viernes, 13 de julio de 2018

Dices tú de mili...

Hablando de mili, ¿os he contado que yo hice la mili en Ávila?

Me dirijo a vosotros, chicos, ya que las mujeres nunca me van a entender. Los más jóvenes tampoco saben lo que es la mili, pues la quitaron hace años, pero para muchas generaciones había un antes y un después: "Que te vas a hacer un hombre, que vas a conocer mundo...". Sí, yo hice la mili, así que supongo que ya soy un hombre, aunque ahora en el ejército haya mujeres; y recorrí mundo, si bien me tocó hacer la mili en Ávila, en casa... ¡Oye, que Ávila también está en el mundo!

Antes de ser hombre, yo era un joven de firmes ideales, que por aquellas fechas se asentaban en el inconformismo, en llevar la contraria, en el pacifismo… Y por tanto debía hacerme objetor de conciencia, así que cuando me llamaron a filas –a tallarse decían– pues...



Por mucho que no lo parezca, sí, soy yo.
Pero no nos vayamos del tema, que me pierdo. Yo hice la mili en Ávila, según os contaba, y la hice porque no objeté, es obvio. Que en mi época –por entonces aún se hacía la mili con lanzas– no existía la objeción de conciencia y al que no se presentaba lo declaraban desertor y lo enchironaban. Que si hay que objetar se objeta, pero un año y medio de calabozo… Así que me tallé y entré en el sorteo. Eso consistía en que sacaban un apellido y un destino y a partir de ahí se compaginaban la lista de apellidos de los quintos con otra de destinos –sigo sin comprender por qué nos llamaban quintos.
Cáceres. Reemplazo par. “¡Qué suerte tienes, macho de cabra! Después del campamento te tocará Ávila”. ¿Suerte? ¿Y para esto no objeto? ¿Me voy a hacer hombre yendo a dormir –y a comer– a casa? Ya sabéis, puro inconformismo, la juventud que siempre es contestataria.

Lo del campamento en Cáceres tiene poco que contar. El primer día ya estábamos ensayando para el último, pateando la pista de la jura de bandera. Pero hicimos más, como subir al monte cargados con el CETME –dícese del fusil antediluviano que utilizábamos–, teóricas de cómo ensartar con la bayoneta a los enemigos –que yo no sé por qué en lugar de eso, no me enseñaron a dispararlos a distancia–, tirar una granada detrás de unos montones de arena para levantar polvo, y esas otras cosas que hacen los soldados, como emborracharse en la cantina.
Total, que al mes a casita, a defender la patria con horario de oficina.

"¿Quién quiere hacer el curso de cabo?" Preguntaron. "Yo mismo". Respondí. Ya metidos en harina, y ya que iba a ser soldado, al menos que me licenciaran de sargento con mi paga de profesional. Un inciso, yo seguía siendo pacifista, pero como iba a llevar un arma en la mano, pensé que mejor mataría enemigos de sargento que de soldado. Entendedme, el homicidio es el mismo, pero los galones son los galones. De todas formas, no tenía a mi admirado Gila para preguntarle sobre esto de matar en la guerra.

Así que me apunté al curso de cabo… Y acabé siendo corneta.
Esto necesita una breve explicación. Es que antes de acudir a mi primera clase de cabo, se presentó el sargento de la banda de música y pidió voluntarios. Nuestro fervor guerrero nos hizo disimular y no salió ningún voluntario. ¡Con lo bonita que es la música! Así que se hicieron las cosas como se hacían en la mili. Dijo el sargento: “A ver, tú, tú, tú –me comeré unos cuantos “tus” para no cansar–, y tú, sois voluntarios para la banda”. Con ello terminaron mis ambiciones de mando, porque yo fui uno de los “tus”. Pero ahí no acabó la cosa, seguidamente repartió instrumentos, tuteando de nuevo indiscriminadamente: “Tú tambor, tú corneta”, etcétera. O sea, algún tambor más y muchas cornetas, aparte de un bombo. Que eso del oboe y la viola parece que no se estilaba mucho en el ejército.

