jueves, 30 de enero de 2014

Las chicas son guerreras

O el papel social de la mujer en la Historia, con un ejemplo poco edificante.

Hubo un tiempo –toda la Historia de la Humanidad, excepto posiblemente en el neolítico en ciertas regiones y en alguna tribu contemporánea perdida por ahí– en que la mujer jugaba un papel distinto que el hombre en la sociedad. El origen está en la organización social de subsistencia en la época de los cazadores-recolectores prehistóricos, que dejaba a las mujeres al cuidado de los hijos y enviaba a los hombres a las partidas de caza. En el neolítico, en principio, se democratizó el papel social de los sexos, ya que tanto unos como otras trabajaron la tierra, la cerámica y la domesticación de los animales, pero con la creación de excedentes se inventó la propiedad privada y con ella la defensa armada de los bienes que asumieron los hombres, creando castas de guerreros que volvieron a relegar a las mujeres a papeles domésticos, propagando el veneno de la guerra y el poder.

Podemos decir, por tanto, que históricamente los hombres y las mujeres han desempeñado papeles distintos, actuando unos en el marco público y otras en el marco privado o doméstico, hasta el punto de que hasta el siglo XIX, se pensaba que estos papeles eran decretos divinos y la función de la mujer era parir, criar hijos y cuidar al marido, el cual se encargaba del sustento familiar. Pero esto era una mentira institucionalizada, por supuesto, ya que las mujeres, desde siempre, aparte de esas tareas domésticas han participado del trabajo que procuraba el sustento familiar, es decir han trabajado, como el que más… Más que “el que más”, debemos admitir, si generalizamos.

A bote pronto, traigo un ejemplo de la literatura, que es lo que nos interesa en este blog: Cecilia Böhl de Faber y Larrea, escritora española del siglo XIX, adoptó el pseudónimo masculino de Fernán Caballero, para que la tomaran en serio.

Pero todo comenzó a cambiar en el siglo XIX. Con la revolución industrial nació también el movimiento sufragista en el Reino Unido que perseguía el voto femenino, es decir, sacar a la mujer del espacio exclusivamente doméstico en el que se la había enclaustrado. Luego, con otros movimientos, como el feminismo y la revolución sexual de los años sesenta del siglo pasado –con el hito de la píldora anticonceptiva que puso en manos de las mujeres la decisión de la maternidad–, todo fue cambiando lentamente hasta nuestros días, en los que sólo los necios retrógrados le niegan el papel público a las mujeres. El último hito que se ha roto, aunque todavía algún cromañón quiere revertir en nuestro país, es una ley de plazos en el tema del aborto, con el que las mujeres toman la última palabra sobre su cuerpo, sin que una decisión tan importante como el trauma de abortar tenga que adoptarlo un tribunal paternalista ideologizado: “Nosotras parimos, nosotras decidimos”.

Quedan, además, las equiparaciones salariales y la igualdad real de oportunidades laborales, que ya pocos cuestionan, pero que aún no son plenas, aunque estamos en ello.

Hoy en día, con una serie de pasos adelante y atrás, estamos en situación de decir que las mujeres pueden actuar en la esfera pública con las mismas oportunidades que los hombres. Que pueden abordar el mundo de la cultura, el laboral y el político, más la realización personal, sin traba alguna. O, al menos, que existe esa posibilidad que antes no existía.

Por ello podemos decir que históricamente la mujer no ha tenido relevancia en la esfera social pública que la hiciera pasar con visibilidad a la Historia. Algunos historiadores intentan paliar esa ocultación, pero habremos de admitir que pocos nombres de mujeres han transcendido en las crónicas y cronicones, batallas y conquistas, inventos y descubrimientos… Que es de lo que se nutre el avance histórico.

