jueves, 31 de marzo de 2022

El hacha de guerra

Ya había pasado los rituales de iniciación y era un hombre a la vista de los habitantes de la Sierra de las Águilas. Con mi nueva libertad, y con la excusa de una cacería en solitario, podría volver al Bosque de los Mamuts donde la vi por primera vez, cuando aún éramos niños. Tenía sus cabellos como las hojas de los árboles en otoño y se movía como una gacela. Apenas nos entendimos, pues hablaba una lengua extraña, pero ella y su hermano mayor, al que llamé Peña por su la cara rugosa, estuvieron enseñándome el río donde se bañaban. Varios días estuvimos jugando y corrimos como ardillas, mientras los cazadores hablaban sobre las costumbres de los mamuts en verano. El Jefe Ceñudo tenía tanto interés por el sistema de caza de los extranjeros, que demoramos la partida varias lunas.

Transcurrieron los calores de los días largos y después los fríos de los días sin luz. Cuando me encontraba sacando lascas de piedras de sílex, para hacer puntas de flecha, se presentó mi padre y me dijo muy serio que recogiera mis armas, que el Jefe Ceñudo había decidido hacer la guerra. Me iba a convertir en cazador de hombres, siendo apenas aprendiz de cazador de conejos. Lo terrible fue enterarme de que los enemigos eran los habitantes del Bosque de los Mamuts.

Protesté, pero mi padre se enfadó. Los espíritus le habían dicho al hechicero que era necesaria esa guerra para que nuestra tribu no pasara hambre en los días cortos y el Jefe Ceñudo ordenó la expedición. Al Jefe no se le podía llevar la contraria. Cuando le mostré a mi padre mi rechazo por combatir a mi amigo Peña, me dijo que, si yo iba, podría protegerlo de nuestros guerreros, al igual que él me protegería a mí de los suyos. No me atreví a hablar de su hermana Gacela, por quien temía más, ya que, según cuentan los más viejos, las mujeres son las primeras víctimas de las guerras.

Se puso el ejército en marcha y yo con ellos. No me quedó otro remedio. No tenía miedo, pero sentía horror de matar a gentes que no me habían hecho nada. Formamos varios escuadrones de tropas auxiliares de los romanos, esos que primero fueron nuestros enemigos y después aliados. O, más bien, nosotros aliados suyos. El Jefe Ceñudo mandaba el ala indígena para la conquista de todas las tribus del país. Llegamos al castro enemigo, fortificado con unas empalizadas de madera, y comenzó el asedio. Yo no quería luchar, sabiendo que Gacela y Peña estaban entre los sitiados. Me conminé a protegerlos, aun a costa de dar mi vida por ellos.

De vez en cuando salía de las murallas un destacamento de moros y nosotros, dando vivas al Apóstol Santiago, enfrentábamos una tropa similar. Tuve mi bautizo de sangre. No participé en todas las refriegas, pero hube de salvar mi vida matando hombres, como antes mataba animales en las partidas de caza. Nosotros pedíamos ayuda a Dios y ellos a Alá. Nuestras máquinas de guerra no conseguían derribar sus murallas de piedra sólida. Temía que, si encontraba a mi amigo Peña en la campa, no tuviera tiempo de preguntarle por su hermana antes de que me atravesase con su espada. O yo a él.

Después de tres meses de asedio y con las murallas derribadas por nuestra artillería, iniciamos un ataque masivo, cargando los mosquetes de la primera línea de combate y preparando las bayonetas para el cuerpo a cuerpo. Nuestra victoria era segura, pues ellos estaban hambrientos y enfermos, mientras que nuestras filas fueron bien abastecidas desde la retaguardia. Sabía que después vendría el saqueo, el pasar por pelotones de fusilamiento a los hombres y la violación de las mujeres. Y yo estaba entre los victoriosos asaltantes. ¿Podría aún salvar la vida de Gacela y su hermano Peña?

Todo estaba desolado. Nuestra aviación cumplió su papel dejando en ruinas la práctica totalidad de los edificios. Desde que la guerra no afectaba solo a los ejércitos, sino también a la población civil, el horror se multiplicaba. Había cadáveres sin enterrar por todas partes. Se combatía de calle a calle. Nuestros carros blindados disparaban sus obuses contra cualquier cosa que se moviese. Habíamos arrasado la capital enemiga. Pero aún necesitábamos que se rindieran oficialmente para obtener la paz.

Debo admitir que, desde que iniciamos la invasión, nuca tuve claro que sobreviviría. Intenté recordar el motivo por el que todo comenzó y la paz había sido la razón esgrimida por el Jefe Ceñudo para hacer la guerra. Logramos nuestro objetivo, pues ya teníamos a la vista la paz. Sentía una inmensa alegría de que pronto acabase todo. Estuvimos a punto de utilizar armas químicas e incluso bombas nucleares, para machacar al odioso enemigo. Pero nuestra táctica de tierra quemada logró la victoria sin necesitarlas. Era una guerra legal.

