tu trabajo de fin de grado y se te había roto el ordenador. Me dijiste que si no te lo arreglaba ibas a perder la convocatoria. Al día siguiente me presenté yo en tu casa con tu ordenador arreglado y las muestras de tu admiración hacia mí alcanzaron cumbres tan altas como los picos del Himalaya. Me callé que lo había llevado a una tienda y pagué de mi bolsillo su arreglo. No te lo digo ahora para que me des el dinero, sino para que veas hasta dónde fui capaz de llegar, con tal de no desmentir que era una experta en informática. Para rematarlo, diste por hecho que me iba a matricular en esa carrera, aprovechando mis conocimientos. Y tampoco fui capaz de desmentirlo.

Un día más tarde, te presentaste con tu novio. Bueno, con el novio que tenías entonces, que «por casualidad» era informático. Me estuvo dando la vara con consejos sobre la forma de llevar a los profesores de la facultad, sobre las asignaturas más difíciles y sobre cómo rellenar los impresos de matrícula. Mientras él hablaba, tú te sentías orgullosa de que tu amiga Patri estuviera a la altura de tu novio en una carrera tan difícil como esa: ingeniero informático, nada menos.

Sí, odio la informática; la odiaba entonces y la sigo odiando ahora, y ese día decidí ser ingeniera informática para que me siguieras admirando. En un principio no lo vi tan descabellado, pues era una carrera con salidas. Mi padre se alegró de que dejara atrás la psicología y me hiciera ingeniera. Todos erais felices. Menos yo.

Y soy ingeniera, ya lo sabes. Ayer fui a darte en las narices con mi brillante expediente académico. Pero lo cierto es que sufrí con la informática tanto como con el patinaje. Como desde un principio no me gustaba nada, tomé la decisión de acabar la carrera en el menor tiempo posible y me matriculé en más asignaturas de las que era razonable. Me quemé las pestañas con el ordenador, estudié matemáticas para solventar mis carencias, tomaba cinco cafés diarios, apenas dormía y acabé hastiada y sin ganas de vivir.

Ayer me mostré feliz delante de ti, con la categoría que me daban mis campeonatos de Europa, mi medalla olímpica y mi título de ingeniera. Y ahí estabas tú, con tu novio, con el nuevo, diciendo que os ibais a casar.

Entonces, tomaste una actitud condescendiente. Te apenabas de mí. Sí, eso dijiste, que te apenabas, porque mi dedicación compulsiva al deporte y acabar informática en solo tres años me había impedido vivir. Afirmaste que yo no había tenido relaciones con otras personas y, lo que es peor, que no había podido tener pareja. Que yo era como una monja que había profesado votos con objeto de conseguir bienes mayores. Que me admirabas por eso. Tú me admirabas por mi fuerza de voluntad, por mi renuncia al mundo, por no conocer lo que es el amor. ¡Tú me admirabas, maldita hija de…! No, no podía consentirlo y te di de nuevo con una mentira en las narices. Yo tenía novio, ¿qué te habías creído? Y había tenido varios: un patinador, cuando apenas era una adolescente; un empresario, cuando estudiaba el bachillerato nocturno, y un director de cine, mientras estudiaba la ingeniería. ¡Chúpate esa, morena!

Temí entonces que me pidieras que quedásemos las dos parejas para cenar y no, no iba a buscarme un novio de alquiler. Se había acabado; esa mentira tenía que ser la última. Si me pedías eso, te contaría que acabábamos de romper. También mentira, pero la última.

Pensar en ello me ha impedido dormir en toda la noche y he tomado la decisión de confesártelo todo. Pero lo que de verdad me ha hecho decidirme a acabar mi gran mentira es que me contaseis vuestros planes de tener familia numerosa. Por ahí sí que no paso. No estoy dispuesta a buscar novio, casarme y verme rodeada de hijos, con tal de ser más guay que tú. ¡Hasta ahí podíamos llegar!

Y, antes de despedirme, quiero contarte que me acabo de matricular en Psicología y que le daré su tiempo para acabarla. Así que, cuando no soportes a tu prole ni aguantes a tu maridito, busca mi consulta a través de Internet. Será un placer atenderte. Te haré descuento.

Este cuento fue publicado el 10 de julio de 2022 en el Diario de Ávila.