lunes, 31 de octubre de 2016

A vueltas con la hora

Tal vez parezca un tema menor, pero no deja de tener su importancia y hay que meterse en todos los charcos, así la vida es más entretenida.

Nos dicen que con el cambio de hora del otoño los días serán más cortos y que anochecerá antes, pero no es cierto, nos engañan. Lo que ocurre es que llamando a la hora de forma diferente nos levantamos una hora más tarde. Antes nos levantábamos a las ocho y ahora a las ocho las llaman las siete, así que nos levantamos a las nueve, a las que ahora las llaman las ocho. ¿Me explico?

¿Por qué nos engañamos? ¿Por qué cambiamos el nombre de la hora real en la que vivimos? ¿Para ahorrar energía? ¿Para tener más horas de sol? ¿Para que anochezca antes? ¿Para amanezca antes? Todo es mentira y eso es lo que me hace rebelarme.

Vivimos en determinado huso horario, y la hora de la Península Ibérica coincide con la del Reino Unido y con la de Portugal, ya que por la Península y por el Reino Unido pasa el Meridiano de Greenwich. El hecho de que no tengamos la misma hora oficial no es más que una estupidez sin sentido.

En verano, los que nos levantamos a las ocho de la mañana (que cada cual lo sustituya por su hora), en realidad lo estamos haciendo a las seis. Esa es la verdad. Así el resto de los países europeos dicen que los españoles somos unos vagos que no madrugamos. Y no es cierto, madrugamos tanto o más que ellos, solo que nos mentimos llamando ocho al seis. En invierno desde el último fin de semana de octubre retrasamos los relojes una hora y tan solo tenemos ya una hora de diferencia con la hora real, y por ello sigue siendo mentira. Ahora nos levantamos a las siete, pero le llamamos las ocho. No es más que un engaño al que nos fuerzan las administraciones.

Esta hora de diferencia del invierno es una estupidez, que se le ocurrió al dictador Franco, en los años cuarenta del siglo veinte para congraciarse con su amiguete Hitler y tener la misma hora que Alemania, que está mucho más al este. Así, si las tropas germanas ganaban la guerra y venían “de visita” no tenían que modificar sus relojes. Y Hitler y Franco podían hablar por teléfono antes de cenar, ya que sus criados podían servirles el consomé a la misma hora.

Años más tarde, en 1974, con la crisis del petróleo, a las administraciones europeas se les ocurrió cambiar la hora de verano para ahorrar energía prolongando las horas de sol. Otra estupidez donde las haya. Por mucho que se cambie la hora no se alarga el tiempo que permanece el sol. ¿No sería más fácil adelantar los horarios? Por ejemplo: Desde el último sábado de marzo las fábricas abrirán a las siete en lugar de a las ocho. Y  así con las administraciones, los comercios, los transportes, etc. Es decir, si se piensa que se aprovechan más las horas solares, se adelantan los horarios y no tenemos necesidad de engañarnos. De todas formas, esta medida es cuestionable como ahorro de energía, pero no voy a discutirlo, que ya lo han hecho otros.

Para complicar el tema, en Baleares y Valencia, están luchando por conservar el horario de verano, es decir ir dos horas por delante de la hora natural en verano y en invierno, para que la hora de anochecer sea más tardía. Dicen que es lo mejor para el turismo. Pero tan solo hay que despejar las telarañas de la cabeza: Sí, anochecerá a las siete y media en lugar de a las seis y media, pero las horas de luz no se han movido un ápice, porque el hecho de cambiar la hora no consigue que el sol permanezca más tiempo alumbrando la Tierra. Que lo mismo da que la hora de anochecer se llame las seis de la tarde o las cuatro. Lo importante es levantarse antes. Pero levantarse antes de verdad, sin cambiar el nombre a la hora. Es cuestión de nomenclatura, no de que el sol dure más.

