Sobre el tema de los viajes hay mucho que decir, pues existen
tantas maneras de embarcarse en una aventura como gustos. Y, ya se sabe, sobre
gustos se ha escrito tanto que no puede uno perder el tiempo pretendiendo
leerlo todo.
Para desplazarse, hay a quién le gustan los automóviles,
esos cacharros con ruedas de goma, que alcanzan velocidades que despeinan. A no
ser que estén techados. O no tengas pelo, esa es otra.
Pero también se puede volar. Muchos no se explican dónde
está la magia que hace posible que con un “abra cadabra” se consiga que un
trasto de muchas toneladas de peso flote en el aire. Pues no es magia, ni
magio. Hazme caso, coge una piedra, aunque pese es igual. ¿Crees que vuela?
¿No? Entonces tírala con ímpetu y verás cómo planea mientras le dure la inercia de
la fuerza aplicada. Pues a uno de esos aeroplanos, no hay más que aplicarle
fuerza constante y, hala, magia potagia. Claro que también están los ingenieros,
que saben de aerodinámica y esas zarandajas, posibilitando a los pilotos dirigir
esos cacharros por la masa gaseosa.
Incluso por encima del agua se puede viajar en un pesado y
metálico armatoste. En esto, me han dicho, tiene mucho que ver un tal
Arquímedes. Que si todo cuerpo sumergido
en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de
fluido desalojado. Parece difícil de entender, pero con que lo entiendan
los ingenieros hay suficiente. Flota.
¿Y qué decir de viajar por debajo del agua? Pues también. Y
los hay incluso amarillos.
Lo que yo no entendí era el viaje ese en el receptáculo
cerrado que vi antes. Sin una ventana para observar el paisaje y con capacidad
para una sola persona, lo cual limita bastante la conversación. Tal vez, esa
especie de cajón de madera tenga dentro algún dispositivo con altavoces para
escuchar música, ¡porque si no…!
Cuando, después de meterlo en el agujero, le empezaron a
echar encima paladas de tierra, supuse que ese tenía que ser su último viaje.
En fin, yo a lo mío, a seguir comiendo, que esta hierba está
muy fresca.
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