El abuelo era consciente —y le
pesaba— de que no debía comprar chuches al nieto, pero era incapaz de cumplir
las instrucciones —¿caprichosas?— de su hija. ¿Qué mal hacía con ello? A su
nieto se le iluminaban los ojos cuando se dirigían al kiosco y, total, le
visitaba en el pueblo solo de vez en cuando. Desde el verano no lo había visto
y estaban a principios de diciembre; en dos días volvería a la ciudad.
—No le tienes que decir nada a tu
madre, ¿de acuerdo?
—Que sí, abue, que no le diré nada.
¡Qué contento iba el niño de la mano
del abuelo, saliendo de la tienda con una bolsa de chuches en la otra mano!
—Vamos a aquel banco y te las comes
allí —le requirió el abuelo. La madre del niño no estaba en el pueblo, pero
vendría a por él tras el puente de la Constitución y no se fiaba de que la
abuela mantuviera también el secreto.
—Abue,
este año pasaré la noche de Reyes en tu casa y tengo miedo.
—No me ha dicho nada tu madre.
—Pues ya te lo dirá mañana, cuando
venga a por mí. Es que papá y mamá tienen guardia esa noche en el hospital, los
dos. Dicen que hay que pagar la hipoteca y no sé qué más.
—Pues yo estoy contento de que pases
una noche mágica como esa en el pueblo, ¿por qué tienes tú miedo?
—Por qué va a ser. ¿Y si los Reyes
no saben venir hasta aquí?
—¿Cómo no van a saber venir? A ver
si te crees que en el pueblo no hay niños. Bueno, hay pocos, pero los hay.
—Pero los Reyes no saben que yo voy
a estar aquí, cuando pasen por mi casa y no me vean, se marcharán.
—¡Qué cosas tienes! ¿Has escrito ya
la carta a los Reyes?
—No, aún no.
—Pues ya está. Cuando la escribas,
les adviertes que este año se tienen que pasar por la casa de tus abuelos en el
pueblo. Les das las señas e incluso el código postal. No hay problema. Los
Reyes son mágicos y pueden ir a todos los sitios.
—Pues una amiga mía del cole dice
que los Reyes no existen, que los Reyes son los padres.
—¿Y tú la crees?
—Pues yo no sé…
—No hagas caso a esas tonterías. A
ver, tú mismo los has visto en las cabalgatas todos los años y, además, los
regalos son caros y los padres no podrían pagarlos, necesitan el dinero para la
comida y los vestidos. Y para pagar la hipoteca, me lo acabas de decir.
—Sí, yo los he visto en las
cabalgatas, pero ¿y si son de mentira?
—¿Mentira? ¿Te das cuenta de lo que
dices? Es imposible que todo el mundo, los padres, los abuelos, los maestros,
la tele, la radio, los centros comerciales, todos, se pongan de acuerdo para
engañar a los niños año tras año. No puede ser, no se va a confabular todo un
país con el solo propósito de engañar a los niños. ¡Anda que no son serios los
adultos como para hacer algo así! No hagas caso a tu amiga.
—Te voy a contar un secreto. Este
año estoy dispuesto a salir de dudas. Como voy a estar en tu casa, podrás
ayudarme.
—¿Qué has tramado, mangurrián?
—Quiero preparar una trampa a los
Reyes Magos, para que caigan en ella y así poder demostrar a mi amiga que
existen. Otros años he intentado quedarme despierto y verlos con mis propios
ojos, pero no lo he conseguido, siempre me duermo. Y ellos parece que lo saben,
nunca vienen antes de que yo esté dormido del todo.
—Sí, es lo que tiene el sueño, que
da sueño.
—No te rías, abue. Este año no me voy a quedar despierto, lo que voy a hacer,
con tu ayuda, porfa, es echar mucho aceite en el suelo, cerca del árbol de
navidad, donde deje mis zapatos. Alguno de ellos resbalará y, cuando se caiga,
del jaleo que se arme, me despertaré.
—No puedes hacer eso —el abuelo
hablaba tapándose la boca, para disimular la risa—, como se entere la abuela de
que le llenas el suelo de aceite se va a enfadar de verdad.
—Pues ayúdame tú, concho. Echamos
harina, si no. No se caerán, pero los camellos dejarán marcadas sus patas. O
les ponemos un cubo de agua encima de la puerta, para que les caiga encima. Por
el agua no se enfadará tanto la abue,
¿no?
—No puede ser. Olvídalo, gañán. Si
tú te duermes, yo me quedaré despierto, vigilando y te contaré que los he
visto.
—Eso no me vale, tengo que verlos
yo. ¿Cómo le voy a contar a mi amiga que los he visto si es mentira?
—Anda, anda, acábate las chuches y
olvida esas ideas. ¡Qué generación esta! ¡Y qué cosas se os ocurren!
—Está bien, si no me quieres ayudar,
lo haré yo solo. Este año, sí o sí, tengo que ver a los Reyes con mis propios
ojos.
