miércoles, 28 de febrero de 2018

El Cid Campeador, simplemente Rodrigo


Una de las cosas más positivas de pertenecer a una asociación de escritores es que conoces y te relacionas con personas muy interesantes. Así entablé amistad con Carlos del Solo, cuando me pidió que le acompañara en la presentación de su libro, del que voy a realizar una breve reseña.

Es un libro de esos que te enganchan y te hacen disfrutar de la lectura, sumergiéndote en una historia interesante. ¿Qué más se le puede pedir?

La trama es conocida, ya que se trata de una figura histórica, aunque su paso por el tamiz de la mitología ha deformado su imagen y lo ha alejado de su esencia de ser humano. Y eso es lo que ha intentado solventar Carlos, vistiendo una biografía de una piel que lo recubra. Se ha puesto en el lugar del protagonista, imaginando la cotidianidad en la distancia corta. Esa en la que el personaje se enfrenta a sus dudas, a sus miedos, a sus proyectos e incluso a sus momentos más íntimos, con escenas sexuales explícitas. Dando importancia al algo que sí la tiene, y mucha, en cualquier biografía humana; pero son momentos que suelen evitarse compartir y se guardan en la intimidad. Y ahí quedan, en la intimidad del silencio de la lectura. Será un secreto que tendremos los lectores con el libro, pero que nos ayudará a conocer mejor el retrato del personaje que nos dibuja el autor.

Carlos nos invita a habitar la piel de un héroe que no sabe que lo es. Cuando vivimos algo, no nos damos cuenta de su posible transcendencia y así la novela relata la vida cotidiana como algo rutinario. Luego serán los demás los que lo conviertan en hechos heroicos, pero mientras ocurren no somos conscientes, ni podemos valorar su importancia real.

La literatura tiene sus licencias, para presentarnos personajes y no meras estatuas. El autor respeta los acontecimientos de los que se ha documentado, pero nos los transmite de manera que podamos identificarnos con los personajes, actualizando no solo lenguaje, sino también las situaciones. Nos hace preguntarnos si no reaccionaríamos igual que el protagonista en sus mismas circunstancias. Aquellos que no conozcan la historia del Cid, sacarán una idea muy precisa de quién fue y qué es lo que ocurrió, pero además vivirán con él todas sus dudas y sus temores.

El estilo de Carlos es directo y ameno, narrando en presente de indicativo y en primera persona. Los hechos no los recuerda el narrador, no son una interpretación interesada, si no que los está viviendo en directo. Y los lectores con él.

El Cid nos es presentado como una persona que se cuestiona las convenciones sociales y es tremendamente respetuoso con, por ejemplo, la libertad femenina, dotando a Jimena de una autonomía y poder de decisión igualitario al de su pareja. De la misma forma plantea el tema de la violencia, cuestionándolo. El siglo en el que le tocó vivir a Rodrigo Díaz era tremendamente violento y él, además, pertenecía a la escala social de los guerreros. Como integrante de la nobleza no podía siquiera plantearse desempeñar otro oficio. Lo suyo era la guerra, algo que debía aceptar de forma natural. Y desempeñó su trabajo con toda la eficacia, lo que le convirtió en uno de los mejores guerreros de la historia. Esto le llevó a ser una figura mítica, que pasó a los romances y a ser conocido y admirado por toda la sociedad de la época y las posteriores.

Por ello no podemos juzgarle con la mentalidad de hoy, sino con la de la época, y entonces esto era admirable, ya que sus hazañas permitían la seguridad de sus compatriotas. Pero la violencia en sí no es un fin en la mentalidad de Rodrigo, es algo que, como se verá en la narración literaria que nos plantea Carlos, no le satisface lo más mínimo. Para él solo es importante su vida familiar, el amor a su mujer y a sus hijos y el tumbarse en la hierba para solazarse y meditar.

Otra característica del personaje literario es su inteligencia. Nos presenta a un Rodrigo Díaz interesado en los libros y en el conocimiento, aunque en principio no sea más que para llevar a cabo mejor su papel guerrero. Así lee y aprende. Piensa y desarrolla. En el ambiente social del feudalismo del siglo XI se tenía a gala ser iletrado y basarse en la fuerza bruta y la crueldad para imponerse a los demás. Ya se encargaban los oratores de cultivar la cultura, tarea que tenían en exclusiva frente a los laboratores y a los bellatores. Pero Carlos nos presenta a un Rodrigo más moderno, equiparable a esos caballeros de siglos posteriores que, en el Renacimiento, lucían a gala estar tan versados en las armas como en las letras. La pluma y la espada.