Me obligaron a adentrarme en los túneles del metro para buscar a las ratas enemigas en todos sus escondrijos. Pensé que sería trágico morir cuando ya habíamos vencido. Entonces vi a Peña, a punto de ser degollado. Me costó reconocerlo porque estaba en los huesos, pero su cara áspera era inconfundible. Pude cumplir mi promesa y me interpuse para salvarle la vida. Él no me lo agradeció. Le pregunté por su hermana Gacela y me dijo que había muerto de hambre dos días atrás. Ya no me importaba. Él me preguntó por mi padre y tuve que contarle que lo perdí en las primeras batallas, cuando un hacha de sílex le cortó la cabeza en el Bosque de los Mamuts.

Me dio la enhorabuena por haber ganado la guerra.

sábado, 5 de marzo de 2022

NO A LA GUERRA

Sé que este lema, en la situación actual de la guerra en Ucrania, no es defendido por muchos y que me acusarán de mantener una posición ingenua y apartada de toda la realidad. «Si ya ha habido un ataque, una invasión y una masacre, no queda espacio para la diplomacia, sino para la defensa».

A los que seguimos enarbolando la bandera del no a la guerra se nos está insultando como idiotas y se nos dice que somos unos pocos iluminados, arrinconados en la izquierda. No quieren entender que la cuestión no es tan clara y que la nuestra es una opinión meditada y no el anquilosamiento de antiguos lemas, desfasados y sin sentido. La filosofía que está detrás es el pacifismo y, a través del tiempo, la han sustentado figuras a las que se les ha elevado monumentos como Mahatma Gandhi o, por qué no, John Lennon. Entiendo que el pacifismo siempre tiene sentido y es la única alternativa a la destrucción de la humanidad.

¿Por qué no debemos enviar armas a Ucrania? Porque Ucrania está vencida. Y lo está porque la potencia militar de Rusia es muy superior a la suya. Al frente de la invasión hay un hombre tan vehemente y poco informado que, además, cuenta con la última baza, la guerra nuclear, si con la guerra convencional no consigue sus objetivos. Y en la guerra convencional aún le quedan muchas cartas que jugar para la destrucción.

Y sí, Putin es un autócrata, un criminal, un imperialista, un inhumano asesino de masas, solo comparable con Hitler. Sí, a este sátrapa tiene que juzgarlo un tribunal por crímenes de guerra y, si no muere antes, su destino es la cadena perpetua, ya que también soy de los «ingenuos» que no defienden la pena de muerte.

Si le facilitamos a Zelenski armamento para su defensa, tan solo prolongaremos unas semanas, unos meses, el fin de la guerra, a no ser que el conflicto se enquiste sine die. Es imposible que ayudándolo con armas logremos que venza a Rusia. Por tanto, con ello, tan solo conseguiremos aumentar de forma exponencial el terror, el hambre y el número de muertos. Tanto de un lado como de otro. Porque, no lo olvidemos, el criminal es Putin, su estado mayor y la ideología nacionalista que lo sustenta; no el pueblo ruso, que envía a sus reclutas adolescentes a combatir. Ni tampoco los manifestantes rusos que tienen el valor, en un régimen dictatorial, de salir a protestar.

Para que la guerra no tenga el fin previsible de la derrota de Ucrania, tendría que intervenir la OTAN. ¿Qué pasaría si interviene la OTAN? Es razonable imaginar la eventualidad de una guerra nuclear, ya que al mando del ejército ruso está un demente. La catástrofe que una guerra nuclear comporta es definitiva. En una guerra nuclear no habría vencedores ni vencidos y a estas alturas no creo que sea necesario explicarlo.

Putin, que es un hijo de Putin —suponemos que su padre le dio el apellido—, es un ultranacionalista que cree en una Rusia imperial y que no se va a parar por amenazas, ya que tiene la realidad distorsionada y está convencido de que en occidente somos criminales. Y nadie le va a sacar su idea, a no ser que sean los suyos.

¿Qué podemos hacer? Pues todas las medidas pacíficas que podamos llevar a cabo, combinadas con la diplomacia que busque la paz. El embargo económico hasta la asfixia. El cierre financiero de su país, la requisa de las fortunas de los oligarcas rusos, echarle de todos los foros deportivos y culturales, atender humanitariamente a los ucranianos, admitir en la Unión Europea a Finlandia, Suecia, Ucrania, Turquía y Moldavia. En definitiva, hacer ver a los rusos que su líder está equivocado y que no consentimos que prosiga su política imperialista.

El último objetivo sería que el criminal sea detenido y procesado. No se puede consentir que Putin siga al frente de su país, aunque dé marcha atrás, ya que es un genocida. También debemos hacerle entender que nos defenderemos si nos ataca, pero que no somos como él y nunca atacaremos. Él es el que está equivocado y el que es un asesino.

Volodímir Zelenski ha tomado la decisión de enfrentar con las armas la invasión de una potencia nuclear. Es legítima, no me atrevo a afeársela, pero debe atender a las consecuencias. Las potencias democráticas debemos ponernos de su parte, pero darle armas conlleva prolongar su derrota y que mueran más ucranianos (¿cientos, miles, cientos de miles?). Yo no apoyo prolongar el sufrimiento de su pueblo, pero sí apoyo todas las medidas pacíficas que acaben con la dictadura del sátrapa invasor.

Tal vez mi postura no sea compartida, pero es clara: personalmente prefiero perder una guerra y conservar a mi familia y amigos, que ganarla y los maten a todos. La guerra y la vida son incompatibles

NO A LA GUERRA, SÍ A LA VIDA