No solamente jugamos
en los recreos del cole, es más ni siquiera en ellos pasamos el mayor tiempo de
ocio. Es en el parque donde perdemos la sensación temporal hasta que nos llaman
nuestras madres para comer, para merendar, para cenar, para hacer los deberes,
para bañarnos o porque ha llegado nuestra tía y quiere restregarnos los morros
por la cara.
Antes, el parque no
era más que un descampado. Aparte de unos árboles tan solo había hierba raída,
pedregales y mucha tierra suelta. Pero en mi barrio, que está en el norte de la
ciudad, nos pusimos de acuerdo toda la chavalería y lo adecentamos. Tanto nos
entretuvimos, que lo tomamos por un juego, empleando varios días.
Limpiamos de piedras
la tierra, delimitamos la zona de hierba. Restauramos las papeleras rotas y en
ellas pusimos toda la basura que encontramos. E incluso reparamos la valla, que
en la zona inferior era de piedras y por encima tenía una alambrada deshecha.
Pero nos quedamos sin materiales
con los que componer la valla e hicimos una exploración y, en el sur de la
ciudad, encontramos otro parque similar al nuestro en un principio, cuando todo
estaba manga por hombro. Allí había niños que jugaban, sin importarles que nada
estuviera limpio y arreglado.
Nos hicimos con unas
carretas para llevamos unas piedras, pero pesaban tanto que obligamos a algunos
de los niños del parque del sur a ayudarnos a cargarlas. Luego les hicimos
empujar las carretas. No querían, claro, pero nosotros éramos más brutos y
teníamos palos. Después de zurrar a algunos de ellos, nos los llevamos,
asustados y llorando. Les obligamos a ellos a hacer el trabajo pesado y a
colocar las piedras en la valla. También tuvieron que limpiar el césped,
adecentar las zonas de tierra, podar los árboles…
Tuvimos que ir a por
más niños, ya que no veíamos la forma de acabar. Organizamos otras expediciones
y los trajimos a la fuerza. Con su ayuda terminamos todos los trabajos.
El nuestro tan solo era controlarlos.
Por fin conseguimos un
parque impecable. Con sus canchas de fútbol y baloncesto. Los setos recortados
que cerraban el césped, donde podíamos tumbarnos a descansar. Las fuentes con
agua, la zona donde se podía jugar a la comba o a las canicas, e incluso los
toboganes y columpios restaurados.
Pero algunos de los
niños a los que forzamos a ayudarnos, cuando volvieron a su parque, quisieron
hacer lo mismo y ya no podían. Les faltaban piedras para completar su valla, y
no tenían alambres para cerrarlo. Los columpios estaban desbaratados, porque
nos habíamos llevado las piezas para recomponer los nuestros. Ni siquiera
tenían agua para regar su césped.
Parte de ellos se fueron
entonces del parque del sur al del norte. Al principio ni nos dimos cuenta,
pero luego comenzamos a ser conscientes de los intrusos y cerramos las puertas,
dejando para vigilarlas a los más brutos del barrio y para que impidieran que
siguieran viniendo invasores.
Pero continuaban
llegando, cada vez en mayor número, e intentaban saltar la valla, a la que
habíamos puesto pinchos, para dificultarles la tarea. Si alguno se colaba y era
detectado, después de una paliza era devuelto en caliente. Pero el efecto
llamada de los que habían logrado entrar a jugar en nuestro parque fue
creciendo y no había manera de pararlo.
Entre nosotros se
crearon grupos más extremistas que quería devolver a todos los intrusos a su
mísero parque. No había derecho, decían, a la invasión. Pero otros pensábamos
que era injusto que unos lo tuviéramos todo y otros nada, sobre todo cuando
gran parte lo habíamos robado. La solución no radicaba en
impedir el paso, ya que era imposible, sino en ayudar a los niños del parque
del sur a tener un área de juegos tan bonita como la nuestra.
—Mal, muy mal —le dijo el maestro al niño que acababa de
leer lo que había escrito—. Has vuelto a irte por las ramas y a no hacer la
redacción como yo había pedido. El tema de hoy era la invasión migratoria.
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