Sí, sí, también soy yo.
¡Toma ya, yo corneta! ¿Pero por qué yo, que tengo un oído enfrente del otro? Que a mí la música me gusta mucho, sí, pero a los demás no les gusta nada que yo la “toque”. Vamos, que he nacido para el dibujo.
Y además desterrado en el “Planeta de los simios”, que es como llamábamos coloquialmente al Pradillo, donde tan sólo estaban las cuadras y la banda, apartados del mundo civilizado. Allí ensayábamos perdidos por las esquinas y en cuanto hacíamos sonar ese instrumento maléfico nos llevaban a bajar bandera para practicar. Yo por entonces tan solo hacía sonar el cuerno metálico, no había comprendido que se me exigía, además, que emitiera sonidos armónicos. Y en eso vinieron unos familiares andaluces, que no venían mucho porque vivían en Andalucía en lugar de en La Colilla, por ejemplo, y mi padre llevó orgulloso a mi tío Pepe para que viera cómo yo tocaba una bajada de bandera. Sí, se me ocurrió decírselo, inconsciencias de la juventud. Desde entonces pasé a ser el hazmerreír de la familia. El color rojo de mi cara de aquel día fue más por causa de la vergüenza de ver a mi padre y a mi tío presumiendo de ser familiares del corneta antes de la actuación, que por mi esfuerzo posterior de soplar: “tuuu tutú tutú tutuuuuu…”

Pero poco a poco fui aprendiendo y el resto de la mili la pasé en la Academia de Intendencia de la calle Vallespín, tocando diana a los cadetes y a la tropa, tocando fajina –que no sé cómo la llaman así, ya que nadie usaba faja para comer–, tocando “a paseo” para mandar a todo el mundo a paseo, bajando bandera con público y todo, turistas generalmente, y, como culminación, desfilando por El Grande el día del Corpus… Eso sí, ya tocaba bien, era “wisa” –es que cada tres meses subíamos de escalafón: quintos, padrecillos, abuelos y “wisas”, que viene de  bisabuelos, no me preguntéis por qué, pero lo escribíamos así–. Lástima que no hubiera vuelto mi tío Pepe en esas fechas para presenciar mi progresión. Vamos, tampoco hay que exagerar, no había alcanzado yo la calidad de un Mozart, que seguro que si está presente mi tío y pregunta a los oyentes ¿qué tal la ejecución del muchacho?, nadie le respondería que sí, que me ejecutaran allí mismo, si no que bastaría con un par de “guantás” bien “das”.
Desde entonces creció mi amor por la música y, en la Semana Santa, hasta me emociono con la banda de cornetas, y eso que soy agnóstico. Pero, bueno, también fui soldado siendo pacifista.

Y eso es todo, amigos. Ya veis, no soy un héroe, pero al menos soy una persona de principios, pues hice la mili sin usar armas. Conseguí entrar en la banda de música, para practicar ese arte noble, y así me libré de matar personas ya que, entonces, si hubiera habido alguna guerra, yo les habría tocado el “tu-tutú” a los enemigos, en lugar de rajarlos la tripa con la bayoneta. Que, digo yo, ¿no sería más fácil dispararlos desde lejos?

Relato publicado en "El mundo según los abulenses vol.2". La Sombra del Ciprés, 2016, Ávila.

2 comentarios:

  1. Buena mili, Cristóbal. Yo también la hice, pero sin corneta, sino con bolígrafo y una calculadora eléctrica, con cable y todo. Había que cuadrar los balances de la intendencia. Ya te contaré algún día lo del deber y los haberes. Un abrazo.

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  2. Yo no la hice pero siempre me gustó que me contaran las milis. La mejor la leí en "Ardor Guerrero" de Muñoz Molina.

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