viernes, 31 de enero de 2020

Viaje de un caracol a la ciudad

¡Qué vida más apacible la del que vive en el campo! Eso sí, aburrida como una ostra. Siempre tuve curiosidad por esos tipos urbanitas que nos visitan de vez en cuando, domingueando sobre todo, y que ponen tanto cuidado en no pisar la boñiga dejada al descuido por cualquiera. Suelen expoliar toda seta o níscalo que encuentran, arrasando incluso con los retoños de hongos que en veinticuatro horas podrían alcanzar un tamaño como para saciar al más exigente. Pero, si alguien pasa de largo el ejemplar más minúsculo, el pisaverde que vaya detrás arramplará con él.

Soy por naturaleza curioso. ¿Cómo serán esas ciudades de las que dicen venir los forasteros? ¿Allí no hay setas, bostas ni bichos? Desde hace tiempo que me apetece mucho conocer esos lugares lejanos y enigmáticos. Así que cuando uno de esos tipos embotados, hurgaba entre la hierba en la que yo trajinaba y me agarró de la concha, en el fondo me alegré. Supe que iba a viajar. Me introdujo en una cesta donde me encontré de sopetón con un montón de caracoles, como yo, algunos incluso conocidos. Eso sí, debido a que todos somos hermafroditas, tuve que cuidarme y pasar alternativamente de macho a hembra y viceversa, ya que no me faltaron proposiciones de colegas, que estaban en una proximidad obligada. “No me busques, chica, que yo también lo soy”. “Quita para allá, machote, no sea te lleves lo que quieres darme”. Jejé, los tuve mareados un rato, hasta que comprendí que no les hacía falta, debido a la cantidad de opciones que se les presentaban. Yo solo era uno más.

Después de traquetear durante mucho rato en su máquina corredora, donde nos colocaron a oscuras en el maletero, salimos a la luz en uno de sus hogares ciudadanos. Sí, objetivo alcanzado, estaba en la ciudad.

Pero pasé varios días sin ver nada, todo era rutina y encierro. Nos tenían confinados en una caja, taponada con una especie de malla irrompible para mis pobres dientes gasterópodos. Resumiré para no aburrir. Primero nos dieron mucho de comer, lechuga sobre todo. Por lo menos los anfitriones eran generosos. Luego nos hicieron pasar hambre, pues erradicaron la comida por completo de nuestra especie de cárcel. Creo que llegué a cagar hasta lo último que me había llevado al estómago, sin opción a reponerlo. Después nos remojaron en agua, frota que frota, sacándonos las roñas campestres. Aunque al final lo compensaron con el espá. Nos dieron un baño a todos juntos en una especie de bañera metálica. El agua en principio estaba fría, pero se fue templando poco a poco. ¡Qué gozada! Asomé la cabeza para disfrutar. Bueno y también para respirar un poco.

En eso, no se me dejaba de venir a la cabeza que mi ilusión era conocer cómo es una ciudad y que, por muchas atenciones que nos dieran, estaba perdiendo el tiempo allí. Así que me armé de agallas y trepé por las paredes que estaban aún más calientes. Al llegar al filo de la sauna, me impulsé, rodando fuera. Cuando me recompuse me sentí aliviado, ya que la temperatura del agua había alcanzado un nivel que me estaba resultando incómoda.

Dejé que mis compadres siguieran disfrutando del baño y yo me deslicé hacia abajo del mueble, luego patiné por el suelo y más tarde subí por la pared, hasta alcanzar una ventana por la que puede salir al aire libre. Descendí la fachada, me escurrí por lo que llaman acera y alcancé un espacio verde, auténticamente sabroso. Sé ahora que lo llaman jardín, pero tiene cierto parecido con el campo. Me repuse comiendo hierba fresca, pensando en lo bien que lo estarían pasando mis congéneres. Ahí, en la sauna, tan limpitos, abriendo sus instintos al placer y cambiando el sexo continuamente para que nadie quedara insatisfecho.

Pero no me arrepiento, me alegro de haberme marchado, ya que lo que yo quería desde el comienzo era esto, conocer la ciudad.

miércoles, 15 de enero de 2020

Maneras de viajar


Sobre el tema de los viajes hay mucho que decir, pues existen tantas maneras de embarcarse en una aventura como gustos. Y, ya se sabe, sobre gustos se ha escrito tanto que no puede uno perder el tiempo pretendiendo leerlo todo.

Para desplazarse, hay a quién le gustan los automóviles, esos cacharros con ruedas de goma, que alcanzan velocidades que despeinan. A no ser que estén techados. O no tengas pelo, esa es otra.

Pero también se puede volar. Muchos no se explican dónde está la magia que hace posible que con un “abra cadabra” se consiga que un trasto de muchas toneladas de peso flote en el aire. Pues no es magia, ni magio. Hazme caso, coge una piedra, aunque pese es igual. ¿Crees que vuela? ¿No? Entonces tírala con ímpetu y verás cómo planea mientras le dure la inercia de la fuerza aplicada. Pues a uno de esos aeroplanos, no hay más que aplicarle fuerza constante y, hala, magia potagia. Claro que también están los ingenieros, que saben de aerodinámica y esas zarandajas, posibilitando a los pilotos dirigir esos cacharros por la masa gaseosa.

Incluso por encima del agua se puede viajar en un pesado y metálico armatoste. En esto, me han dicho, tiene mucho que ver un tal Arquímedes. Que si todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de fluido desalojado. Parece difícil de entender, pero con que lo entiendan los ingenieros hay suficiente. Flota.

¿Y qué decir de viajar por debajo del agua? Pues también. Y los hay incluso amarillos.

Lo que yo no entendí era el viaje ese en el receptáculo cerrado que vi antes. Sin una ventana para observar el paisaje y con capacidad para una sola persona, lo cual limita bastante la conversación. Tal vez, esa especie de cajón de madera tenga dentro algún dispositivo con altavoces para escuchar música, ¡porque si no…!

Cuando, después de meterlo en el agujero, le empezaron a echar encima paladas de tierra, supuse que ese tenía que ser su último viaje.

En fin, yo a lo mío, a seguir comiendo, que esta hierba está muy fresca.