Aún así, algunas mujeres excepcionales dejaron su nombre escrito en un mundo de hombres. Citaré dos de ellas, por ser paisanas principalmente, Isabel I de Castilla y Teresa de Cepeda y Ahumada –una reina y una monja–. La una quiso –y lo logró– “montar” tanto como su marido y ser reina única de Castilla (Fernando tan sólo fue regente de Castilla a su muerte) y la otra llevó a cabo una labor literaria y de fundaciones de conventos, “entrevistándose” sin intermediarios masculinos con el mismísimo Dios. Pero había que ser una mujer demasiado brillante o poderosa para jugar un papel fuera del ámbito anónimo doméstico, y esto no estaba al alcance de todas, ni siquiera de una minoría, sino de una excepcionalidad histórica.

Pero hubo un camino, andado por mujeres valerosas, que consistió en desarrollar un papel fuera del determinismo de su condición, que fue el ocupar un puesto de hombre, vestida de hombre y haciéndose pasar por hombre. Hubo mujeres anónimas que lo realizaron, sin duda, pero como era algo que iba en contra de las leyes sociales y de las normas religiosas, debemos suponer que la mayoría de los casos quedaran en el anonimato. Hubo mujeres que vivieron como hombres y como tal fueron enterradas, sin que nadie lo descubriera.

Aparte del mito medieval de la papisa Juana, la literatura ha tratado estos trasvestismos de forma prolija, por más que resulte anecdótico –saga de Martín Ojo de Plata, de Matilde Asensi, El Rey Transparente, de Rosa Montero, etc.–, pero hay un caso real, único por su importancia y que es totalmente histórico, como es el de Catalina de Erauso, la Monja Alférez, que vistió de hombre durante prácticamente toda su vida, dedicándose a tareas tan exclusivamente masculinas como las milicias.

                                     Catalina de Erauso, Juan van der Hamen, 1626

Catalina, con quince años en 1600, se cortó el cabello, se vistió de hombre y huyó del convento dominico de San Sebastián donde llevaba desde que cumplió los cuatro, y en donde su padre, importante militar de Felipe III, le había internado para darle una educación “apropiada” a su sexo. Pero Catalina era rebelde y pendenciera, rebelándose contra las convenciones sociales.

Con su nueva personalidad varonil, pasó por Vitoria, Vallladolid, o Bilbao, sin ser reconocida, ni por su propio padre con quien llegó a entrevistarse. Se ajustó de paje y de arriero, y más tarde de grumete en San Lúcar de Barrameda, bajo el mando de su tío, que no la reconoció, llegando al Nuevo Mundo en 1603. He aquí alguno de los nombres que llegó a utilizar: Pedro de Orive, Francisco de Loyola, Alonso Díaz, Ramírez de Guzmán y Antonio de Erauso.

Tres años campando a sus anchas, fue algo que en su condición femenina le hubiera resultado totalmente imposible realizar. A pesar de su valor, su fuerza y su habilidad con las armas –la iría ganando a través del tiempo–, hubiera sido asaltada por los caminos, violada, asesinada… No hubiera podido trabajar absolutamente en nada, ya que una mujer en esa época tan sólo tenía dos oficios, aparte del casamiento, como era el de monja y el de puta. He dicho oficios, no trabajos, ya que de estos hacía muchos, tanto casada como en el convento, por no hablar de la casa de mancebía, donde la palabra “trabajos” tiene otras connotaciones.

En América se empleó como soldado, participando en guerras, escaramuzas y matanzas sin cuento: Venezuela, Panamá, Ecuador, Perú, Chile…

En la Guerra de Arauco contra los mapuches, en el  Chile actual, se mostró valiente acabando por ser nombrada alférez. Durante la batalla de Purem murió el capitán y ella tomó el mando, distinguiéndose por su extrema brutalidad y actos vandálicos, que la dieron fama de terrible, lo cual paradójicamente la imposibilitó seguir ascendiendo en la carrera miliar. Se pasó de cruel, vamos, incluso para su época.

