lunes, 30 de agosto de 2021

Golosinas y tebeos

A edades tempranas, uno no tiene una idea certera de las dimensiones del mundo. Cuando yo contaba con unos ocho años, mi barrio, El Teso en Ávila, era todo mi universo. Sabía que más allá había más ciudad, incluso que, tras las montañas azules que divisaba, existían extensiones ignotas de paisaje; pero no sería hasta más tarde que llegué a comprender que ese mapa físico era real. El mundo entero era mi familia, la calle donde vivía y los compañeros del colegio.

Entonces los niños teníamos una libertad ahora inimaginable, hablamos de finales de los años sesenta del siglo veinte. Salíamos solos a la calle, íbamos solos al colegio, y nos pasábamos la tarde a la intemperie. Si acaso a la distancia de escuchar el grito de nuestras madres que, asomadas a la ventana, podían requerirnos para ir a la tienda a comprar vino —por ejemplo— o nos reclamaban para subir a cenar.

Yo tomé mi Primera Comunión en 1969 y un tiempo antes y otro después acudía religiosamente —como no podía ser de otra forma— a misa. E iba solo. Es decir, con mis hermanos, más pequeños que yo, y algún vecino de mi edad. La iglesia de La Santa nos pillaba más cerca que nuestra parroquia de Santiago, tan solo teníamos que subir una cuesta, entrar por una puerta de las murallas y allí buscábamos los primeros bancos de la iglesia. Al terminar la misa, nos íbamos, entre cuatro y seis chiquillos, a gastar en golosinas nuestra propina. Yo llevaba 3 pesetas en el bolsillo. Nos acercábamos hasta el Mercado Chico y, si quisiéramos, podríamos recorrer solos toda la ciudad. Cosa que también hacíamos para explorar otros barrios.

A la entrada del Chico, a los pies de la iglesia de San Juan, había un portal en una esquina, siempre abierto: era un kiosco de prensa y golosinas. Ahí entrábamos y, por turnos, encargábamos al paciente tendero nuestros caprichos golosos. Pipas, caramelos, chicles, regalices, etcétera.

En una de esas, me llamaron la atención unas revistas muy coloridas, que parecían interesantes. Lo más asombroso era que tenían un cartel anunciando que se vendían a 3 pesetas, en lugar de a 5, que era el precio impreso en la portada, ya que se trataba de ejemplares atrasados de la semana anterior. Eran tebeos. Me tentaron y, al llegar mi turno, tomé uno y lo pagué.

Mi arrepentimiento fue inmediato. Me había gastado toda la propina en una sola cosa, un tebeo y privaba a mi boca infantil de un surtido de golosinas. Con cierto aire de disgusto por mi parte, nos llegamos al Mercado Grande, donde había más kioscos, en carretillas con ruedas, que se colocaban entre los soportales. Ya no me quedaban unos míseros céntimos para unos caramelos.

Concluida la expedición, bajamos por el paseo del Rastro hasta el Teso y, al llegar a casa, ni siquiera pude leer mi tebeo, ya que era la hora de comer. Lo dejé sobre una silla, sin ganas de abrirlo. Me había equivocado, pero estaba aprendiendo. No volvería a suceder.

Por la tarde, lo abrí, lo ojeé y, con mi lectura rudimentaria, me metí en sus páginas sin naufragar. Aluciné. Era divertido, estaba lleno de historias cómicas y algunas aventuras. Era un mundo abierto a mis ojos. Era otro mundo. No me había equivocado.

Recuerdo que aquel era un DIN DAN y mi primer personaje emblemático, el que más me hizo disfrutar, fue Rompetechos, pero vinieron muchos más. 

A partir de ese domingo, todos los siguientes compré otro tebeo sin dudarlo. Era el número siguiente al anterior y algunas aventuras continuaban. Aquello se convirtió en una pasión que desde entonces nunca me ha abandonado: Tío Vivo, Jaimito y más tarde Mortadelo, Tótem, El Víbora y el mundo inabarcable de la novela gráfica, que llena mi librería a día de hoy.

Sigo leyendo narrativa gráfica y he dedicado muchas horas de mi vida a estudiar y meditar sobre su lenguaje y su historia. Esto no ha mermado mi afición por la lectura de libros de texto, novelas, poesía, ensayos. Al contrario, aquí estoy queriendo ser novelista. Lo que sí creo es que me ha evitado caries y, tal vez por ello, conservo una dentadura en estado envidiable a mi edad. Tal vez sea cuestión de genética. O, quién sabe, de mi temprana elección, despreciando las golosinas.

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