Un atractivo literario de la novela es cómo plantea sus batallas empleando la inteligencia. Rodrigo estudia al enemigo con detenimiento y los factores que pueden influir en la victoria o la derrota. Según el planteamiento, el héroe es invencible no por el poder de su brazo o la fuerza bruta, sino por utilizar estratégicamente tanto a sus hombres como el terreno de la mejor forma posible.

Carlos nos mantiene el interés planteando cada batalla como si fuera un problema a resolver. Estudia las fuerzas que se le oponen, su posición y sus defensas, todo lo cual es muchas veces superior al ejército que él comanda y, no obstante, siempre triunfará. Una vez estudiada la situación plantea alguna argucia que luego lleva a cabo.

Vencedor en todos los lances, Rodrigo gana fama de invencible, siendo bautizado con los apelativos de Cid –sidi–, señor en árabe, y Campeador –campidoctor–, por ser triunfador en batallas campales.

Su fama, por un lado, le labró la admiración de las gentes sencillas, pero también las envidias cortesanas que le tratarán de arruinar y desposeer tanto de los favores reales como de su hacienda. Esto le llevará a sucesivos destierros y desgracias que nos narra la historia. Desgracias ante las que no se rinde y que supera con la fuerza de su voluntad y su inteligencia.

Otro factor fundamental para entender la figura de nuestro héroe es conocer la situación política de la Península Ibérica en el siglo XI, la cual era ciertamente enrevesada. Simplificarlo con la etiqueta de Reconquista es perderse muchas cosas y que otras resulten incomprensibles. ¿Cómo, si no, iba un caballero cristiano como Rodrigo a luchar por los intereses del rey moro de Zaragoza en contra de los reinos cristianos de Aragón y Navarra? ¿Cómo unas tropas cristianas, comandadas por la figura mítica cidiana, iban a saquear las católicas tierras de La Rioja, igual que hicieron con las tierras moras de Toledo? ¿Cómo el rey musulmán de Lérida iba a prestar apoyo a las tropas cristianas contra las tropas musulmanas de Valencia?

La Hispania geográfica del siglo XI estaba dividida en distintos reinos, con un amalgama de razas y culturas en cada uno de ellos. Predominantemente unos eran cristianos y otros musulmanes, estando las minorías dentro de ellos perfectamente establecidas y toleradas.

La estructura social real era la de una sociedad señorial, en la que distintos señores territoriales, condes, príncipes, duques, etc., respetaban la autoridad superior de un rey o emperador, el primus inter pares, pero que en sus tierras ejercían tanto la política, como la administración o la justicia. Aunque ciertamente sí que la cristiandad era una realidad en la que se reconocían unos y el mundo musulmán otros, pero tanto la cristiandad como el mundo musulmán superaban políticamente el ámbito Hispano.

Así un señor musulmán podía rendir vasallaje a un señor cristiano y viceversa. Esto explica que el caballero cristiano Rodrigo pusiera su ejército desterrado, sin ningún remordimiento, al servicio del rey musulmán de Zaragoza, en contra de los intereses de “reconquista” de los reyes cristianos de Aragón y Navarra o que fuera el adalid del reino musulmán de Valencia hasta que se decide a conquistarlo con ayuda musulmana.

Carlos recorre la biografía contrastada del Cid, desde su adolescencia a su muerte y nos dibuja el tipo de persona que pudo haber sido. Hace una recreación literaria, acercándonos el personaje. Repasa los acontecimientos que vivió y los da sentido. Tal vez nos parezca demasiado actual, pero si es así, es que el autor ha logrado su propósito de traer a nuestros días a una figura legendaria para su comprensión. Esto es literatura y lo demás es otra historia.

sábado, 17 de febrero de 2018

El siglo XIX y los tebeos


En entradas anteriores hemos visto ejemplos de narraciones gráficas, tebeos yo los llamo, que pasaron desapercibidos como tales, cuando es evidente que tienen toda la esencia del lenguaje que consiste en narrar una historia con secuencias de imágenes sucesivas.

[1]
1896 es una fecha que marcaron algunos como nacimiento de los cómics. E incluso otros señalan el siglo XIX como precursor del lenguaje. No estoy de acuerdo con ninguna de estas afirmaciones y creo haberlo demostrado. Vamos a ver ahora someramente qué narraciones gráficas se hicieron en el siglo XIX, eso sí, la mayoría sin ser conscientes de lo que hacían.