Participó en varios duelos, hiriendo e incluso matando a los contrincantes, por lo que llegó a estar encarcelada en varias ocasiones  y fue torturada y condenada a muerte, ajusticiamiento del que se libró huyendo.

Llegó a ser nombrada secretario de su hermano Miguel de Erauso, quien tampoco la reconoció, e incluso Catalina acabó matándole en un duelo, teniendo que huir por ello a Argentina.

Anduvo en tratos carnales con mujeres, “andándole a la hija entre las piernas” –palabras textuales suyas, pues llegó a escribir sus memorias–, y llegó a prometer matrimonio a dos doncellas, teniendo que huir a Potosí para evitar el casamiento y, por ende, el descubrimiento de su impostura.

En 1623 fue detenida en Perú y encarcelada y es entonces cuando confiesa, por fin, que es una mujer y que incluso fue monja en su juventud. Dos matronas la examinaron certificando sus palabras, sin duda era mujer y como hombre pasó 23 años seguidos sin que nadie lo supiera, habiendo tratado con mucha gente, alguna de la cual la había conocido como niña y como monja.

Como caso curioso, fue enviada a España, entrevistándose con el mismísimo rey, Felipe IV, quien le mantuvo su graduación militar de alférez y le puso el mote por el que a partir de entonces fue conocida: monja alférez. Más tarde se entrevistó con el mismísimo papa de Roma, Urbano VIII, que la autorizó a seguir vistiendo de hombre.

En 1630 se instaló en Nueva España (México) y regentó un negocio de transporte de mercancías, muriendo en 1650.


No es un ejemplo edificante, en absoluto, pues Catalina no sólo asumió el rol masculino, sino que con él interiorizó todo lo peor que el hombre ha generado en la historia: la guerra y la violencia, en su rasgo más extremo de falta de empatía con las víctimas. Pero es paradigmático el que una joven disfrazada de hombre, no fuese reconocida durante años por nadie, ni aún su propio padre o hermano, ya que no había quien pudiera imaginar que tras unas ropas masculinas y un comportamiento viril hubiera otra cosa que no fuera un hombre.

La literatura tiene un filón en historias de mujeres que pasaron por hombres, cuyos casos han quedado en el desconocimiento, como hubiera quedado el de Catalina si muere antes de su último encarcelamiento en el que confesó su impostura. No estoy proponiendo que se convierta en un género literario, pero sí estoy justificando que cuando un autor trate la historia de una mujer que se trasviste en varón, sin que nadie sospeche, sea creído, pues es algo que se hacía por necesidad, por mujeres que no aceptaron enclaustrarse en el papel social opresor en el que se las encadenó de por vida, por cuestión de nacimiento.

Dejemos que las mujeres ocupen su papel en nuestra sociedad, con la relevancia que merecen, y comprobaremos cómo la historia remonta hacia valores más positivos que los que hemos alcanzado los hombres escribiendo esa historia. Seguro que ellas tratan de evitar las guerras con más ahínco, ya que son las que las han padecido en mayor grado siempre: pérdidas de hijos y maridos, violaciones, ruina económica y hambre… Ellas más que nadie, pues el que queda es el que sufre.

Para saber más sobre Catalina de Erauso:



