domingo, 29 de julio de 2018

Los brutos


En el colegio hubo tiempos mejores. Los niños y las niñas jugaban en el patio de recreo a lo que les apetecía. En una esquina se organizaban partidos de fútbol y alrededor de una canasta había torneos de baloncesto. Algunos corrían sin sentido y otros saltaban a la goma o a la cuerda, sin importar que se mezclaran niños y niñas. También los había que simplemente paseaban y hablaban.

Pero llegaron los brutos. No eran muchos pero tenían muy mal carácter. Comenzaron por poner zancadillas a las niñas y por interrumpir las competiciones de baloncesto. Un día decidieron que solo se podría jugar al fútbol y aquellos que no estuvieran entre los elegidos para formar los equipos, deberían hacer de espectadores para vitorear y animar en los partidos. La mayor resistencia la opusieron los que jugaban al baloncesto.

Los maestros les dejaron hacer a los brutos, e incluso los apoyaron, ya que a ellos les gustaba más el fútbol. La situación se tensó tanto que, durante un torneo de baloncesto, se presentaron por sorpresa los brutos y hubo una pelea multitudinaria. La batalla campal se alargó. En principio los bandos estaban equilibrados, pero el resto de niños y niñas se vieron obligados a decantarse por unos u otros.

Los brutos se emplearon a fondo. Organizaron muy bien la estrategia de lucha, ya que estaban acostumbrados a acosar a los demás y terminaron por imponerse. Ganaron los brutos e impusieron su ley. Hubo muchos de ambos bandos que acabaron con hematomas e incluso heridas abiertas, sobre todo de los perdedores.

A partir de aquel momento ya no se podía jugar a otra cosa que no fuera fútbol. Cualquier porción del patio era un campo de fútbol y en todo momento que hubiera un partido el resto de los niños y niñas debían estar como espectadores. Cuando salía alguno que se resistía a participar, lo acosaban un par de brutos y de una paliza lo obligaban a ser espectador.

Aquello se convirtió en algo normal. Se aceptó la situación y, a la hora de salir al patio, durante mucho tiempo el fútbol fue la única actividad permitida.

Uno de los niños, que antes jugaba al baloncesto, se enfrentó valientemente a un grupo de brutos y les dijo que él era más pequeño que ellos y que, en cuanto se marcharan del colegio, todo volvería a ser igual. Cada uno jugaría a lo que quisiera.

Los brutos se juntaron para hablar, después de que unos puñetazos y puntapiés acallaran al que había protestado. Tomaron una decisión. Eligieron a un grupo de antiguos jugadores de baloncesto y les obligaron a trepar a una de las canastas, para que desatornillaran el aro y pintaran con rotuladores un cartel que decía: «En este patio se va a jugar siempre al fútbol».

Esa canasta con el cartel aguantó hasta que los brutos se hicieron mayores y se marcharon del colegio.

Poco a poco el patio volvió a ser un campo de juego multidisciplinar, como había predicho el niño rebelde, aunque nadie se atrevió a quitar el cartel de la canasta de baloncesto. Canasta que  se iba deteriorando paulatinamente y, en poco tiempo, si no se repintaba, acabaría por tener ilegible el cartel.

«Eso es injusto». Pensaron algunos que no había derecho a que fuese el tiempo el que acabara con el recuerdo de esos brutos o que vinieran otros para  repintarlo y así perpetuar su memoria. Así que se organizaron unos cuantos y, atando una cuerda, derribaron la canasta de baloncesto y astillaron el cartel. Los seguidores de los brutos, ahora en minoría, tuvieron que aguantarse.

—Mal, muy mal —le dijo el maestro al niño que acababa de leer lo que había escrito—. No has hecho lo que yo había pedido, la redacción tenía que tratar sobre el Valle de los Caídos.

viernes, 13 de julio de 2018

Dices tú de mili...

Hablando de mili, ¿os he contado que yo hice la mili en Ávila?

Me dirijo a vosotros, chicos, ya que las mujeres nunca me van a entender. Los más jóvenes tampoco saben lo que es la mili, pues la quitaron hace años, pero para muchas generaciones había un antes y un después: "Que te vas a hacer un hombre, que vas a conocer mundo...". Sí, yo hice la mili, así que supongo que ya soy un hombre, aunque ahora en el ejército haya mujeres; y recorrí mundo, si bien me tocó hacer la mili en Ávila, en casa... ¡Oye, que Ávila también está en el mundo!

