La polémica se tornó agria. Había comenzado como una simple
discusión sobre el tema de comer caracoles, donde unos mantenían que era algo
asqueroso y otros que se trataba de degustar un auténtico manjar.
Después saltaron
de la cuestión culinaria a la moral. En el bando partidario de comer caracoles,
que era el menos numeroso, se argumentó que la Naturaleza se fundamentaba en la
depredación pura y dura, y contra eso no se podía luchar. Los seres debían
alimentarse unos de otros o se rompía la cadena trófica, con la destrucción del
ecosistema que nos sustenta a todos. Así los carnívoros devoran a los
herbívoros, estos pastan hierba, que no deja de ser un ser vivo, y todos son engullidos por los insectos, cuando mueren por vejez o violencia. Lo que
no participa de la ética es hacer sufrir a nadie, sea quien sea en el mundo animal; pero,
si no se le da una muerte cruel ni sádica, con el cuerpo de un muerto se puede hacer cualquier cosa, pues un cadáver no es más que un despojo, materia inerte.
Es indiferente que se convierta en polvo, en ceniza o en alimento. Es más, si
sirve para alimentar y así dar placer a un ser vivo, moralmente es más
plausible que si desaparece degenerado en ceniza.
Sin embargo en el bando partidario de no
comer caracoles, uno de los presentes levantó el cuerpo, elevando su concha, estiró los cuernos
y afirmó que, por mucho que argumentaran, el canibalismo era inmoral. Y punto.
El resto de caracoles hubieron de darle la razón y concluyó la polémica.
Ilustración de Julio Veredas Batlle |
Como todo buen relato, cuando el final es inesperado y original gana muchos puntos.
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