Hoy en día la mayoría de la población de los países del
primer mundo, e incluso del segundo, no ya del tercero, se han habituado a
moverse en las redes sociales. Sobre todo la gente más joven, lo cual indica
que esta tendencia tiene proyección de futuro.
Muchos, sin embargo, no han reflexionado sobre este
importantísimo cambio en las relaciones sociales y lo viven de forma natural.
Ello ha provocado excesos, enfermedades mentales e incluso delitos graves. Por
eso han salido algunos detractores que reniegan de ellas en su totalidad,
argumentando el tiempo que ocupan, la vacuidad de esas relaciones y los peligros
inherentes.
¿Inconvenientes? Innumerables. Pero todos evidentes y en
gran medida evitables. Tan solo hay que utilizar la inteligencia para
soslayarlos. Es cierto, lo peor es que vivimos en Gran Hermano y estamos
vigilados por los poderosos, que nos personalizan hasta la publicidad que nos
dirigen. Que nos pueden robar, si anunciamos que estamos de vacaciones en el
Caribe. Que pueden utilizar en nuestra contra aquella foto que compartimos poco
apropiada. Que les damos más importancia de la que tienen, priorizando por
ejemplo un wasap a una conversación
en vivo. Que nos ocupan mucho tiempo y nos deterioran la vista…
Pero las redes sociales están ahí y no podemos darles la
espalda. También están los coches y la velocidad, y aunque sean una de las
causas de muerte y desgracias más importantes de nuestros días, no tenemos por
qué prescindir de sus ventajas. Tan solo debemos conocer sus inconvenientes y
riesgos para tratar de evitarlos, lo cual nunca garantizará que no seamos
nosotros los próximos en estrellarnos.
Una red social no es más que una plaza pública, donde todos
podemos ir a darnos un paseo, dejarnos ver y entablar conversación con quienes
se encuentren allí. El estar en esa plaza es voluntario y, lo que hagamos en
ella, dependerá de nuestra ética y respeto a los demás. Podemos ir pulcramente
vestidos o en pelotas. Pero debemos saber y asumir qué consecuencias tendrán
cada uno de nuestros actos.
Es malo estar siempre
en las redes sociales, como malo es estar siempre en la calle o en el
bar. Pero una caña de cerveza de vez en cuando es uno de los mayores placeres
de esta vida. Una red social me ha puesto en contacto con personas a las que
quiero, pero que había dejado de ver, y
con otras que admiro y a las que no me atrevería a hablar, porque apenas
o nada las conozco, pero que me aportan algo, a veces mucho. Tengo amigos de Facebook a los que no he visto la cara,
porque nunca ponen una foto suya, pero a quienes me gusta encontrarme en esa
plaza pública por lo que me cuentan. Con el WhatsApp
me relaciono rápida y ágilmente en grupos de trabajo, de amigos y de intereses.
Con el Twitter puedo gritar al aire
libre aquello que me carcome, puedo compartir pensamientos o situaciones, o
simplemente echar unas risas. Existen muchas más redes sociales, pero que yo
frecuento menos. Mi libertad consiste en decidir en cuáles quiero participar y
cuándo tiempo les voy a dedicar.
El estar en una red social es algo voluntario, nadie me
fuerza a subir una foto de mi último viaje, si yo no deseo compartir esa
instantánea con todo el mundo mundial. El veneno no existe, existe la cantidad.
Una gota de lejía en la ensalada mata los gérmenes sin dañar la salud y veinte
litros de agua de una fuente clara pueden matar a una persona sana.
La solución está, según mi punto de vista, en la medida y en
algo más importante, en la educación, con un solo elemento a proteger, que son
los menores de edad.
Completamente de acuerdo. Es algo imparable y no necesariamente malo. Desde que pusieron tren ya no era necesario parar en los cuatro postes para encomendarse a la divinidad ante un viaje a Salamanca ni tampoco para dar las gracias por el viaje como los protagonistas de la novela Lo demás es cosa vana a la vuelta todo tenía su aliciente. Y todo es cuestión de medida.
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