Ya he tratado en un artículo anterior –La vida en otros
tiempos– la crueldad de las épocas antiguas. El tema de la violencia ejercida
por el ser humano no deja de ser controvertido y, si queremos establecer en los
tiempos antiguos una violencia sin límite, habrá quien nos recuerde que en
nuestros tiempos se han cometido los mayores horrores de la Historia de la Humanidad,
y no carecerá de razón: los campos de exterminio nazis, las dos bombas atómicas
lanzadas sobre ciudades habitadas, la limpieza étnica llevada a cabo en las
guerras de los Balcanes, el gas mostaza de Vietnan o de Siria, los asesinatos a
machetazos en la sucia guerra ente hutus y tutsis, la aplicación de la ley
islámica por un padre que castiga con la muerte, aplicándola él mismo, a su
hija “adúltera”… No acabaría. Aún así benditos tiempos actuales.
Hiroshima, 1945
Cualquiera puede caer en la más atroz violencia por un
simple calentamiento en una discusión de tráfico y, con una pistola al cinto,
convertirse en asesino. ¿Qué nos pasa?
Lo cierto es que podemos clasificar a las personas en dos
categorías: los compasivos y los que no tienen empatía por los demás –siempre
puede hacerse esto: los guapos y los feos, los ricos y los pobres, los calvos y
los que tienen pelo…–. Hay personas tan sensibles que no pueden evitar derramar
lágrimas cuando son testigos del sufrimiento de alguien, incluso aunque ese
alguien esté muy lejano en el espacio o en el tiempo. Y hay personas tan
insensibles que no tendrían ningún desasosiego en castigar a un ladrón
cortándole la mano con un machete. Lo único que retiene a éstos individuos de
actos crueles es la represión por la ley y la adaptación a una sociedad donde
los demás no verían bien su crueldad natural, pero si la sociedad lo permite, o
no lo ve, no tienen ningún problema.
Este tipo de gente eran los adalides de las batallas de
tiempos antiguos, cuando además se los recompensaba por su valentía. Y ahí es
donde quiero ir a parar, de nuevo a los tiempos antiguos. Cuanto más atrás
vamos en la cultura, más permisiva es ésta con la violencia. En la Edad Moderna
se podía cortar públicamente la cabeza a los reyes o a los ladrones, en la Edad
Media no había inconveniente en quemar vivos a los herejes, en la Edad Antigua
se celebraban espectáculos de gladiadores y de fieras, con la muerte animal y
humana como ingredientes de diversión y en la Prehistoria no cabe duda de que
se practicaba el canibalismo...
La evolución de la Historia nos ha puesto en un contexto en
que todas estas cosas no son ya aceptables. Incluso el maltrato animal,
simbolizado en las corridas de toros, tan sólo es defendido por una minoría,
cada vez menor, de personas –y casi todas en nuestro país por lo que parece que
son más, al tenerlos cerca–. Que no se engañen, son cuatro y en vías de
extinción, gracias a la indudable evolución ética.
Pero cuando los historiadores, o los novelistas, echamos la
vista atrás y tratamos de ambientar nuestras obras en tiempos pasados, de
ninguna manera podemos juzgar con criterios actuales las aberraciones ocurridas.
Además, debemos medir por el mismo rasero todas estas aberraciones, ya que las
ideologías previas nos llevan a tratar a unas de forma indulgente y cargar las
tintas en otras.
Como la novela que he escrito trata el tema de la conquista
de América, he leído variados trabajos que me han hecho patente esta
manipulación ideológica, ya que los investigadores que se han acercado los
hechos desmienten clichés. El historiador pretende, siempre que no sea él
mismo protagonista de lo que cuenta –recordemos las Guerras de la Galia de
Julio César–, ser objetivo y no he encontrado diferencias entre las opiniones
de extranjeros –Hugh Thomas, W.H. Prescott–, españoles –Guillermo Céspedes del
Castillo– o mexicanos –Miguel León-Portilla–. Si bien la leyenda negra que
comenzó allá por el siglo XVI, perdura hasta nuestros días,
pintando unos conquistadores mezquinos y feos, ataviados de coraza metálica,
masacrando indios indefensos y a unos religiosos fanáticos crucificándolos,
mientras los nativos vivían en la más pura conexión con las leyes de la
naturaleza y la bondad inocente.
