Hoy, que ya no escuchas, te digo aquello que nunca te dije. Porque yo
era joven, porque era inexperto, pero sobre todo porque era tímido y quería
pasar desapercibido, que nadie supiera de mi existencia, que nadie reparase en
mí, para que nadie pudiera dañarme.
Tú me abriste los ojos y me hiciste saber que existen pensamientos
elevados, que las palabras son instrumentos de gentes sabias que las combinan y
pueden crear belleza con ellas, recrear historias que nos hablen de nosotros los
lectores, dignificar un idioma, despertar corazones.
Te fuiste hace dos años, pero no te has ido, porque estás en el
recuerdo.
Te conocí durante cuatro cursos, que pasé bolígrafo en mano tomando
notas, como en la universidad, nos decías. “Debéis empezar a entrenaros, porque
luego no tendréis libros de texto, tan sólo un profesor y su sabiduría”. Y tú
de esta estabas sobrado.
En los primeros tiempos nos pediste que escribiéramos un poema: “¡Oh,
Morfeo, que sueñas nuestras vidas…!” Leíste en alto, esto o algo parecido, haciendo
hincapié en que no revelarías al autor, para no avergonzarle. Pero me avergoncé
de que tú sí supieras que era yo. Entonces no comprendía, pensaba que eso era
poesía, sólo palabras grandilocuentes y sonantes, que hablaran de mitología.
Aún así alabaste la cultura del impúber osado que tal escribiera, sin saber que
yo conocía al dios mitológico por los chascarrillos de los tebeos.
Metido en mi invisibilidad, escuché con los ojos y vi con los
oídos a partir de entonces, pues quise aprender de quien tanto sabía y me
enamoré de la literatura, un amor platónico que aún mantengo, aún sin saber
durante mucho tiempo que quería ser escritor. No, yo quería ser dibujante o
pintor. Los tumbos de la vida, y mis pocas facultades plásticas, me han hecho escritor. Sí, ya lo dije una vez,
soy escritor porque escribo.
Te confieso una cosa que nunca supiste, yo me iba a la “Casa de la
Cultura”, tomaba tu “Tierra de conejos” y la copiaba a bolígrafo en cuartillas,
verso a verso, para poder llevarme tu libro a mi casa y tenerlo siempre. Esas
letras impresas eran de un escritor al que yo escuchaba todos los días. Yo era
un privilegiado.
Recuerdo cómo algunos días nos leías en voz alta, impostando la voz de
los personajes, variados pasajes de lo mejor de la literatura castellana. Era
un deleite y la mejor iniciación a la lectura que puede tener cualquier
persona.
Cuatro años empapándome de tu sabiduría, en un BUP de letras puras y en
un COU con Griego y Latín, me hicieron menos ignorante. ¿Pero tú te diste
cuenta de que yo estaba en tus clases? Supongo que sí, según una segunda anécdota
elegida de los tiempos postreros para compensar la otra de los inicios. Nos
habías encomendado el día anterior un comentario de textos y pediste, alumno
tras alumno y alumna tras alumna, en el Dioce ya había chicas en las clases de COU, que expusiéramos nuestro trabajo. Uno tras otro, demostraron su
ignorancia, o el hecho evidente de que no habían trabajado en casa. “Venga,
hazlo tú y acabemos. Lúcete ante estos patanes”. Fue un halago, ya sabías que
yo existía y además confiabas en que era de los buenos. Me emocioné y me
enorgullecí, pero yo tampoco lo había preparado, la verdad es que no me enteré
de que teníamos que trabajar ese texto: ¡Qué narices estaría pensando! Así que
improvisé, fiándome de mis conocimientos. Quedé tan mal como el resto y tú
volviste a decepcionarte por unos pupilos tan ineptos. ¡Qué juventud! ¡Qué
futuro le espera al país!
Pero luego las notas sí que me valoraban. Yo era de los buenos, a pesar
de todo…
Hasta hace poco más de cinco años
no se me había ocurrido convertirme en escritor. Siempre he sabido que se me
daba bien la expresión escrita, pero no me había planteado que pudiera escribir
algo que interesara a los demás.
En mis
estudios de bachillerato tuve un maestro excepcional que me despertó el interés
por la literatura. Se trata de Jacinto Herrero Esteban que falleció justo hace
dos años, el 19 de diciembre de 2011, y era un excelente poeta que aún no ha
sido reconocido con el mérito que tiene. Su erudición y su amor a la literatura
encandilaban, siendo sus explicaciones auténticas clases magistrales que bien
podían haberse impartido en una facultad universitaria. No sólo hablaba de los autores
más prestigiosos, a los que conocía en persona, como Dámaso Alonso, Jiménez
Lozano o Ernesto Cardenal, sino que él mismo tenía libros publicados, lo cual
deslumbraba a unos adolescentes de una pequeñísima capital de provincias.
Hay que
valorar y poner en su justa medida la importancia de un buen maestro, que es el
que sabe motivar a los alumnos y les abre los ojos al mundo fascinante de la
literatura. Recuerdo que él siempre prestigiaba la palabra “maestro” como la
más hermosa, y superior a la de “profesor” que por entonces se imponía
sobre la otra, al estar en plena implantación el plan nuevo educativo que trajo la E.G.B.,
el B.U.P. y el C.O.U.
Además
de su erudición literaria nos facilitó un arma poderosísima para entender la
literatura como es el comentario de
textos. Nos enseñó a manejarlo y con él a entender a los autores y a lo que
querían decir. Sus análisis eran profundos y brillantes y nos hacían ver lo
que superficialmente no se veía. La
técnica de comentarios de textos que nos enseñó me ha servido el resto de mi
período de estudios y de lecturas.
Con él leí lo más importante de la literatura clásica
castellana, fundando la base para entender la literatura contemporánea. A
partir de entonces mis lecturas han sido anárquicas, pero de vez en cuando he
vuelto a los clásicos y a completar las lecturas que me faltaban y que me hacen
comprender que nunca llegaré a tener el amplio conocimiento que él tuvo.
¿He dicho que era cura? Es igual,
no importa, no se le notaba.
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