martes, 21 de enero de 2014

Habladurías

–Mariano, por fin, pensé que no llegabas nunca... ¿Por qué no contestabas al móvil?
–Dejé cargando la batería… Emilia, ¿qué pasa?
–Los vecinos... Esta tarde...
–¿Qué vecinos?
–Los del “C”... Creo que él la ha matado a ella.
–¿Pero qué estás diciendo?
–Que sí, Mariano, les oí gritar a los dos...
–Pero si nunca se oye un ruido en esa casa... ¿No serían los del “A”?
–Que no, Mariano, que los del “A” están de viaje. Gritaban como locos, y se oyeron muchos golpetazos en los muebles... La ha matado, te juro que la ha matado.
–¿Cómo la va a haber matado? ¿Pero qué película te estás montando?
–No me monto nada. No dejaban de gritar los dos y se oyeron muchos golpes, como portazos, y caída de cajones, y de repente... El silencio absoluto. Un silencio sepulcral, que me heló las venas. ¿Cómo iba a terminar la pelea así, tan de imprevisto?
–¿Y no habrá sido al revés? Ella es más grande que él, le saca casi dos cabezas de altura y, además, es fuerte como una mula. Esa mujer nunca me gustó.
–A mí tampoco me gusta ella, pero él es más raro, tiene el gesto más retorcido. Yo creo que es mala persona, de esas que parecen prudentes, pero que tienen mucha rabia contenida y que cuando explotan hacen barbaridades.
–Si sólo oíste ruidos y golpes, ¿cómo sabes quién es el que golpeaba y quién el que recibía? De esa pareja yo me esperaría cualquier cosa.
–Era él el que más gritaba e insultaba. Ella tan solo suplicaba y lloraba. La agresividad estaba en él y no en ella.
–Pero, ¿qué has oído?
–Lo que te he dicho: gritos, golpes y luego de pronto nada.
–¿Qué gritos, coño? ¿Qué decían?
–No sé qué decían, tan sólo distinguí las palabras más fuertes, cuando más chillaban.
–¿Gritaban los dos?
–Sí. Y ella lloraba...
–Pero, ¿cuándo ha sido eso?
–Nada más irte, sobre las cuatro y media de la tarde. Unos diez minutos antes de las cinco ya no se oía nada.
–Tú eres boba, son las nueve y media.
–Ya, pero yo no sabía qué hacer, me asusté, tuve miedo.
–¿Y no se te ocurrió llamar a la policía?
–Pues sí, se me ocurrió, pero no me atreví. Estaba sola en casa. Si llega a enterarse ese asesino viene a por mí...
–¿Y qué quieres que haga yo ahora?
–Pues llama tú a la policía.
–¿Y qué digo? Mire usted, señor agente, que mi mujer ha oído matar a mi vecina. ¿Ah sí, caballero? ¿Y cuando ha sido eso? Pues hace unas cinco horas...
–Mariano, eres idiota, no te burles. Si la ha matado no ha podido deshacerse aún del cadáver... He estado pendiente y nadie ha salido de esa casa, tiene que tener a la muerta todavía con él y estará esperando a que se haga de noche para sacarla... O la estará descuartizando. ¡Yo que sé!
–Por lo que a mí respecta, tú no has visto nada, tan sólo has oído una pelea, que ya ha terminado, así que...
–¿Y va a quedar impune un asesinato? ¿No piensas llamar a nadie?
–¿Y si no la ha pasado nada? ¿Hago yo el ridículo con la policía?
–¿Acaso dudas de mi palabra?
–¿Quieres que te responda con sinceridad, Emilia...?
–¿Entonces no vas a hacer nada?
–No, no vamos a hacer nada ninguno de los dos. ¡Tenías que haber hecho algo cuando estaba ocurriendo!
–Pero, Mariano...
–Si la ha matado, ya no le vamos a salvar la vida. Y yo no pienso meterme en líos por unos vecinos gilipollas a los que casi no conozco.
–Pues llevan más de cinco meses viviendo al lado de tu puerta.
–Como si llevan cinco años. Con él ni siquiera he hablado una sola vez, y ella es más estirada que el palo de una escoba, no te saluda aunque te la cruces en la escalera. Si ni siquiera sé sus nombres, no los han puesto ni en el buzón.
–Bueno, yo tampoco sé cómo se llaman, pero a ella un día me la encontré en la panadería y vinimos hablando hasta casa. No era tan desagradable como aparentaba... Quizá un poco tímida y por eso no se relacionaba con casi nadie. ¡Ay, pobrecilla!


