jueves, 29 de junio de 2017

Terrones y almenas

(El siguiente relato se nutre de recuerdos personales, pero no deja de ser ficción. Es decir, es una invención literaria construida con ladrillos de la memoria)

La sobremesa de la comida de negocios invitaba a la sana siesta en esa tarde de julio, pero Carmelo debía regresar a Madrid. Había pasado por Ávila para comunicar a Óscar su ascenso a jefe de la delegación de la empresa, en lugar de Enrique, que era quién lo esperaba. Pero se había decantado por el primero, que contaba ya cincuenta y dos años y así culminaba su carrera. Se sentía feliz de darle la noticia.

Decidieron estirar las piernas, dando un paseo desde el Mercado Chico hacia el puente Adaja, bajando por las calles estrechas de la ciudad antigua.

—¡Qué recuerdos! —dijo Carmelo—. Pasé por aquí mis mejores años. Luego marché a Madrid y apenas he vuelto.

—¿Vivías en el barrio de San Esteban? ¡Qué casualidad! Yo también —confesó Óscar, complacido de compartir recuerdos con su jefe—. Aunque yo nunca me fui de la ciudad, sí que me fui a vivir a la otra punta y hacía años que no volvía.

—Vaya. Tal vez nos conocimos entonces y no lo recordamos —apuntó Carmelo.

—No creo —negó Óscar—. Eres cinco años mayor que yo y es mucha diferencia para unos chavales.

Llegaron a la Puerta de la Mala Ventura, también denominada Arco de los Gitanos, y se entretuvieron observando aquel rincón, tan hermoso como poco frecuentado, con el jardincillo de Moshé de León, que se encuentra dentro del recinto amurallado.

—Hacía mucho que no veía esta estampa —añadió Óscar, señalando la pequeña puerta de la muralla, que dejaba ver un paño de cielo azul intenso, bajo el cual se abrían los campos extramuros—. Aún recuerdo las trastadas de crío —Óscar señaló a la derecha de la puerta de la muralla, donde la altura apenas superaba los dos metros—.
Por ahí trepábamos y nos asomábamos a las almenas. Por fuera la altura es mucho mayor, como sabes. Espiábamos a las parejas que se escondían en el zócalo de piedras, aprovechando el anochecer, ya que entonces no se iluminaba la muralla. Cuando los veíamos liados, arrancábamos terrones de tierra y los bombardeábamos, interrumpiendo su romance, ¡ja, ja…! Y sin que pudieran vengarse, ya que antes de que entraran corriendo por el arco para alcanzarnos nos daba tiempo a desaparecer. ¡Qué tiempos aquellos!

—He de marchar ya hacia Madrid —dijo Carmelo—. Al final ha sido más decisiva esta conversación que toda la mañana que llevamos juntos —le estrechó la mano y se distanció, no sin antes decirle algo—. Una última cosa: He cambiado de opinión, el puesto es para Enrique: ¡Juré que un día me vengaría de los terrones!

FIN


(P.S.: Yo era muy joven para buscar sitios apartados que compartir con una mocita, espero que no haya cuentas pendientes...)

jueves, 15 de junio de 2017

Yijadismo y machismo

Entre las distintas noticias, que a diario nos asaltan en los medios de comunicación, hay un par de ellas que son recurrentes y nos golpean una y otra vez, sin que veamos su final.

El caso es que tienen un elemento importante en común y es lo que me motiva a realizar una pequeña reflexión. Me refiero a dos actos terroristas sin sentido y sin ninguna posibilidad de éxito para sus ejecutores. Uno es el terrorismo islamista, simplificado como yijadismo, y otro es el terrorismo machista. Son tan diferentes entre sí, aparentemente, que no somos conscientes de que tienen las mismas raíces.

Ambos se basan en una forma de entender la realidad de manera nada flexible, sino fija y estanca. Con un solo punto de vista y lejos de toda empatía con el otro, al que se cosifica, insultándolo y considerándolo el causante subjetivo de todos los males. Pero lo que más les iguala es querer llevar a efecto sus aspiraciones, que ellos creen justas, aún a costa de sus propias vidas, las cuales no dudan en sacrificar para salirse con su propósito.

Un paréntesis. Lo islámico, lo musulmán, merece todo el respeto. El mismo respeto que merecen el resto de las religiones o el ateísmo, porque la fe es hija de la voluntad. Se cree en lo que se quiere creer, sin lógica racional. El ejercicio de la libertad individual nos permite elegir qué es lo que queremos creer o no creer y solo se puede ejercer esa libertad con el respeto de los demás. Pero muchas veces se confunde lo musulmán con el islamismo extremo. Para deshacer este error, abramos los ojos y descubramos que la mayor parte de las víctimas de los radicales islamistas son los propios musulmanes.

Los islamistas radicales ven en la fe —su fe, claro— la única forma de vida, y quien no tiene su misma fe es un ignorante despreciable, en el mejor de los casos, o es un criminal. Su mayor aspiración es obligar a que todos piensen como ellos o desaparezcan. No quieren comprender los cimientos de barro que sustentan sus creencias.

Test de la mente sucia: ¿Qué es esto?
A) Son patatas
B) No son patatas
(Solución: ¡Tú mismo!)
El machismo supone una forma de ver la vida igual de radical: El hombre es libre y la mujer está a su servicio. Repasemos la Historia y veremos que así han estado planteados muchos siglos. En el actual, en el que la mujer reclama, por justicia, la misma libertad que el hombre, hay quienes no lo entienden y se ven atacados en su verdad por unas díscolas que quieren vestir a su manera, hablar con quién les dé la gana o simplemente romper una relación de pareja que no les satisface. Esto causa el efecto de que el machista se considere herido en lo más profundo de su esencia, recurriendo a la humillación o a la violencia física para imponerse. Tampoco quieren comprender que su punto de vista también tiene cimientos de barro.

Otro paréntesis importante, para no equivocar el diagnóstico. Al igual que no debemos considerar yijadistas a los musulmanes, por el hecho de ser musulmanes, tampoco debemos considerar machistas a los hombres por el hecho de ser hombres. Además de injusto, lleva a errar en las soluciones a proponer.

Ante la irracionalidad de ambas posiciones, el machismo y el islamismo radical llegan a la locura de querer salirse con la suya sin importar las consecuencias y así crean al monstruo. Monstruos que, con la razón subjetiva inviolable de su parte, se suicidan matando. Y contra esto no se puede luchar. ¿Cómo vamos a coaccionar a los asesinos si ellos mismos se quitan la vida? ¿Cómo vamos a prevenir que un energúmeno con un cuchillo, con un coche o a manos limpias, acabe con la vida de su prójimo —próximo en sentido literal—, si entrega su vida en ese acto?

Solo hay una forma: Educación. Enseñar el respeto a los demás y a que todo el mundo es libre de hacer siempre lo que le venga en gana, mientras no conculque otras libertades. Es decir, ser abiertamente intransigentes con quienes sean intransigentes. Los intransigentes no pueden convivir con el resto. Son enfermos. Por lo que debemos encerrar a estos energúmenos, tanto yijadistas como machistas, separándolos de la sociedad sana. El simple hecho de su ideología ya debe considerarse delito, aún antes de cometer otro. Pero, mientras se logra esa educación plena, no queda más remedio que potenciar todas las medidas preventivas y reparadoras posibles.

Algún día, el que no respete a los demás, estará marginado de la sociedad. Hacia esto debemos avanzar.