—¿Qué va a tomar el señor? —le dijo el camarero a un joven que acababa de sentarse a una de las mesas de la terraza que, a esas horas caniculares, estaba casi vacía.
—Un café solo, cargado y sin azúcar, para disfrutar de su amargor —respondió el cliente—. ¡Coño, Julio, no te había conocido!
—Ni yo a ti, Borja.
—¡Qué casualidad! No sabía que trabajabas de camarero.
—Ya ves, algo tenía que hacer.
—He quedado aquí con Ana —dijo con precaución y, al ver la
reacción neutra de su amigo, intentó sacarle una sonrisa—, así que me lo tomaré
con calma, ya conoces su impuntualidad. Sabías que estamos juntos, ¿no?
—Sí, lo sabía —respondió Julio intentando mostrar seguridad—,
pero no te preocupes, que nosotros lo dejamos hace más de un mes. ¿Quieres
algún bollo u otra cosa?
—No, el café solo. Pero, no te vayas, que te noto distante.
En serio, no quisiera que te hubieras mosqueado porque salga con Ana.
—Somos adultos y ella te eligió a ti. No hay más que decir.
—Siempre fuimos muy amigos durante toda la carrera.
—Lo fuimos, tú lo has dicho. Pero las vidas se separan y
cada uno sigue la suya, la que le corresponde. Por cierto, que debo
felicitarte, al final te dieron a ti la plaza.
—Sé que tú tienes mucho mejor expediente que yo, Julio, que
la merecías más. Siempre fuiste un alumno brillante.
—Pues ahora me dedico a sacar brillo a los vasos.
—Te lo tomas mal, me lo temía. No quisiera que nuestra
amistad se rompiese por algo así. Tú vales mucho, Julio, seguro que sales
adelante.
—Adelante… —repitió Julio, dejando la mente en blanco.
—Fuimos amigos y espero que lo sigamos siendo —añadió Borja—,
sabes que te echaré una mano en lo que necesites. La suerte me ha puesto donde
estoy, no es mérito mío, pero soy capaz de apreciar una amistad y tienes la mía
de forma incondicional. Julio, sabes que te debo mucho, tus apuntes fueron
fundamentales para mí. Nunca estuve muy centrado en los estudios, las fiestas
me perdían. No como tú, que tanto provecho les sacaste.
—Sí, ya ves para qué me ha servido todo.
—Entiéndeme, sé que esa plaza la merecías tú, sé que es
injusto que me la dieran a mí, pero no puedo
rechazarla, no sirvo para otra cosa. Tú sabes defenderte, has demostrado tu
fuerza de voluntad y tu valía. Por ejemplo, yo no serviría para hacer lo que tú
haces, sería incapaz de llevar un café a una mesa sin volcarlo. Soy un inútil
para cargar en la mente dos pedidos a la vez. Ni siquiera para dar las vueltas
de una cuenta. No valgo para nada, por eso no puedo renunciar a lo que me ha regalado
la suerte, Julio. Si quieres que te pida disculpas de rodillas, lo hago.
—Ya, lo que te ha regalado la suerte… O las influencias de
tu padre. Y su dinero.
—Sin rencores, Julio, te lo ruego. El mundo es injusto, la
vida es injusta, pero la amistad no tiene límites. No debe tenerlos.
—Nunca te pediría que renunciaras a tu —hizo hincapié en
esta palabra— plaza para que me la dieran a mí. Entiendo que no vales para nada
y que yo puedo servir cafés y poner ladrillos en una obra.
—Me apena que te lo tomes así, amigo. De todas formas, no
cambio de parecer, quiero dejarte claro que siempre estaré para echarte una
mano en lo que necesites.
—Bueno, que ya entra gente en el local. Voy a por tu café.
Julio le dio la espalda y se marchó rápido. Borja negó con
la cabeza en un gesto de culpabilidad. Se restregó los ojos y se echó el pelo
suelto y largo hacia atrás, peinándoselo con los dedos. En eso llegó una chica
joven, rubia, que lucía una falda corta y una amplia sonrisa. Se acercó a Borja
por detrás y le besó en una mejilla. A continuación, se sentó a su lado.
—Perdona el retraso, cariño.
—Ana, no te vas a creer quién trabaja de camarero en este
antro.
—¿El papa de Roma? —bromeó ella.
—No, el gilipollas de tu ex. Pobre desgraciado. Casi es mejor que no pidas nada, que me tomo mi café de un trago y nos vamos pitando. Creo que me va a saber más amargo que de costumbre. No quiero que aproveche el infeliz para pedirme alguna recomendación, buscando las influencias de mi padre.
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