martes, 14 de marzo de 2017

El orgullo de enseñar nuestra ciudad

A punto de sacar un nuevo libro colaborativo la Asociación “La sombra del ciprés”, quiero compartir un relato mío del anterior: “El mundo según los abulenses vol.2”.

Fue cosa de mis padres, que me dijeron que venían unos primos, que ni siquiera eran carnales, que vivían en Cádiz y que se acababan de casar, y yo tenía que enseñarles nuestra ciudad. Mi primera reacción fue de disgusto, porque esa tarde había quedado, pero luego me pudo el orgullo ya que, sabiendo lo hermosa que es Ávila, iba a presumir de lo lindo. Les dejaría con la boca abierta a esos andaluces inoportunos.

Fuimos andando para que pudieran disfrutar tanto del paseo como de las vistas. Durante el cual mi prima no abrió la boca, al contrario que mi primo, al que no había manera de cerrársela. Cada vez que lo recuerdo, me pongo de los nervios.

Entramos por la puerta de la Santa y les enseñé la fachada de la iglesia que tiene el convento, tan majestuosa, e incluso les hablé del arte Carmelitano precursor del Barroco.

–Para barroco hermoso, el de la Catedral Nueva de Cádiz –dijo mi primo–, que tiene una fachada luminosa y movida que desluce a esta tan recta y seca.

–Ya, ya –dije yo–, si aquí también tenemos Catedral, y una de las primeras del gótico, pero la veremos más tarde. En este lugar vivió Teresa de Cepeda, una de las grandes santas del catolicismo.

–¡Ah! Santos y cantos. ¿Es el lema de esta tierra, no? Claro…

Iba a responderle, pero no me dio lugar, ya que comenzó a hablarme del laicismo, del racionalismo, de la Ilustración y del avance de las ciencias, de las cuales su tierra era abanderada. Así que ni siquiera entramos en la iglesia. Debido a la deriva que tomó la conversación no me atreví a proponérselo.

Entonces subimos por el paseo del Rastro y les mostré las vistas del Valle Amblés, a lo que mi primo contestó describiendo las vistas que había desde la Punta de San Felipe en Cádiz. Y lo hizo de una manera tan gráfica que, aunque nunca he estado allí, me parece que ya lo conozco.

Pero esto no podía ser. Yo comenzaba a cabrearme en serio. A mis primos no parecía importarles el esfuerzo que yo estaba haciendo para mostrarles mi bonita ciudad, sino que cualquier cosa les servía como excusa para hablarme de la suya.

Mientras disfrutábamos de la placidez de caminar por el Paseo del Rastro en una tarde soleada apenas hablé, dándole ocasión a mi primo de describirme al detalle su tierra. Mi prima, sin soltar palabra y agarrada a su brazo, lo miraba con los ojos empañados de emoción. No sé cómo me di cuenta del detalle, ya que los míos, mis ojos, estaban fijos en el suelo, buscando una lata a la que darle una patada con intención de que él la rematara de cabeza.

Llegamos al Grande y les hablé de la espaciosa y soleada plaza, sin intención siquiera de criticar el Moneo… No hizo falta, mi primo me describió la magnífica plaza donde se encuentra el Ayuntamiento de Cádiz, que empequeñecía a esta.

Cuando entramos por la puerta de la Muralla, yo les mostré orgulloso la estatua pedestre de Adolfo Suárez y les dije que nuestro paisano es el que trajo la democracia a nuestro país y fue el artífice de la Constitución de mil novecientos setenta y ocho.

–Pues en Cádiz tuvimos la primera constitución de la Historia de España –respondió el primito, mirándome a mí en lugar de a la estatua, a la cual ignoró soberanamente–, la famosa “Pepa”, que fue la que de verdad trajo la modernidad a España, allá por mil ochocientos doce, cuando en la meseta aún estabais destripando terrones.

Decidí que había concluido la visita, que ya no iba a mostrarles más. Así que, para intentar olvidarlo, les llevé de tapas a costa de mi dinerito, que tan escaso rebaño en los bolsillos. Y, mientras se trasegaban un Ribera del Duero de crianza, con sus patatas revolconas y torreznillos, mi primo no dejó de hablar del la manzanilla y del Jerez, del atún pescado en almadrabas o de las malditas frituras de pescado.

Deseando concluir con esa peregrina experiencia, decidí subirles a las murallas, monumento majestuoso, que no tiene parangón en el mundo, incluido Cádiz. Pero ahí estaba mi primo a la que salta:

–Sabrás que todas las ciudades antiguas tenían murallas, y las más antiguas, como Cádiz que fue fundada por los fenicios hace más de tres mil años, ha tenido fuertes murallas para detener los ataques tanto por mar como por tierra. Así resistieron el asedio de los franceses, cuando la Guerra de la Independencia y ahí está, como si no pasaran los siglos, el castillo de Santa Catalina…

–No hace falta que paguéis –le corté la enésima disertación…–, yo os invito a la subida a la muralla.

Pero no se calló mientras yo pagaba, al igual que cuando luego salimos a las almenas. En lugar de mirar las arquivoltas de la Catedral o la majestuosa basílica de San Vicente, continuó hablando del castillo de Santa Catalina, del de San Sebastián, del Baluarte de la Candelaria, e incluso, sin venir a cuento, de los gigantescos Pilones de no sé qué y del nuevo puente sobre la bahía, con sus cinco kilómetros de longitud que dejaban pequeños a los dos kilómetros y medio que ciñen nuestra muralla.

Así que le juro, señor policía, que cuando mi primo se cayó por una almena fue algo fortuito y que yo no lo empujé. Seguro que estas gentes que viven al borde del mar no están acostumbradas a las alturas. Confío en que usted, que también es de Ávila, sin duda me comprenderá.

Si os ha gustado, podéis pinchar en estos dos enlaces de dos compañeros  con los que compartí libro, Paula Velasco y Sergio Sánchez, cuyos blogs os invito a conocer:


No hay comentarios:

Publicar un comentario