Viendo la obcecación de su nieto, al
abuelo se le ocurrió una idea que pasó a exponer al niño. Colocarían una cámara
oculta, y un sensor de movimiento, para grabar a los Reyes sin que se dieran
cuenta. Le haría la instalación un vecino, que es informático, y luego podría
llevar esa prueba a su amiga en un pincho para que la viera. ¿Qué mejor cosa,
que su amiga viera con sus propios ojos a los mismísimos Reyes Magos? El niño
aceptó entusiasmado.
El abuelo había pensado en las
habilidades de la abuela con la costura y en que había tiempo de sobra para que
hiciera unos trajes a sus tres compañeros de mus. Dos de ellos con barbas
pobladas darían el pego y al otro tendrían que pintarle la cara con betún. Como
sería arriesgado hacerlo la noche de Reyes, lo deberían grabar unos días antes,
cuando el niño no estuviera en el pueblo.
Ambos, niño y abuelo, sonrieron para
sus adentros —y sus afueras—, aunque por razones diferentes.
******
La noche de Reyes es algo
incomprensible para el que no la ha vivido. No se pueden describir las
sensaciones que embargan tanto a los niños como a los adultos. Se les puede
poner nombre, pero aun así hay que meterse en la piel de los protagonistas y
vivirlas. La piel de los niños y niñas. Ansiedad, alegría, esperanza, nervios,
congoja, felicidad, magia…
El niño, que esa noche durmió en
casa de sus abuelos en el pueblo, se despertó a una hora indeterminada de la
noche. No controlaba aún su vida con relojes y no recurrió a ninguno para saber
si quedaba mucho tiempo para que amaneciera. Solo era consciente de que había
dormido, que estaba despejado y era posible que los Reyes no hubiesen pasado
por la casa. Se imaginó que primero irían por las ciudades, donde hay muchos
más niños, y acabarían recorriendo los pueblos para dejar los últimos regalos
antes de que cantara el gallo. Él no había escuchado cantar a ningún gallo en
casa de sus abuelos, pero el abue le
decía que es entonces cuando amanece.
Se levantó de la cama tirando la
ropa hacia atrás. Era la habitación en la que se quedaba con sus padres cuando
iban al pueblo, pero esa noche estaba solo. Se puso unos calcetines para ir
descalzo y no hacer ruido; lo había planificado todo, aunque no sabía si sería
capaz de despertarse en plena noche. Abrió el armario y sacó la bolsa en la que
su madre le había metido la ropa para dos días; básicamente una muda y unos
pantalones nuevos, y una camiseta, por si se manchaba lo que llevaba puesto.
Descubrió que debajo de su bolsa había unas cajas, las abrió y encontró en
ellas trastos sin interés, algunas cosas del abuelo, radios viejas,
despertadores y, entre unos trapos, una copa de cristal muy bonita. Pensó que
debía explorar a fondo ese armario, por si había algún tesoro, aunque habría de
dejarlo para otro momento.
Abrió la bolsa de su ropa y debajo
de las prendas metió la mano para extraer una linterna grande. Se la había
«quitado» a su padre, que la guardaba en un armario para una emergencia. Era de
forma alargada, como un bastón y tenía, además de una luz potente al final,
unos indicativos intermitentes en los laterales. La encendió y comprobó que
funcionaba. Las pilas estaban cargadas, menos mal, porque no había pensado en
eso.
Él se fiaba de la cámara que el
abuelo había dejado en el salón, donde estaban el árbol de navidad y sus
zapatos. El abuelo nunca le engañaba, pero necesitaba verlo con sus propios ojos. A
su amiga le llevaría la grabación y quería decirle que él mismo había visto a
los tres Reyes Magos en persona. Temió no poder despertar a tiempo, pero ahí
estaba, en pie.
Con mucho sigilo abrió la puerta de
su habitación enfocando con la linterna al suelo, para no tropezar y para que
su reflejo no llegase a la habitación de los abuelos, que estaba al final del
pasillo. Su intención era esconderse detrás del sillón y esperar a los Reyes,
sin dejarse ver. Aguardaría con la linterna apagada para así no descubrirse.
Bajó las escaleras, paso a paso,
escuchando algún sonido leve que provenía de la calle. Su excitación hacía que
le bombease fuerte el corazón, casi podía oírlo. Las escaleras desembocaban en
un distribuidor que daba acceso a la cocina, a un baño, a una sala de trastos y
al salón. Abrió la puerta de esta última estancia, que estaba cerrada, con
cuidado de que no sonase, apretando el manillar con extremo sigilo. Un leve
chirrido le alertó, aunque supuso que ese ruido no llegaría al piso superior.
El amplio espacio estaba oscuro, pero no quiso encender la luz, iluminó la
habitación con la gran linterna. Quedó alucinado y, en cierto modo, defraudado.
Ya estaban los regalos al lado del árbol.
