(Esto es un relato, pura ficción.
Cualquier parecido con la circunstancias que nos rodean es simple coincidencia)
Aquella tarde lo vi por primera vez en el microscopio electrónico. Era
bellísimo. Esférico y envuelto en un anillo de estructuras redondeadas que le
daban forma de corona. Si alguien puede sentirse orgulloso de la criatura que
ha creado, aunque sea algo monstruoso, es un científico. Y lo haría igual aún
en caso de que no fuese tan bella, simplemente por haber finalizado un largo
proceso de estudio, ensayo, prueba y error.
Enseguida me advertiste:
—Me he enterado de que los tipos que estaban ayer con los directivos pertenecen
a los servicios secretos.
—¿Y? —fue mi réplica. Te respondí con una pregunta absurda, porque de
sobra sabía lo que eso significaba.
—¿Que qué pintan en un laboratorio unos agentes de la Inteligencia?
—Eso no es cosa nuestra. Somos científicos, realizamos nuestro trabajo,
que ellos hagan el suyo y los directivos el que les corresponda.
—Pero no pueden querer nada bueno. Lo que estamos desarrollando es
potencialmente peligroso, podría utilizarse como arma biológica.
Me lo dijiste muy claro y no quise creerte. Más tarde añadieron al
equipo un par de científicos, que venían de laboratorios militares y que nada
pintaban con nosotros. Tu insistencia fue vana. Querías que hiciéramos fracasar
el experimento para destruir la cepa, como si hubiese sido inviable. Me pusiste
en un dilema, pretendías destruir varios años de trabajo y acabar con mi
criatura, que entonces no tenía nombre. Pensé en denunciarte a los directivos. Sabía
que, si no te denunciaba, tú mismo la destruirías, a espaldas mías. Sabía que
si te denunciaba te harían desaparecer a ti, en un accidente. No eran más que
bulos, pero todo el mundo decía que esas cosas ocurrían.
Y ahora sé que estas flores que te traigo hoy, cuatro años después, a
tu tumba, no me eximen de culpa, pero ya es lo único que puedo hacer para
mitigar mis lágrimas, que se derraman cada vez que pongo las noticias.
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