Nadie podrá quitarme lo que he
vivido, ni lo que gocé ni aun, a mi pesar, lo que sufrí. Me veo ahora encerrado
en estas cuatro paredes, sin una ventana que me deje ver el exterior. Sé que es
un castigo, pero también sé que soy un héroe, por más que algunos quieran
negarlo.
Me piden que cuente mi vida, que
escriba una especie de diario, con mi versión de los hechos, pero mi historia
es enrevesada y ni yo mismo la tengo clara. Dicen que no, pero estoy seguro de
que se debe a todas las substancias químicas que meten en mi cuerpo. Que es por
mi bien, dicen, que tengo que enfrentar la realidad… ¡Realidad! Si todo parece
un sueño, ¡qué sabrán ellos lo que es la realidad! No tienen ni idea, no la han
vivido.
Escribiré, tal y como me piden, el
dichoso diario, tal vez eso contribuya a mitigar mi encierro. Me centraré en
los acontecimientos más relevantes, que no solo lo son para mí, sino para
todos, aunque me haya tocado un papel protagonista que yo no busqué.
Esos sucesos son de sobra conocidos
en líneas generales, pues constituyen un antes y un después en la Historia de
la Humanidad. Logramos contener la invasión alienígena. Muchos de mis compañeros dejaron la
vida en el intento y a los que sobrevivimos, en lugar de ponernos medallas, nos
encierran y nos silencian.
Las guerras actuales no son como las
de siglos pasados. Ya no se necesitan soldados fornidos que disparen sus
fusiles o lancen granadas. Se precisan expertos en las tecnologías más
avanzadas, técnicos en programación que tengan habilidades específicas y alto
desarrollo de los reflejos automáticos. Más que músculo, lo que se exige es
cerebro y para ello estamos mejor dotadas las nuevas generaciones. Nos criamos
con pantallas en las manos y somos capaces de hacer volar tanto los drones como
las naves de propulsión magnética, que necesitan de los más rápidos
automatismos para que una batalla se gane.
Me contaban que ya de niño, en la
cuna, mis padres me dejaban el teléfono móvil, para que no llorase. No sabían
lo que estaban haciendo, pero no les culpo, pues eso hizo que mamase esos
brillos y colorines que avivaron mi intelecto y me capacitan para poder
gobernar estas naves tan veloces que nos han dado la victoria final. Cómo, si
no, podría haber manejado los rayos gamma, que generan fenómenos astrofísicos
de alta potencia.
La invasión nos tomó por sorpresa, y
no es que no tuviéramos señales. El gran error fue enviar hace decenios sondas
espaciales con destino a posibles civilizaciones de otras galaxias. Nada
temíamos, pues las distancias siderales nos parecieron insalvables para que
seres mortales pudieran cubrir esos inmensos trayectos. Nada temimos, aunque
debimos hacerlo, pues ignorábamos su tecnología.
Nuestros radares captaron la
respuesta y la alegría invadió a los más ingenuos; «No estamos solos en el
universo», proclamaban. No obstante, el segundo error, según después hemos
sabido, fue crucial, ya que ellos necesitaban que contestáramos para ubicarnos
entre la inmensidad de soles que pueblan la galaxia, pues las sondas que
llevaron nuestro mensaje inicial no probaban más que nuestra existencia, no
nuestra situación.
Su llegada a este sistema solar fue
detectada con años de antelación. Cuando los vimos, surgió la duda: ¿por qué
tantas naves, si solo se trata de establecer contacto? Los telescopios
espaciales visualizaron un potencial armamento que, aun así, negaban los
dirigentes de los países más importantes. Avanzaban en escuadrones, sin
contestar a nuestros requerimientos y ni siquiera esto nos movía a disponer una
defensa.
Gracias al boca a boca, o más bien
al «pantalla a vista» pues pudimos verlos, hubo una conciencia mundial de lo
que ocurría, que presionó a los mandatarios. Por fin actuaron los gobiernos y
crearon la División Galáctica Triple X. Por supuesto que hubieron de nutrirla
de todos aquellos que nos habíamos formado con las pantallas digitales y que
estábamos preparados para que nuestros reflejos pudieran funcionar a la
eléctrica velocidad de las oleadas invasoras.
Inicialmente descendieron en el
centro del continente meridional, menos poblado, al que no creían preparado
para repeler la invasión. ¡Qué equivocados estaban! Allí llevaba una década
funcionando la División Triple X Austral, en su Sección B.