–Emilia, ¿por qué das esos portazos?
–¡Ay, Mariano! Clara...
–¿Qué tripa se le roto a esa gilipollas?
–Que está llamando a la policía. Como no me hiciste caso ayer con la pelea de los vecinos, hoy cuando me encontré con ella en el súper se lo conté todo, y ella...
–Pero si ocurrió ayer, cómo les llama ahora.
–Les va a decir que ahora mismo se están volviendo a pelear...
–Pero, ¿esa Clara es imbécil? ¡No sé por qué te hago una pregunta tan tonta!
–Mariano, aquí pasó ayer algo muy grave y tiene que saberse. Cuando los policías vean a la vecina seguro que tiene algún morado que no sabe explicar. Y eso, si está viva y aparece.
–¿Y por qué nos involucra a nosotros la tonta de Clara?
–Por eso vengo, para avisarte. Si te preguntan, tú di que acabas de llegar... Diremos que acabamos de llegar los dos y que no hemos oído nada. Que no hemos oído nada hoy, pero que otros días sí que hemos escuchado peleas... Y no será mentira, porque yo les oí ayer... ¡Ay, Mariano! ¡Que ya están aquí! Abre tú...
–¿Cómo van a llegar tan pronto?
–¿Pero, entonces, quién está tocando el timbre?
–Pues abre, joder, y nos enteramos.
–No, Mariano, ¡abre tú, hombre...!
–¡Lo tienes claro! Por mí como si tiran la puerta. Tú eres la que lo has enredado todo, contándoselo a la cotilla de tu amiga.
–¡Ay, Mariano, cómo eres!
–¡Abre de una puta vez, coño!


–¡Eh…!
–Hola, vecina, tengo que pedirte un favor.
–Ho… Hola...
–Mi marido y yo tenemos que ir al funeral de... Un tío, un tío carnal... Y es en Francia. Tomaremos un avión... Estaremos unos días fuera... Tal vez una semana, o dos, o quizá algo más... ¿Podría dejarte la llave del piso...?
–Sí, claro… ¡Cómo no!
–Lo siento, tenemos  mucha prisa. Si no nos vamos rápido perderemos ese avión... ¿Me regarías las plantas? Pero sobre todo es por el gato, para que lo cuides, ¿lo harás?
–Por supuesto...
–Gracias, vecina. Con que estés pendiente de que las plantas tengan humedad es suficiente, no es necesario que las riegues todos los días. Pero al gato sí que tendrás que verlo todos los días y asegurarte de que tiene suficiente agua y comida. He dejado dos bolsas grandes de pienso en la encimera de la cocina. ¡Ah! Y cámbiale la tierra absorbente cada cuatro o cinco días. Es muy cariñoso…
–Sí, sí, claro.
–Gracias... De verdad.
–No pasa nada, para eso estamos las vecinas.
–Adiós...
–Hasta pronto.


–¿Ves, gilipollas? La vecina está viva y el marido también. Y ninguno de los dos tiene moretones. ¿Qué le vas a decir ahora a la policía cuando venga?
–Pero, Mariano…
–¡Clara y tú sólo sois un par de cotillas! Con cuatro ruidos sueltos te montantes tu película particular, pero en realidad no sabes nada, nada.
–Nunca creerás una sola palabra de lo que digo, ¿no? Piensas que soy idiota. Pues, ¿sabes una cosa? Ya estoy harta, ¡harta!
–No me hagas hablar, Emilia, no me hagas hablar...


