Hay una palabra muy breve que es respetada y admirada por doquier: fe.
Parece que en sí encierra un denso contenido que da respuesta y sentido al ser
humano y que por sí sola resume todas sus aspiraciones.
Nada más lejos de la verdad. Pero, ¿qué es la verdad? Esta sí que es
una palabra importante, aunque la dejaré para otro día… Tal vez.
La fe es un acto volitivo. Depende de la voluntad, sí. Simple y llanamente
la fe es la creencia en algo que no es demostrable, que no es segura su
veracidad. Creemos, o tenemos fe, en aquello en lo que queremos creer, y lo
queremos creer por las razones más peregrinas.
El miedo a lo desconocido, el buscarle sentido a la vida, la respuesta
a los grandes interrogantes, la búsqueda de la transcendencia… Todo eso nos
hace caer en el desamparo, y el desamparo nos lleva al miedo, a la
inseguridad, al pánico, al caos. Por ello, cuando no tenemos respuestas propias, nos
conformamos con observar a los demás y fiarnos de sus seguridades. Al menos de
lo que creemos que son seguridades, puesto que ellos pueden a su vez estarse
fiando de las supuestas seguridades de otros.
Los demás nos explican que tal o cual dios existe, que hay
transcendencia a esta vida, que en el más allá seremos plenamente felices. Nos
situamos, pues, en una disyuntiva, el
vacío propio o la seguridad ajena. En ese momento decidimos creer.
Voluntariamente aceptamos unas verdades que nos ofrecen a través de unos dogmas
de fe y así podremos dejar resueltos nuestros problemas morales, para pasar
esta vida lo mejor posible, ocupándonos tan solo de vivir. Luego, ¡qué
casualidad!, se da la circunstancia de que la gran mayoría de las personas
acepta la fe de los que le rodean, de su región o de su país. No se paran a
analizar y elegir lo que les parezca más verosímil. ¿Para qué, si la fe es
absurdamente arbitraria?
Fiamos nuestra vida a la seguridad de la fe. Esa que hemos aceptado sin
ninguna prueba. Eso sí, habremos de tragar ruedas de molino, como que una
virgen dio a luz a un dios de carne y hueso sin dejar de ser virgen, que es
necesario cubrirse el pelo con un pañuelo cuando una mujer llega a la pubertad para
no ofender a otro dios, que hay que realizar sacrificios de animales, o
humanos, para que el mundo siga girando, que las mujeres son indignas del
sacerdocio, que hay que circuncidar a los niños porque eso hemos pactado con un
dios al que estas pequeñeces le importan mucho, que tocarse la picha ofende al
señor…
Pero bueno, todo ello es voluntario, y bien valga por lo prometido, o
por no ser castigados. Seamos creyentes. Ya se asegurarán, quienes viven de
nuestra fe, de que nos enteremos de que si no les hacemos caso pasaremos la
eternidad entre terribles sufrimientos, cuando no sea que desaparezcamos del
todo llegando a la nada.
Luego hay varios grados. Desde el que tiene fe, pero poca, solo la
necesaria para mantener la conciencia tranquila y luego se pasa los dogmas por
el forro de lo que le interesa, y aquellos que se leen la letra sagrada al pie
de esa misma letra con todos sus puntos, sus comas y sus simbolismos y están
dispuesto a llevarlo a sus últimas consecuencias. Matando, torturando,
esclavizando o simplemente humillando, para defender a ese dios omnipotente que
no sabe defenderse por sí mismo.
En cualquier caso, desde la simple tranquilización de la conciencia,
hasta la más violenta de las intransigencias, la fe es una maldita palabra que
ha lastrado la paz y la verdad, condenando al género humano a vivir por y para
la guerra.
“¿Si me quitas la fe, que me ofreces a cambio?”. Puedes preguntarme,
sin sonrojarte, lector. Nada te doy, majete, pues no tengo respuestas; medita tú
y tranquiliza tu conciencia como bien puedas. Pero ya que te he sembrado la
duda, eso espero, te diré la palabra que me está valiendo a mí, y que es un
poco más larga, pero infinitamente más hermosa: esperanza.
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