Hoy por primera vez, después de un montón de semanas, he
podido salir de paseo y pisar la calle de forma relajada. Es primavera y me
parece que estoy descubriendo un mundo virgen, tras abandonar el oscuro
encierro al que nos obligó la maldita pandemia.
Jamás pensé que pudiera ocurrirnos algo así. Parece una
película de ciencia ficción. Hemos estado encerrados en casa sin poder salir a
la calle, sin trabajar, sin ver a nuestros familiares y amigos. Careciendo de
libertad. Ocupados tan solo con aquello que teníamos a mano, como la tele y las
redes sociales. Menos mal que también los libros. Y nada más.
Recuerdo que cuando era niño y estaba abriendo mis entendederas al mundo, conocí que había habido
guerras en todas las épocas históricas. Me asusté mucho y me he pasado la vida
deseando que se me pasara la vida en paz. Sin guerras ni catástrofes. Casi lo
consigo, pues acabo de jubilarme y mi existencia no se ha visto abocada a
ninguna penuria, por mucho que algunas nos hayan rozado. Y ahora viene
esto: el encierro y el miedo a la crisis económica.
A pesar de todo no puedo quejarme, pues mi salud es buena. Vivo solo y me levanto tarde. Realizo las tareas del hogar, tomo unas larguísimas siestas,
leo, corro por el pasillo y veo televisión en exceso, además de estar pendiente
de las redes sociales en el móvil. Mi lujo es bajar, de prisa y con miedo, a la
tienda de la esquina a comprar el pan a diario. De vez en cuando traigo
yogures, verduras, frutas, carne y algún capricho que otro, como palmeras de
chocolate y cervezas.
Cuando llevo un rato cansado de no cansarme, me veo impelido
a ponerme en pie y a deambular por la casa. Suelo acercarme a la terraza de la
cocina, donde tengo un caracol en una caja cerrada con una malla y le saludo.
Me siento como Robinson Crusoe cuando le hablaba a Viernes, un indígena que no
le entendía. Le cuento a mi caracol, en voz alta, aquello que me preocupa y,
con la confianza puesta en que me escucha, he llegado a contarle toda mi vida. Lo cual
me ha permitido hacer una reflexión sobre mi pequeña historia particular. De
vez en cuando me detengo en mi monólogo como dando lugar a una respuesta suya.
Sé que no puede decirme nada, pero me imagino que me entiende y que, si pudiera
hablar, me daría su opinión. Así, hemos estrechado mucho nuestra amistad.
Lo encontré, por casualidad, el último día de libertad antes
del encierro, cuando cruzaba un jardín y me detuve para atarme un zapato. Lo vi
cerca, casi lo piso. Un impulso me llevó a tomarlo por la concha y llevármelo a
casa. Mi intención inmediata fue protegerlo de algún distraído que lo podría
espachurrar sin siquiera darse cuenta. Lo metí en una caja de zapatos, pero por
la mañana no estaba.
Lo busqué y ya lo daba por perdido, cuando, al seguir su
rastro de babas, lo encontré subiendo por el cubo de la basura. Desde entonces
me acostumbré a cerrar la caja con una malla de plástico. Trato de que no le
falte de nada. Siempre tiene lechuga fresca y las distracciones que puedo darle. Pensé que era feliz, hasta que, después de
que tuvimos una larga conversación, me preguntó que por qué lo tenía encerrado,
que por qué no podía ser libre. Caí en la cuenta y mi ánimo se hundió.
Por eso, en esta primera salida de paseo permitida, mi
intención es acercarme al jardín donde lo encontré para liberarlo y así dejar
de llorar como un tonto.
Un poco tarde no haberlo leído hasta hoy; me acuso. Una hermosísima metáfora. Parece que ya definitivamente en menos de dos semanas nos sueltan, aunque tengamos miedo de ir a alguna parte, no sea que nos atrapen y nos cierren en otros lugares, ¡viva la libertad!
ResponderEliminarEstimado Juan, no te preocupes por el retraso en la lectura. Un texto si tiene algún valor, tiene que ser intemporal. Te confieso que, aunque sigo tu blog escrupulosamente, lo leo a trompicones y a veces me doy un atracón de entradas atrasadas, que suelen interesarme mucho y que me corto de comentar, porque ya se publicaron hace tiempo. Gracias por estar aquí.
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