Comencemos con una ilustración, una de tantas que se prodigaron durante todo del siglo XIX, siglo que podíamos decir que comenzó unos años antes con la Revolución Francesa. Estas sátiras solían tener intención sarcástica e hiriente y presentan características que algunos estudiosos se empeñan en identificar para definir el lenguaje del cómic, cuando no lo es. La traigo aquí especialmente por los estupendos bocadillos que, en este caso, tienen más de cien años de antigüedad a su “invención oficial”. Se trata de un grabado de Gillray de 1791 [1]. En todo el siglo XIX existieron publicaciones periódicas en Europa y en ellas abundaron las sátiras políticas, en general muy radicales e hirientes.

[2]

Mención aparte merece un género marginal, que no es estudiado dentro de la Historia del Arte, sino como propio del costumbrismo popular, como son los libros de cordel. Ediciones baratas que eran vendidas en portales y kioskos suspendidos en un cordel, del que eran extraídos. Eran cuadernillos de pocas hojas que, en su origen, consistían en un pliego con dos dobleces, aunque con el tiempo llegaron a tener más de 30 páginas [2]. Era literatura fugaz que incluía grabados para facilitar su lectura y éstos a veces ofrecían narraciones gráficas. Pensemos en los altísimos índices de analfabetismo del siglo XIX, que obligaba a minimizar el texto, pues el público al que se dirigían estas publicaciones era de clase baja. Las historias vienen de la tradición de ciegos y juglares que recorrían los caminos para explicarlas con el apoyo de los pliegos de dibujos. Había temática de historia sagrada, epopeyas medievales, hazañas de bandidos y romances vulgares.

[3]
Las aleluyas, conocidas como aucas en Cataluña y Valencia donde tuvieron expansión notable, eran unos pliegos de tamaño equivalente al doble folio, que también fueron vendidos como de cordel [3]. Normalmente tenían 48 viñetas cuadradas, que se denominaban estampas, ordenadas en ocho filas de seis, teniendo cada viñeta al pie un breve pareado. Solía quedar en el anonimato tanto el autor del texto como del dibujo. Las primeras impresiones se realizaban en xilograbado y más tarde en litografía e incluso se llegó al fotograbado. Su función era recreativa, siendo las más antiguas enumerativas; recogiendo una sucesión de estampas sin carácter narrativo, imágenes que describían costumbres o tipos populares, o mostraban monumentos, oficios o sucesos. Pero muchas de las posteriores adquieren ese carácter narrativo, pues cuentan historias pintorescas con una sucesión coherente de escenas significativas, completando su sentido con el texto rimado, el cual a veces quiere brillar por sí mismo; pero eso tan solo le resta efectividad, no lo anula como complemento de la narración gráfica. Estaban dirigidas al público adulto en general, aunque algunas eran infantiles. Tienen su equivalente, salvadas las diferencias, en los bilderbogen alemanes o las Stampas D’Epinal francesas [4].

[4]
El estudioso Antonio Martín (1) niega que las aleluyas sean cómic e, incluso, que estén en el paso inmediatamente anterior, pero es una opinión que no comparto. Aquellos casos en que los dibujos se ordenan para contar una historia con una selección de momentos significativos y con el apoyo de textos, sino son narraciones gráficas ¿qué son? Ilustraciones desde luego que no, porque lo que les da sentido es su ubicación en una secuencia, sin la cual no dicen nada, ni sirven para nada. No ilustran un texto literario, ni tienen valor intrínseco por sí mismas; se necesitan entre sí, para que cada estampa haga su aportación ordenada en función de avanzar la historia. Y además utilizan convencionalismos auxiliares. El texto es tosco, la planificación es pobre y la elipsis entre viñetas suele dar saltos significativos, pero hoy en día se pueden crear narraciones gráficas con grandes saltos en el tiempo entre viñeta y viñeta y nadie las pone en duda.


Y ahora vayamos a otra cosa y veamos algunos autores.