Los Reyes habían pasado por casa de
los abuelos y se tendría que conformar con ver el vídeo. Luego pensó que el
sensor que había colocado el abuelo haría que él también quedase grabado en el
vídeo, pero eso ya no importaba. Lo que sí que hizo fue aguantarse las ganas de
abrir las cajas, tendría que esperar a la mañana para hacerlo. Los abuelos tal
vez se enfadasen al comprobar que había bajado en plena noche, pero no podía
darles el disgusto de quedar grabado abriendo las cajas, que estaban envueltas
en coloridos papeles de regalo, los cuales harían un ruido estruendoso si se
ocupara de romperlos.
Cuando se marchaba, algo llamó su
atención. Iluminó una a una las cajas que había al lado del árbol y descubrió
que eran cuatro. Sí, solo cuatro. No podía ser. Él pidió cuatro regalos en la
carta a los Reyes Magos y nunca le habían decepcionado, siempre le trajeron
todo, pidiera lo que pidiera. Entendía así que, si las cuatro cajas eran para
él, los Reyes se olvidaron de los abuelos. A no ser que a él solo le hubieran
traído dos regalos.
Con ese pesar desanduvo el camino en
dirección a la cama. El día siguiente no iba a ser tan feliz como los de los
años anteriores.
******
El día de Reyes, cuando le despierta
la abuela, el entusiasmo se apodera de él. Los tres planearon bajar juntos a
ver los regalos antes de desayunar, incluso antes de pasar por el baño. El niño
baja trotando los escalones con las advertencias de cuidado de su abuela. Allí
espera el abuelo, con la puerta del salón cerrada, para entrar los tres a la
vez.
Con la luz del día los regalos
resplandecen como objetos mágicos, pero la sorpresa para todos es grande al ver
que, en lugar de cuatro cajas, hay seis. Dos de ellas envueltas en papel de
periódico.
Entonces, el abuelo le dirige una
mirada cómplice a la abuela. Luego le dice a su nieto que corra a abrir las
cajas; pero el niño, antes de abrir los regalos, quiere ver el vídeo, desea ver
a los Reyes primero, está impaciente. Así que, el abuelo enciende el ordenador,
que había dejado sobre la mesa enfocando con su cámara al árbol de navidad y
pone el vídeo.
La expectación del niño ante la
magia de la Navidad es suprema, ahí estaba grabada la prueba de que los Reyes
Magos son magos, pero también son personas en carne y hueso. Los tres miran
ensimismados: el abuelo sentado en una silla, delante del ordenador, y los
otros dos, cada uno asomando la cabeza por uno de sus hombros, y ven a tres
personajes vestidos con trajes brillantes y coronas. Son iguales a los de las
cabalgatas, no cabe duda alguna. Si acaso con las barbas menos ostentosas, pero
son ellos: los tres Reyes Magos. Se dirigen al árbol y colocan cuatro cajas.
Solo cuatro. Luego se toman cada uno una copita de anís y una pasta cubierta de
azúcar, que les han dejado en una mesita. Uno de ellos dice algo que no se
entiende bien: «Calentemos las tripas, que nos espera la parienta». Luego se
marchan de forma sigilosa, pero otro de ellos tropieza con una silla y se queja: «¡Leches!».
Los abuelos y el niño se miran con
una franca sonrisa. Entonces, el niño, muy serio, les dice a los abuelos que en
el video se ve que los Reyes solo han dejado cuatro cajas, pero que no se
sorprendan porque haya seis. Les explica que los Reyes además de generosos son
magos y la magia lo puede todo, como multiplicar los regalos. Si no, no podrían
recorrer en una sola noche las casas de todas las personas del mundo. Esto
tranquiliza al abuelo, ya que así no necesita explicar él nada. Ya le
agradecerá el detalle a la abuela cuando estén a solas.
El niño aparta las cajas que están
envueltas con papel de regalo y deja las dos envueltas con papel de periódico
al lado de los abuelos. Son exactamente iguales y en una pone con letras
mayúsculas «ABUELA» y en la otra «ABUELO». Estos, llenos de curiosidad, abren
su caja cada uno. La abuela saca una copa de cristal labrada, muy bonita, y le
dice al abuelo: «Mira, como la copa que nos regalaron en nuestra boda y se me
perdió». El abuelo recuerda que esa copa la escondió él, porque no le gustaba,
ya que se la había regalado un antiguo novio de la abuela. No comprende cómo
puede estar ahí. Cree entenderlo, al pensarlo un poco, pues no puede haber otra
explicación: la abuela la ha descubierto en el armario donde la tenía escondida
y la ha sacado como reproche hacia él. Sonríe para disimular, pues se siente
culpable.
Entonces el abuelo abre su caja y la
sorpresa es aún mayor, dentro hay una linterna de tamaño grande. ¿Cómo podía
haberse enterado su mujer de que necesitaba una linterna nueva, si no se lo
había comentado? Ahora sí que no entendía nada.
© Cristóbal Medina
Este cuento de Navidad fue publicado en el Diario de Ávila el 3 de enero de 2024