–Buenas tardes, señora.
–Buenas...
–Somos policías, mire... ¿Le importaría responder a unas preguntas?
–No, no... Ustedes dirán.
–Es sobre los vecinos del “C”. Hemos recibido una llamada, pero parece que no hay nadie en esa casa. ¿Ha oído usted algo raro en los últimos días? ¿Ha visto alguna cosa extraña?
–¡Uy, no! Son unos vecinos ejemplares, no dan un ruido. No he llegado a oírles pelear nunca, y ¡mire que son delgadas las paredes de hoy en día…!
–Ya... ¿Y no sabrá usted dónde han ido?
–Seguro que a ustedes les llamado la vecina del primero. Esa chismosa se lleva muy mal con todo el vecindario y apuesto a que les ha molestado con una llamada anónima diciendo que andan todo el día peleándose... Mentira, todo mentira, ¡pero si no se oye un ruido en esa casa!
–Perdone, señora, tenemos algo de prisa, nos interesaría localizar a sus vecinos cuanto antes. ¿Seguro que no puede decirnos dónde están ahora?
–Están de viaje, se fueron ayer, ¿verdad, Mariano? Pero son muy buenas personas, se lo aseguro, no dan un ruido.
–¿Y dónde han ido de viaje?
–Pues no me lo han dicho.
–Ya...
–Bueno, esté atenta y si escucha algo fuera de lo normal nos avisa.


–Jorge, un café con leche para mí y uno cortado para Clara... Espera, Jorge, pon otro con leche, que ya está aquí Sonia.
–No os lo vais a creer... Casi me desmayo al enterarme...
–Tranquila, cariño, anda, siéntate.
–Clara, Emilia... Emilia, tus vecinos...
–¿Qué vecinos?
–Los de la pelea, aquella del año pasado, a los que Clara denunció a la policía al día siguiente de la bronca...
–Sí, cariño, se refiere a tus vecinos del segundo “C”.
–Acabo de verlos.
–¿Acabas de verlos? ¿A los dos?
–Sí, a los dos.
–Imposible. Y, ¿donde los has visto?
–En la tele.
–¿En la tele?
–¿Es que vas a repetir todo lo que yo diga, Emilia? ¡Callaos de una vez las dos y dejadme hablar a mí!
–Vale, cariño, cuenta.
–En un informativo de la tele. Hablaban de terroristas... Y eran ellos... Estoy segura. Han dado un montón de datos y ahora me encaja todo.
–¿Qué datos? Acaba de explicarte.
–Eran terroristas. Los dos. Y tenían un piso franco aquí... Al lado de tu casa, Emilia, eran tus vecinos y tú sin sospechar nada. Iban a hacer un atentado gordo, la mujer iba a inmolarse en un autobús. El caso es que estuvieron a punto de cometer el atentado, pero la chica falló... Según dicen se acobardó porque vio a unos policías que les iban siguiendo. Pero lograron huir. La policía les controlaba desde hacía tiempo, pero no sabía dónde se escondían... Ahora, en Irak, acaban de matar a veinte personas, inmolándose juntos y como eran de nuestro país han dado las fotos. ¿Os dais cuenta? Podían haberles detenido aquí.
–Cielos, yo tengo la culpa, si hubiera llamado al oír los gritos les habrían pillado, y encima al día siguiente, cuando llamaste tú, Clara, intenté despistar a la policía en lugar de decirles que iban hacia el aeropuerto...
–Pues la liaste gorda, Emilia. Eran muy peligrosos y con un montón de muertes a sus espaldas.
–No me lo puedo creer, Sonia, cariño. Tú los confundes con otros.
–Que no, que estoy completamente segura. Un día que iba a casa de Emilia, subí en el ascensor con ellos. Pensé que eran unos maleducados, porque no respondían a lo que yo les preguntaba, como si fuera una cotilla, y yo únicamente quería ser amable y mantener una conversación intranscendente. Ahora me explico por qué disimulaban y casi me daban la espalda. Pero yo los miré bien y estoy completamente segura de que conozco sus caras, a mí no se me despinta un rostro.
–Emilia, cariño. ¿Te das cuenta?
–Me doy cuenta, Clara, joder...
–Y tú pensando que era una riña de matrimonio y que el uno había matado al otro.
–No se lo digáis a mi Mariano, por favor...
–¿Estás tonta? ¿Qué importa que se lo digamos? Además, así tendrá que admitir que tú tenías razón cuando les oíste gritar.
–Sí, yo tenía razón, pero le hice caso a él y negué lo que yo había escuchado. Soy idiota.
–Se enterará de todas formas, lo repetirán en todas las cadenas de televisión.
–No, no se enterará, él sólo ve los deportes y no habla de otra cosa con sus amigotes, sólo le interesa el fútbol y la cerveza. Si se enterase, pensaría que soy tonta... ¡Por Dios...! Nunca se entera de nada, no se enterará tampoco esta vez... Y, además, ahora tengo un gato cariñoso.

