En el colegio hubo
tiempos mejores. Los niños y las niñas jugaban en el patio de recreo a lo que
les apetecía. En una esquina se organizaban partidos de fútbol y alrededor de
una canasta había torneos de baloncesto. Algunos corrían sin sentido y otros
saltaban a la goma o a la cuerda, sin importar que se mezclaran niños y niñas.
También los había que simplemente paseaban y hablaban.
Pero llegaron los
brutos. No eran muchos pero tenían muy mal carácter. Comenzaron por poner zancadillas
a las niñas y por interrumpir las competiciones de baloncesto. Un día
decidieron que solo se podría jugar al fútbol y aquellos que no estuvieran
entre los elegidos para formar los equipos, deberían hacer de espectadores para
vitorear y animar en los partidos. La mayor resistencia la opusieron los que jugaban
al baloncesto.
Los maestros les dejaron hacer a los brutos, e incluso los apoyaron, ya que a ellos les gustaba más el fútbol. La situación se tensó tanto que, durante un torneo de baloncesto, se presentaron por sorpresa los brutos y hubo una pelea multitudinaria. La batalla campal se alargó. En principio los bandos estaban equilibrados, pero el resto de niños y niñas se vieron obligados a decantarse por unos u otros.
Los maestros les dejaron hacer a los brutos, e incluso los apoyaron, ya que a ellos les gustaba más el fútbol. La situación se tensó tanto que, durante un torneo de baloncesto, se presentaron por sorpresa los brutos y hubo una pelea multitudinaria. La batalla campal se alargó. En principio los bandos estaban equilibrados, pero el resto de niños y niñas se vieron obligados a decantarse por unos u otros.
Los brutos se
emplearon a fondo. Organizaron muy bien la estrategia de lucha, ya que estaban
acostumbrados a acosar a los demás y terminaron por imponerse. Ganaron los
brutos e impusieron su ley. Hubo muchos de ambos bandos que acabaron con hematomas
e incluso heridas abiertas, sobre todo de los perdedores.
A partir de aquel
momento ya no se podía jugar a otra cosa que no fuera fútbol. Cualquier porción
del patio era un campo de fútbol y en todo momento que hubiera un partido el
resto de los niños y niñas debían estar como espectadores. Cuando salía alguno
que se resistía a participar, lo acosaban un par de brutos y de una paliza lo
obligaban a ser espectador.
Aquello se convirtió
en algo normal. Se aceptó la situación y, a la hora de salir al patio, durante
mucho tiempo el fútbol fue la única actividad permitida.
Uno de los niños, que
antes jugaba al baloncesto, se enfrentó valientemente a un grupo de brutos y les
dijo que él era más pequeño que ellos y que, en cuanto se marcharan del
colegio, todo volvería a ser igual. Cada uno jugaría a lo que quisiera.
Los brutos se juntaron
para hablar, después de que unos puñetazos y puntapiés acallaran al que había
protestado. Tomaron una decisión. Eligieron a un grupo de antiguos jugadores de
baloncesto y les obligaron a trepar a una de las canastas, para que desatornillaran
el aro y pintaran con rotuladores un cartel que decía: «En este patio se va a jugar siempre al fútbol».
Esa canasta con el
cartel aguantó hasta que los brutos se hicieron mayores y se marcharon del
colegio.
Poco a poco el patio
volvió a ser un campo de juego multidisciplinar, como había predicho el niño
rebelde, aunque nadie se atrevió a quitar el cartel de la canasta de baloncesto.
Canasta que se iba deteriorando
paulatinamente y, en poco tiempo, si no se repintaba, acabaría por tener
ilegible el cartel.
«Eso
es injusto». Pensaron algunos que no había derecho a que fuese
el tiempo el que acabara con el recuerdo de esos brutos o que vinieran otros para
repintarlo y así perpetuar su memoria.
Así que se organizaron unos cuantos y, atando una cuerda, derribaron la canasta
de baloncesto y astillaron el cartel. Los seguidores de los brutos, ahora en
minoría, tuvieron que aguantarse.
—Mal, muy mal —le dijo el maestro al niño que acababa de
leer lo que había escrito—. No has hecho lo que yo había pedido, la redacción
tenía que tratar sobre el Valle de los Caídos.
Yo creo que, teniendo un valor estético, (que lo tiene, aunque yo no lo he visto más que de lejos) el Valle de los Caídos es un recuerdo y una señal que hace y hará siempre preguntarse cosas sobre su origen; es decir, es bueno para la memoria. Lo que hay que hacer es darle un contexto e iluminarlo de explicaciones de todo lo que pasó. Demolerlo es un despilfarro y hasta una ofensa a todos los obreros que sudaron pusieron su mejor pericia para erigirlo, presos y libres. Yo tengo la grabación de una mujer de San Esteban del Valle que me dijo que su marido (republicano) trabajó allí como preso para redimir condena, y que después, como le pagaban mucho mejor que en el pueblo, fue a trabajar como obrero libre y remunerado. También conozco canteros de Cardeñosa que trabajaron allí como libres.
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