Gracias a la rápida comunicación por
el ciberespacio, a través de las denostadas redes sociales, las noticias
corrieron como los mismísimos rayos gamma. Todo el planeta supo que había
llegado la hora y,
tanto la División Austral como la División Boreal pusimos a punto las
maquinarias más sofisticadas, a cuyos mandos no había barbudos generales, sino
barbilampiños videojugadores adolescentes.
Yo fui siguiendo a distancia, pero
en directo, las evoluciones de la armada de la Sección B Austral; sus rápidas
maniobras destruían toda nave enemiga que se pusiera al alcance. De su
experiencia, vivida como si fuera en primera persona a través de la difusión
instantánea de las redes inteligentes, me serví para poner a punto la nave que,
tarde o temprano, tendría que tripular.
No tardó en llegar la guerra a
nuestras latitudes. La División Boreal Centro, en la que me encontraba
alistado, respondió sin tardanza. Yo había visto las naves invasoras, pero aun
así impresionaban. Su tamaño descomunal en nada las privaba de la rapidez de
movimiento que tanto nos caracterizó a las fuerzas planetarias. Pero esa misma
descomunal diferencia de tamaño supuso una considerable ventaja para nosotros,
pues muchas misiones kamikazes lograban penetrar en las gigantescas aeronaves y
reventarlas desde sus propias tripas.
Me negué a participar en misión
suicida alguna, no por miedo, pues la muerte es algo trivial cuando lo que
persigues es la libertad. Me negué porque sabía que al final venceríamos, como
así ha sucedido, y yo quería participar de la victoria, que es algo de lo que
ahora me arrepiento, viéndome tratado así. Podía haber muerto como un héroe y
sin embargo me veo encarcelado como un criminal.
Ya sabéis cómo eran los monstruos
que tripulaban las naves invasoras, su imagen recorrió todo el planeta desde
los primeros instantes. Tenían aspecto de insectos, como saltamontes de tamaño
gigantesco, llenos de antenas y con unos ojos múltiples del tipo arácnido que
daban pavor. La diferencia era que no tenían exoesqueletos óseos ni
cartilaginosos, sino de una sustancia similar al acero. Bueno, metálico era su
exoesqueleto, que luego tenían tripas y sesos orgánicos y viscosos. ¿Eran entes
biológicos o máquinas? Me temo que nunca llegaremos a saberlo, pues con su
muerte se desintegraban. Y murieron todos. Al principio parecían invencibles,
pero pronto encontramos la solución: no había más que decapitarlos y con los
rayos gamma podíamos hacerlo. Constatamos que esa desconexión cefáleo-corporal
era irreversible y provocaba su muerte.
Nuestros mandos querían hacerse con
algunos de los cuerpos de los invasores, con objeto de estudiar su biología,
pero resultó imposible. En cuanto morían, se pudría todo el organismo,
corroyendo incluso el exoesqueleto metálico, el cual dejaba un resto oxidado
que acababa convirtiéndose en tierra a las pocas horas. Sus componentes
disociados no eran más que oxígeno, azufre, aluminio, hierro, calcio y
magnesio.
La información corría veloz entre
nosotros, los divisionarios galácticos, y nave enemiga derribada, bichos
decapitados. Al instante íbamos contabilizando las victorias. Las derrotas
nuestras eran puntuales y escasas, pues no defendíamos territorio alguno, sino
que nos emboscábamos esperando la ocasión de hacer daño. Y lo hacíamos.
¡Cuánto disfruté destrozando a esos
energúmenos! Mi aeronave era de la Generación W y su manejabilidad,
inmejorable. El lector de retina que tenía en mi casco tanto direccionaba la
nave como disparaba los rayos gamma letales. Podía controlarlo todo con una
rapidez instantánea.
Las naves invasoras, contando las
primeras en llegar y las sucesivas oleadas, no pasaron de veinte mil, cuando
nosotros éramos más de seis millones de combatientes. Eso sí, casi todos
adolescentes o preadolescentes, pues a partir de los veintitantos años se
pierden cualidades.
Nuestra fuerza motriz era magnética,
lo que nos permitía una agilidad que les sorprendió. Teníamos un arrojo suicida
y la tecnología no iba a la zaga de la que hacían gala esas bestias metálicas.
Recuerdo que, en una de esas, éramos
diez divisionarios contra una monstruosa nave nodriza, que estaba en suspensión
sobre el mar continental. Ni nos oyeron ni nos vieron llegar. Los escudos que
nos invisibilizaban fueron un logro tecnológico surgido de la misma guerra,
alcanzado por casualidad. Comprobamos que, emitiendo ondas sonoras en cierta
frecuencia, podíamos acercarnos y comprendimos que éramos indetectables. No nos
veían.