jueves, 9 de enero de 2014

Guerra de sexos

(Advierto, esta entrada va sin fotos, pues habla de letras, y de esas he puesto muchas)

Me voy a meter en un jardín del que no sé cómo saldré. Esta vez me voy a ganar unos pocos enemigos y enemigas más, que espero lo sean menos si reflexionan sobre mis razones. Y es que quiero hablar de trabajadores y trabajadoras, de padres y madres, de señoras y señores, en fin, de miembros y de miembras…

Desde siempre he tenido una admiración reverencial por la lengua castellana. Ésta, como cualquier otra, se ha sedimentado a través de los siglos y ha ido cambiando, adaptándose a sus oradores. Nuestro idioma, como otros cuantos más, nació del Latín y, poco a poco, derivó con el carácter de sus gentes, variando y, creo yo, mejorando y ganando en expresividad y precisión. Esto quiere decir que no hay nada inmutable, y menos un idioma, el cual evoluciona por leyes naturales de economía, precisión y belleza –gracias a escritores, poetas sobre todo–, pero también de forma forzada por intereses nobles o espurios. Me refiero a cuando se meten con calzador expresiones y palabras de otros idiomas, algunas de las cuales enriquecen, pero muchas no, y menos si son masivas como ocurre en nuestros días con el inglés (ver desahogos en artículos anteriores de este blog).

Ahora aterricemos en nuestra realidad social. La mujer está tomando el papel que le corresponde, después de haber sido marginada a través de los siglos por una sociedad desigual y machista, que la ha postergado a desempeñar su función únicamente en el ámbito privado. Gracias a su lucha, y a la de los hombres que compartimos el sentir de esa injusticia, está recuperando la libertar de integración y de protagonismo social que le correspondía y que nos beneficiará a todos cuando sea plena.

Pero para hacer visible esa igualdad social se está forzando el idioma castellano, y se está deformando de una forma antinatural que a mí, al menos, no me gusta. Y no me gusta porque no es práctica y lo empobrece. Y, además, todo ocurre por un error pueril, como es confundir el género gramatical con el sexo, cuando son dos conceptos totalmente diferentes. El género es masculino y femenino, al igual que el sexo, pero tienen una entidad divergente. No son lo mismo, en absoluto.

El idioma castellano perdió el género neutro latino. Y no pasa nada. Una palabra de género masculino puede hacer referencia al sexo femenino y otra de género femenino al sexo masculino (ruego no pensar obscenidades, que hay equivalentes científicos). Y no pasa nada. Yo, como hombre, soy una persona (femenino) y pienso que soy buena gente (femenino). Una jueza puede ser un miembro (masculino) del poder judicial. Y no pasa nada. Se entiende.