[5]
Rodolphe Töpffer, un suizo que trabajó en Francia, se consideró a sí mismo como inventor, otra vez, de una forma de narrar, que utilizaría exclusivamente como pasatiempo, y que él denominó Literatura con estampas. Se equivocó en lo de ser el primero en lograrlo, pero nos encontramos con otro autor plenamente consciente de que sus creaciones no eran ni ilustraciones, ni literatura, sino un híbrido de ambas que generaba un nuevo lenguaje consistente en narraciones gráficas que utilizaban el auxilio de un texto para completar el significado. Sentó las bases del lenguaje pensando que no era una extravagancia, sino que otros podían hacer lo mismo que él y así fue un autor imitado, e incluso plagiado. Töpffer por sí solo serviría para desmontar teorías con pies de barro que no quieren ver el lenguaje hasta que los textos fueron metidos en bocadillos. Es oportuno enumerar sus títulos para resaltar las fechas de publicación. Les amours de M. Vieux Bois (1827), publicado una década más tarde, Le Docteur Festus (1829), Histoire de M. Cryptogramme (1830), publicada en 1.845, M. Pencil (1831), publicada en 1840, Historie de M. Jabot (1831), publicada en 1837, M. Crépin (1837) e Histoire D'Albert (1844). Publicó sus historias en álbumes que fueron editados en Francia, Alemania y EE.UU. Estaban dirigidos al público adulto y tenían formato horizontal, con una tira de viñetas por página y un breve texto al pie de los dibujos [5].

[6] Segundo capítulo, suprimiendo el texto rimado.
Wilhem Bush (1832-1908) es un alemán que publicó una serie de relatos con anécdotas mudas para el semanario Fliegen Blättern en 1861, que había sido fundado por Kaspar Braum (2). Es el autor sobre todo de Max und Moritz, dos niños traviesos considerados, sin ambages, como precedentes de los famosos Katzenjammer Kids norteamericanos, los cuales constituyen un hito en la “Historia oficial del Cómic”. Se trata de una serie con unos chicos gamberros, que son el tormento de los adultos que les rodean y acaban pagando con creces sus fechorías. Busch experimenta con un lenguaje del cual desconoce su existencia y sus reglas y, por lo tanto, no consigue un resultado redondo, al mezclar las palabras y el dibujo de una forma forzada. Utiliza un largo texto rimado en el que intercala los dibujos, no siendo el poema más que un contrapunto a la estupenda narración gráfica, cuyas anécdotas visuales se entienden perfectamente sin el texto. Esto demuestra, como venimos defendiendo, que el lenguaje de la narrativa gráfica es intuitivo y natural.
[6] Conclusión del capítulo, más dos viñetas con onomatopeyas.
Pero el autor, en este caso, se equivoca al hacer su planteamiento intelectual y decidir que la información aportada por el texto debía ser amplia, intentando darle calidad literaria, cuando hubiera bastado lo mínimo imprescindible para completar a las imágenes. Pero la efectividad narrativa de sus dibujos yuxtapuestos no es su único logro, pues también acierta a utilizar otros recursos, como las onomatopeyas, con el inconveniente de que en lugar de introducirlas en el dibujo las pone en el texto. Por ejemplo el cacarear y el picotear de unas gallinas, el sonido de una sierra o la espectacular explosión de una pipa de fumar, con la cual se atreve a explorar la expresividad del dibujo, intentando hacer ver la onda expansiva, aunque el “¡BUM!” figure en el texto y no en el dibujo. De todas formas consigue una narración gráfica más brillante que muchas de las actuales, que sólo tienen el mérito de ser posteriores al siglo XIX [6].

[7]

Gustave Doré (1832-1883), uno de los más importantes y fecundos ilustradores del siglo XIX, es el autor, entre otras, de la narración gráfica Histoire Pittoresque, Dramatique et Caricaturale de la Sainte Russie de 1854 [7].

[8]

Emmanuel Poiré (1858-1909), conocido como Caran D'Ache, realizó narraciones gráficas humorísticas con textos al pie de los dibujos, como era común entre los autores de entonces [8].
Georges Colomb (1865-1945), utilizó el seudónimo de Cristophe y publicó en la prensa relatos gráficos con pantomimas, utilizando textos impresos que contienen los diálogos. Destaca, entre otras creaciones, La famille Fenouillard (1889-1893), por la implantación de personajes permanentes en la prensa, hecho que se considera habitualmente como también de invención norteamericana [9].

[9]

(1)    Antonio Martín, Las aleluyas (primera lectura y primeras imágenes para niños, siglos XVIII-XIX). Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil, nº 179, febrero 2005.
(2)    Kaspar Braum comienza a publicar el periódico satírico Fliegende Blätter en 1844, siendo también editor de Münchner Bilderbogen, publicaciones que eran ilustradas por dibujantes de la Academia de Bellas Artes de Munich. Los bilderbogen eran historias humorísticas que tenían su antecedente en los moritat u hojas llenas de dibujos que llevaban unos cantores ambulantes, que relataban acontecimientos bíblicos o sensacionalistas.