Nos aproximamos sibilinamente a la
nave enemiga, que tenía tipología alargada, situada en posición estacional
vertical, la cual albergaba a cientos de esos monstruosos saltamontes. Cuando
recibieron los primeros impactos no sabían ni a dónde disparar. Extendieron sus
escudos antigravitatorios, pero debido al magnetismo de nuestras ligeras
aeronaves pudimos atravesarlos. Yo iba a la cabeza de la avanzadilla y, con
movimientos oculares, disparaba los rayos gamma que salían a través de los
cañones de luz láser, los cuales los conducían con precisión a su objetivo.
Abrimos un hueco en la estructura del gigantesco vehículo espacial y nos
dedicamos a perseguir en su interior a los malditos saltamontes metálicos;
zumba, zumba, zumba, hasta que acertábamos a decapitarlos.
Luego, nuestra aeronave suicida, que
estaba tripulada por el kamikaze de turno, penetró hasta su centro nuclear,
descendiendo sobre las barras de uranio, para hacerlas fisionar. Dando tiempo,
eso sí, a que el resto de los divisionarios abandonáramos el lugar.
Poco a poco, fuimos mermando sus
fuerzas. Las veinte mil explosiones nucleares que destruyeron sus naves, poco
material de estudio dejaron a nuestros científicos, a no ser una atmósfera
contaminada de radiactividad, que nos tiene a todos los supervivientes del
planeta químicamente alterados. Ciertamente es mi caso, y seguro que en gran
medida es responsable de las alteraciones mentales y de memoria que sufro.
No tengo nada más que contar, pues
mi vida privada ha sido intrascendente, por mi dedicación plena a la guerra
interestelar durante los últimos años, de la que he querido dar una pincelada
en estas líneas. Nada más quiero añadir, pero sí deseo terminar con un ruego:
tened piedad, liberadme; me resulta muy difícil vivir en este aislamiento,
apartado de todo, sin redes sociales, sin calmar mi impulsividad con
videojuegos, sin una pantalla que me devuelva a la vida.
*********
—Buenas tardes, siéntense los dos,
por favor. Y no me miren de esa forma tan severa, hay que darle tiempo.
—¿Podemos albergar esperanzas,
doctor?
—Ya sabe lo que se dice, que la
esperanza es lo último que se pierde. La situación, no me voy a andar con paños
calientes, es grave. Tal vez, si lo hubiéramos cogido antes, tendría más fácil
solución. De todas formas, nada es irremediable. Al menos ahora está
controlado.
—Ya, es que no fuimos conscientes de
lo que ocurría, si no…
—No llores, Carmen. Está controlado,
dice el doctor. Escucha lo que tiene que contarnos.
—¿Leyeron el diario que ha escrito?
—Entero, de pe a pa. Solo contiene
desvaríos. No sé cómo hemos podido estar tan ciegos. Yo pensé que solo era un
entretenimiento.
—¡Que no llores, Carmen! Así no
vamos a solucionar nada. Está medicado, saldrá adelante.
—Pantallas, ¡malditas pantallas!
—Así es. Esta generación nació entre
pantallas y vive en un mundo paralelo; para ellos la realidad es otra. Haremos
lo posible para que su hijo pueda conectar de nuevo con el ambiente que le
rodea, después de someterle a un severo aislamiento. El mundo ha cambiado de
una forma tan vertiginosa que a los más mayores nos cuesta comprender. Primero
fueron los Tamagotchi, seres
inexistentes a los que había que cuidar como si fuesen mascotas. Más tarde vino
la evolución de los videojuegos de simulación, como los Sims, que presentaban realidades alternativas, o las vivencias
intensivas de guerras, batallas intergalácticas o simples deportes. No mataban
a nadie ni daban patadas a una pelota, sino que lo hacían de forma virtual.
Recientemente está lo que llaman realidad aumentada, que nos hace interactuar
con seres y cosas que no existen. O las pretensiones de introducirnos a todos
en el Metaverso, donde se vive otra
vida, desconectada de la real, en la que se puede asistir a un concierto sin
levantarse de la cama. Pero, tranquila, su caso es más común de lo que se
imagina y su marido tiene razón, está en proceso de curarse. Ahora le tocará
librar una batalla contra sí mismo, que no será interestelar, sino más
prosaica.
[Relato publicado en el Diario de Ávila el 13 de agosto de 2023]