El rizo rizado viene cuando hablamos de hombres y mujeres y no queremos generalizar en masculino, para deshacer injusticias. Si yo hablo de los padres (masculino plural) de un niño, no estoy determinando nada, hablo en conjunto y todo el mundo entiende que me puedo referir a un hombre y una mujer, o a dos hombres. Generalmente será lo primero porque es lo más común, pero según el contexto puede ser la otra opción. Si pretendiera especificar hablaría del padre y de la madre. Si, por otro lado, menciono a los trabajadores (masculino), todo el mundo entiende que hablo de los trabajadores y las trabajadoras, porque el género masculino generaliza por tradición al conjunto de los sexos. Duplicar me sigue sonando ridículo, por más que lo oigo. Que se hable de trabajadores y trabajadoras cada vez que un político hace un discurso intentando ser políticamente correcto, no añade comprensión y sí palabras. Es preferible que mencione a la clase trabajadora (femenino) o simplemente a las trabajadoras, dando por entendido que se ha elidido la palabra “personas”.  Pronto nos acostumbraríamos y no pasa nada: “Nosotras –las personas aquí reunidas– estamos orgullosas de ser trabajadoras, todas nosotras –personas–“. ¿No es mejor que la alternativa: nosotros y nosotras, trabajadores y trabajadoras…? Si queremos hacer presente el sexo femenino en nuestra sociedad, no desvariemos con el lenguaje, seamos osados y generalicemos en femenino. Es más fácil de tragar, que duplicar palabras de forma reiterativa y absurda, ya que no es necesario, cuando es perfectamente comprensible y no posterga a nadie, creo yo.

Para ser conscientes de hasta dónde hemos llegado haciendo el ridículo, por no diferenciar sexo de género gramatical, pondré el ejemplo más llamativo que se me ocurre.

Durante siglos cuando se hablaba de los padres de un niño (o de una niña), ya lo he mencionado antes, no existía ningún idiota, por mucho que el oyente fuera simple de entendederas, que no supiera que esa palabra de género gramatical masculino abarcaba al sexo masculino y al femenino. Así, existía en todos los colegios desde hace décadas una asociación (palabra de género femenino aunque incluya hombres) de padres de alumnos, o sea, A.P.A. en siglas. Y no había necio alguno que pensara que las madres estaban excluidas de esta generalización. Pero el excesivo celo de dar visibilidad a las mujeres acarreó el pensamiento de que esto no estaba bien, que era una aberración. La solución: se cambiaron las siglas para dar cabida a las madres y, además, se las puso por delante de los padres, que para eso ellas son las que paren. Así, se transformó, por arte de birlí-birloque la A.P.A. en hampa… Perdón, no resistía las ganas de hacer el chiste: en A.M.P.A., quiero decir. Asociación de Madres y Padres de Alumnos.

Echad las campanas al vuelo, hemos solucionado la iniquidad de olvidarnos que los alumnos tienen también madres. Hemos alargado el título pero, ¿eso qué es comparado con el reparo de la injusta injusticia histórica. ¡Hala, pues! Ahora que nos hemos lanzado, ¿y si nos inventamos la palabra “miembras”? Pues hecho, señoras y señores miembros y miembras de nuestro país y nuestra paísa, lleno de gentes y gentas trabajadores y trabajadoras, empresarios y empresarias, sindicalistas y sindicalistos… Ya tenemos la absoluta igualdad… Idiotizada.

Para demostrar que los “amperos” –integrantes e integrantas de las A.M.P.A.s– pensaron a medias, les voy a descubrir que se olvidaron de las alumnas: sí generalizaron a los dos sexos con la palabra “alumnos” ¡Qué horror! ¡Qué olvido imperdonable! Sí, volvamos a cambiar las siglas (y los siglos, dijo yo), olvidémonos de la A.M.P.A. y hablemos de la A.M.P.A.A.: Asociación de Madres y Padres de Alumnos y Alumnas. ¿Oye, y ya que traducimos el sexo en el género gramatical, no deberíamos también hacer mención a los alumnos y alumnas gays y lesbianas? ¿Y a los padres transexuales?

A partir de ahora debemos hablar de la A.M.P.T.A.A.G.L. Va una caña para el que lea estas siglas –yo invito, pero luego me tiene que invitar a otra a mí.

¿Te das cuen del absurdo?

Abogo, como mal menor, por generalizar los sexos en el género gramatical femenino. No pasa nada, yo no me ofendo pues el género femenino me contiene, ya he dicho que soy una (femenino) buena (femenino) persona (femenino, ¿o debería decir femenina?). Y todos los que me leen son mejores personas (femenino plural) que yo, no me cabe la menor duda.