En fin, no quiero convencer a nadie, pero yo lo tengo claro. Cuando me jubile, si llega ese día para mí, dejaré de engañarme y pondré mi reloj en la hora solar, teniendo en cuenta que el resto del mundo vive en la mentira. Allá vosotros, majos.

Por si acaso deberé llevar un reloj supletorio con la hora falsa, para poder entenderme con mis vecinos.

domingo, 16 de octubre de 2016

No aprendemos

El libre albedrío, sobre el que tanto debatieron en tiempos medievales teólogos y filósofos, es una de las características más propias del ser humano racional.

Los animales están determinados por el instinto. Son instintos primarios los que les gobiernan de cara a la supervivencia, la comida y la reproducción. Y son otros instintos también los que les guían hacia la violencia o el juego. Pero el ser humano, que es libre de hacer lo que quiera, es capaz de lo mejor y de lo peor. Entre lo mejor está el amor desinteresado, el cuidado de los demás o las expresiones artísticas. Entre lo peor está el daño a sus semejantes.

Desde que la ciencia histórica nos puede contar los hechos, nos narran guerras, saqueos, matanzas, violaciones, destrucción… E incluso antes, las pinturas prehistóricas, ya nos muestran escenas de batallas. Es, por tanto, algo que está envenenando desde siempre el comportamiento de la humanidad, libre, y dueña del mundo. ¿Pero si somos libres, por qué seguimos haciendo guerras? Tengo mis respuestas, claro, pero no voy a darlas, tan solo quiero hurgar en la herida.

Una niña pequeña sacada de los escombros de un bombardeo en Siria, pateras y embarcaciones de gentes huyendo del horror, niños mutilados por bombas, países ricos impidiendo que escapen de la guerra quienes sólo quieren vivir. Ciudades arrasadas, muros levantados, bombas “inteligentes”. Francotiradores, batallas urbanas, saqueos, violaciones, torturas, mutilaciones, envenenamientos, zancadillas, tiranos, matatiranos… No son datos históricos, son portadas de periódicos de actualidad.

Hoy saco de mi cajón otro de mis poemas, que ya estaba cubierto del polvo de los años, pero cuya actualidad, por desgracia, nunca pasará. Hasta que el ser humano sea totalmente destruido por sí mismo. Es un canto a quiénes van en contra de las convenciones sociales, a los valientes desertores. Porque los otros valientes, los que hacen lo que se espera de ellos, que es intentar sobrevivir matando, no son tan valientes, tan solo son los tontos útiles, a los que se denomina héroes, por recompensar su estupidez. Ejemplo de ello lo tenemos en esos pechos inflamados de ardor guerrero que se confiesan novios de la muerte. Yo contradigo a su fundador y le doy la razón a quién se le enfrentó dialécticamente: “Viva la inteligencia y muera la muerte”. Ninguno de los que han vencido, han convencido, ya que ninguna guerra sirvió nunca para nada. Al final, después de dar la vuelta a la tortilla, arriba quedarán los ricos opulentos y abajo los pobres desgraciados.

 He tratado de reflejar gráficamente en mi poema el cansancio de milenios de violencia, que va agotando la voz del poeta, al cual aún le quedarán energías de gritar en los últimos estertores de la agónica vida de la humanidad.

Antes de que se agote mi voz.

¡Maldito sea el perro que desentierra
el hueso roído de la cruel guerra!

A los muertos en la batalla
se los tragan fosas comunes
y los cubre un árbol suicida,
que bajo tierra se alimenta
con sucia savia, ennegrecida
por cadáveres que fermentan. 

Nuestros amos exigen
que demos nuestra sangre.
Nos piden que luchemos
por patrias y por reyes,
y añaden que debemos
pelear por nuestras leyes.

Pero nosotros
nada ganamos.
Solo industriales
que armas fabrican
y generales
que prevarican.

¡Canallas
que guerras
persiguen
y en ellas
consiguen
estrellas!

Hoy
se cierne un
cielo plomizo.
Gritaré, si agonizo,
en mis últimos estertores:
¡Que vivan los valientes desertores!