Antes de ser hombre, yo era un joven de firmes ideales, que por aquellas fechas se asentaban en el inconformismo, en llevar la contraria, en el pacifismo… Y por tanto debía hacerme objetor de conciencia, así que cuando me llamaron a filas –a tallarse decían– pues...



Por mucho que no lo parezca, sí, soy yo.
Pero no nos vayamos del tema, que me pierdo. Yo hice la mili en Ávila, según os contaba, y la hice porque no objeté, es obvio. Que en mi época –por entonces aún se hacía la mili con lanzas– no existía la objeción de conciencia y al que no se presentaba lo declaraban desertor y lo enchironaban. Que si hay que objetar se objeta, pero un año y medio de calabozo… Así que me tallé y entré en el sorteo. Eso consistía en que sacaban un apellido y un destino y a partir de ahí se compaginaban la lista de apellidos de los quintos con otra de destinos –sigo sin comprender por qué nos llamaban quintos.
Cáceres. Reemplazo par. “¡Qué suerte tienes, macho de cabra! Después del campamento te tocará Ávila”. ¿Suerte? ¿Y para esto no objeto? ¿Me voy a hacer hombre yendo a dormir –y a comer– a casa? Ya sabéis, puro inconformismo, la juventud que siempre es contestataria.

Lo del campamento en Cáceres tiene poco que contar. El primer día ya estábamos ensayando para el último, pateando la pista de la jura de bandera. Pero hicimos más, como subir al monte cargados con el CETME –dícese del fusil antediluviano que utilizábamos–, teóricas de cómo ensartar con la bayoneta a los enemigos –que yo no sé por qué en lugar de eso, no me enseñaron a dispararlos a distancia–, tirar una granada detrás de unos montones de arena para levantar polvo, y esas otras cosas que hacen los soldados, como emborracharse en la cantina.
Total, que al mes a casita, a defender la patria con horario de oficina.

"¿Quién quiere hacer el curso de cabo?" Preguntaron. "Yo mismo". Respondí. Ya metidos en harina, y ya que iba a ser soldado, al menos que me licenciaran de sargento con mi paga de profesional. Un inciso, yo seguía siendo pacifista, pero como iba a llevar un arma en la mano, pensé que mejor mataría enemigos de sargento que de soldado. Entendedme, el homicidio es el mismo, pero los galones son los galones. De todas formas, no tenía a mi admirado Gila para preguntarle sobre esto de matar en la guerra.

Así que me apunté al curso de cabo… Y acabé siendo corneta.
Esto necesita una breve explicación. Es que antes de acudir a mi primera clase de cabo, se presentó el sargento de la banda de música y pidió voluntarios. Nuestro fervor guerrero nos hizo disimular y no salió ningún voluntario. ¡Con lo bonita que es la música! Así que se hicieron las cosas como se hacían en la mili. Dijo el sargento: “A ver, tú, tú, tú –me comeré unos cuantos “tus” para no cansar–, y tú, sois voluntarios para la banda”. Con ello terminaron mis ambiciones de mando, porque yo fui uno de los “tus”. Pero ahí no acabó la cosa, seguidamente repartió instrumentos, tuteando de nuevo indiscriminadamente: “Tú tambor, tú corneta”, etcétera. O sea, algún tambor más y muchas cornetas, aparte de un bombo. Que eso del oboe y la viola parece que no se estilaba mucho en el ejército.

Sí, sí, también soy yo.
¡Toma ya, yo corneta! ¿Pero por qué yo, que tengo un oído enfrente del otro? Que a mí la música me gusta mucho, sí, pero a los demás no les gusta nada que yo la “toque”. Vamos, que he nacido para el dibujo.
Y además desterrado en el “Planeta de los simios”, que es como llamábamos coloquialmente al Pradillo, donde tan sólo estaban las cuadras y la banda, apartados del mundo civilizado. Allí ensayábamos perdidos por las esquinas y en cuanto hacíamos sonar ese instrumento maléfico nos llevaban a bajar bandera para practicar. Yo por entonces tan solo hacía sonar el cuerno metálico, no había comprendido que se me exigía, además, que emitiera sonidos armónicos. Y en eso vinieron unos familiares andaluces, que no venían mucho porque vivían en Andalucía en lugar de en La Colilla, por ejemplo, y mi padre llevó orgulloso a mi tío Pepe para que viera cómo yo tocaba una bajada de bandera. Sí, se me ocurrió decírselo, inconsciencias de la juventud. Desde entonces pasé a ser el hazmerreír de la familia. El color rojo de mi cara de aquel día fue más por causa de la vergüenza de ver a mi padre y a mi tío presumiendo de ser familiares del corneta antes de la actuación, que por mi esfuerzo posterior de soplar: “tuuu tutú tutú tutuuuuu…”