Pero, de nuevo, me ocupo de llevar la contraria a la opinión general. Aunque antes debo aclarar que yo, desde luego, aborrezco todas las guerras
de conquista, pero por ¿qué unas son buenas –celtas, romanos, Reconquista…– y otras son
llevadas a cabo por perversos, morenos, fibrosos, intolerantes y crueles
españoles? Una guerra de conquista en nuestro siglo es una aberración, y en los
siglos pasados también lo es… pero para nosotros, no lo era para ellos. Así los
aztecas estaban orgullosos de haber conquistado el país mexicano, al igual que
los castellanos en derrotar a los aztecas. Para nuestro siglo el comportamiento
castellano fue salvaje: Cortés quemó los pies a Cuauhtémoc para que le dijera
dónde escondía los tesoros, masacró a la población de Cholula como castigo cuando
se vio metido en una emboscada, al igual que no tuvo reparos en colgar a
castellanos disidentes o cortar los pies al piloto de uno de sus barcos, por
participar en una trama de traición. Pero que nadie me diga que todo lo
sufrieron los pacíficos aztecas. Esos que tenían un zoológico con todo tipo de
fieras encerradas, además de personas deformes o mentalmente retrasadas, esos
que en todos sus templos diariamente sacrificaban a hombres, mujeres o niños
para que el sol no dejara de salir y que sacrificaron en 1487 en cuatro días a 35.000 personas –por
tomar una cifra media, ya que los historiadores no se ponen de acuerdo– para
celebrar la inauguración de su Templo Mayor en Tenochtitlán.
Y para el que no lo sepa –en la película Apocalypto de Mel
Gibson se relata con detalle– contaré brevemente en qué consistía un sacrificio
ritual humano. El que lo sepa, que corte ya, que leer en un ordenador cansa.
Se preparaba a la víctima, pintándole el torso con una
arcilla líquida coloreada, se le ponían coronas de flores, se le daban abanicos
y se le hacía bailar al son de música de conchas y tambores. En procesión se le
hacían subir los escalones del templo. Recordemos, altas pirámides truncadas,
con una escalinata al frente y uno, o más, santuarios en lo alto. A veces se le
disminuía la consciencia con unas setas alucinógenas, otras no. En lo alto de
la pirámide, por delante del templo había una piedra roma, donde se le tumbaba
de espaldas, sujetándole entre cuatro sacerdotes las piernas y brazos para
inmovilizarlo. Otro sacerdote, por detrás de él, levantaba un ancho cuchillo de
sílex y le asestaba un hachazo en el esternón, apalancando para abrírselo lo
suficiente y que pudiera meter una mano, que hábilmente encontraba el corazón,
lo arrancaba y lo sacaba del pecho sobre su cabeza, bañándose con el
sanguinolento líquido viscoso. El corazón era arrojado a un brasero y a
continuación le cortaban la cabeza, los dos brazos y las dos piernas. La cabeza
sería clavada en un palo formando parte de un macabro muestrario de calaveras,
el tzompantli y, tras ser arrojado el torso escaleras abajo, los sacerdotes,
los nobles e incluso el pueblo comían las extremidades de forma ritual. Y
sanseacabó la “misa” de esta tarde, en esta “parroquia”, que había muchas en
una metrópoli como México-Tenochtitlán de 300.000 habitantes, y en otras
muchísimas ciudades: Tlaxcala, Cholula, Tepeyácac, Iztapalapa, Tacuba,
Huexotzingo, Iztapalapa, Coyoacán… Esto era a diario, y no digamos en las
festividades, en alguna de las cuales se despellejaba a la víctima de una pieza
para que, antes de secarse la piel, pudiera vestirla uno de los sacerdotes que
se extasiaba danzando con ella.
Hoy no consentimos el canibalismo ni los sacrificios
humanos, al igual que repelemos las guerras de conquista. A los conquistadores
españoles les espantaron unas costumbres tan bárbaras, de la misma forma que a
nosotros nos espantan las costumbres bárbaras del siglo XVI, no sólo de los
españoles, que no eran significativamente diferentes a los demás, sino de todos:
ingleses, franceses, alemanes, italianos, rusos…
Tan sólo hay un moraleja esperanzadora: Aunque sigamos
conviviendo con degenerados, están en vías de extinción o de ocultación
vergonzante. Sin duda mejoramos como especie.
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