El
libre albedrío, sobre el que tanto debatieron en tiempos medievales teólogos y
filósofos, es una de las características más propias del ser humano racional.
Los
animales están determinados por el instinto. Son instintos primarios los que
les gobiernan de cara a la supervivencia, la comida y la reproducción. Y son otros
instintos también los que les guían hacia la violencia o el juego. Pero el ser
humano, que es libre de hacer lo que quiera, es capaz de lo mejor y de lo peor.
Entre lo mejor está el amor desinteresado, el cuidado de los demás o las
expresiones artísticas. Entre lo peor está el daño a sus semejantes.
Desde que
la ciencia histórica nos puede contar los hechos, nos narran guerras, saqueos,
matanzas, violaciones, destrucción… E incluso antes, las pinturas prehistóricas, ya
nos muestran escenas de batallas. Es, por tanto, algo que está envenenando
desde siempre el comportamiento de la humanidad, libre, y dueña del mundo.
¿Pero si somos libres, por qué seguimos haciendo guerras? Tengo mis respuestas,
claro, pero no voy a darlas, tan solo quiero hurgar en la herida.
Una
niña pequeña sacada de los escombros de un bombardeo en Siria, pateras y
embarcaciones de gentes huyendo del horror, niños mutilados por bombas, países
ricos impidiendo que escapen de la guerra quienes sólo quieren vivir. Ciudades
arrasadas, muros levantados, bombas “inteligentes”. Francotiradores, batallas
urbanas, saqueos, violaciones, torturas, mutilaciones, envenenamientos,
zancadillas, tiranos, matatiranos… No son datos históricos, son portadas de
periódicos de actualidad.
Hoy
saco de mi cajón otro de mis poemas, que ya estaba cubierto del polvo de los
años, pero cuya actualidad, por desgracia, nunca pasará. Hasta que el ser
humano sea totalmente destruido por sí mismo. Es un canto a quiénes van en
contra de las convenciones sociales, a los valientes desertores. Porque los
otros valientes, los que hacen lo que se espera de ellos, que es intentar
sobrevivir matando, no son tan valientes, tan solo son los tontos útiles, a los
que se denomina héroes, por recompensar su estupidez. Ejemplo de ello lo
tenemos en esos pechos inflamados de ardor guerrero que se confiesan novios de
la muerte. Yo contradigo a su fundador y le doy la razón a quién se le enfrentó
dialécticamente: “Viva la inteligencia y muera la muerte”. Ninguno de los que
han vencido, han convencido, ya que ninguna guerra sirvió nunca para nada. Al
final, después de dar la vuelta a la tortilla, arriba quedarán los ricos
opulentos y abajo los pobres desgraciados.
He tratado de reflejar gráficamente en mi poema
el cansancio de milenios de violencia, que va agotando la voz del poeta, al cual
aún le quedarán energías de gritar en los últimos estertores de la agónica vida
de la humanidad.
Antes
de que se agote mi voz.
¡Maldito sea el perro que desentierra
el
hueso roído de la cruel guerra!
A
los muertos en la batalla
se
los tragan fosas comunes
y
los cubre un árbol suicida,
que
bajo tierra se alimenta
con
sucia savia, ennegrecida
por
cadáveres que fermentan.
Nuestros
amos exigen
que
demos nuestra sangre.
Nos
piden que luchemos
por
patrias y por reyes,
y
añaden que debemos
pelear
por nuestras leyes.
Pero
nosotros
nada
ganamos.
Solo
industriales
que
armas fabrican
y
generales
que
prevarican.
¡Canallas
que
guerras
persiguen
y
en ellas
consiguen
estrellas!
Hoy
se
cierne un
cielo
plomizo.
Gritaré,
si agonizo,
en
mis últimos estertores:
¡Que vivan los valientes desertores!
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