Pero poco a poco fui aprendiendo y el resto de la mili la pasé en la Academia de Intendencia de la calle Vallespín, tocando diana a los cadetes y a la tropa, tocando fajina –que no sé cómo la llaman así, ya que nadie usaba faja para comer–, tocando “a paseo” para mandar a todo el mundo a paseo, bajando bandera con público y todo, turistas generalmente, y, como culminación, desfilando por El Grande el día del Corpus… Eso sí, ya tocaba bien, era “wisa” –es que cada tres meses subíamos de escalafón: quintos, padrecillos, abuelos y “wisas”, que viene de  bisabuelos, no me preguntéis por qué, pero lo escribíamos así–. Lástima que no hubiera vuelto mi tío Pepe en esas fechas para presenciar mi progresión. Vamos, tampoco hay que exagerar, no había alcanzado yo la calidad de un Mozart, que seguro que si está presente mi tío y pregunta a los oyentes ¿qué tal la ejecución del muchacho?, nadie le respondería que sí, que me ejecutaran allí mismo, si no que bastaría con un par de “guantás” bien “das”.
Desde entonces creció mi amor por la música y, en la Semana Santa, hasta me emociono con la banda de cornetas, y eso que soy agnóstico. Pero, bueno, también fui soldado siendo pacifista.

Y eso es todo, amigos. Ya veis, no soy un héroe, pero al menos soy una persona de principios, pues hice la mili sin usar armas. Conseguí entrar en la banda de música, para practicar ese arte noble, y así me libré de matar personas ya que, entonces, si hubiera habido alguna guerra, yo les habría tocado el “tu-tutú” a los enemigos, en lugar de rajarlos la tripa con la bayoneta. Que, digo yo, ¿no sería más fácil dispararlos desde lejos?

Relato publicado en "El mundo según los abulenses vol.2". La Sombra del Ciprés, 2016, Ávila.

lunes, 2 de julio de 2018

¡Qué calor!


¡Uf, qué calor! ¿Quién iba a decir que después del largo invierno y la espantosa primavera iba a venir este calor de repente?

Y además sin aire acondicionado y sin un triste abanico que me refresque, que ya tengo arrugadas todas las revistas y papeles de propaganda que tenía por casa, de sudarlas con las manos.

Me tomaré un helado. Pero, ¿qué diantre? Lo saco de la nevera y se me derrite al momento. Está tan licuado que cuando lo llevo a la boca me parece un café con leche. ¡Diablos, cómo he puesto el suelo de chorretones!

Y mira el bolígrafo, se está deshaciendo el plástico y se pega a la mesa. Esto es ya inaguantable.

¡Estoy desnuda por la casa y no hay una sola brisa que me refresque! El aire está más calentorro que el vapor de una infusión recién hecha.

Increíble, se está deshaciendo también la botella de plástico que contenía el único agua que me quedaba envasada. ¡Si parece que hierve! Podría cocer garbanzos con este agua sin ponerla al fuego.

¡La ducha!, ni esa puedo usar, debe ser también de plástico y se está deshaciendo. No pienso ponerme bajo el chorro que salga por ese trasto. Me abrasaría.

¡Qué hago! ¡Socorro! Esto es un infierno. ¿Estoy despierta o soñando? ¿Una pesadilla? ¿El sueño de una noche de verano…?

En todo caso no soporto tanto calor, me da la sensación de que yo también me estoy disolviendo.

¡Es imposible! No puedo creer lo que veo, el calendario de la cocina se derrite… Pero si es de papel, lo lógico es que se incendiara y se está licuando. ¡Ahí va el mes de julio, hecho garabatos sobre el suelo de la cocina! Y agosto también…

Septiembre se funde más despacio. En un momento se me ha desleído todo el verano. Me quedé sin verano, pero parece que el mes de octubre aguanta, se mantiene entero. A ver si con suerte…

¡Qué bien, octubre viene fresquito! ¡Qué gusto!