—Siento mucho tener que pisar en lo mojado —dijo el hombre a la limpiadora que sacaba la fregona del cubículo.
—No se preocupe —respondió la mujer—, es un ascensor y no
queda más remedio. Cuando baje, lo pasaré de nuevo.
—¡Espere! —gritó una joven que se acercaba a la carrera.
—No corra —respondió él, sujetando la puerta hasta que ella
entró y se lo agradeció con una sonrisa—. ¿A qué piso va?
—Al último.
—Como yo. Subiendo, que es gerundio.
—Parece que empeora el tiempo —indicó ella, mirando distraída
las luces altas de la cabina.
—Eso parece, sí. Mi móvil dice que mañana lloverá —corroboró
él.
—Acabaremos convertidos en ranas con tanta agua.
De manera inesperada, la joven se giró y apretó el botón de
alarma, haciendo que el ascensor se detuviera de forma brusca entre dos
plantas.
—¿Qué hace?
—Bueno, majo, vamos a dejar de disimular —dijo ella, sacando
una pistola que llevaba colgada en unos arneses bajo su chaqueta.
—¿Pero, qué cojones pasa? —se alarmó el hombre.
—No llevo uniforme —respondió ella, apuntándolo—, pero soy
personal de seguridad de esta empresa.
—¿Y a mí qué?
—Que ya te he visto varias veces en el edificio. La mujer de
la limpieza me ha asegurado, además, que sueles venir fuera de horario. Date la
vuelta que te espose.
—Y una leche. Yo no he hecho nada, vengo a hablar con el
gerente.
—Ya, a horas en las que el gerente no está.
—Lo esperaré.
—¡Que te des la vuelta!
—Aparta, idiota, que pongo el ascensor en marcha.
El hombre intentó quitarle la pistola y forcejearon, pero
ella no se arredró y probó a trabarle las piernas para hacerlo caer.
—¡Suelta, desgraciado! —gritó ella. Entonces se escuchó una
detonación y el hombre cayó al suelo.
—¡Imbécil! Ha sido culpa tuya… —dijo, agachándose para
comprobar que no respiraba—. ¡Dios, está muerto! ¡Maldito desgraciado!
La joven hurgó en la ropa del hombre y sacó su cartera del
bolsillo trasero del pantalón. Extrajo un carnet y se levantó alarmada.
—Virgen santa, es el hijo del gerente. ¿Pero por qué no me
lo ha dicho? Respira, respira, idiota... ¡Está muerto! ¡Jesús, Jesús, Jesús! ¿Qué
hago ahora? ¿Quién me va a creer? Soy una estúpida, no hay remedio. Dios mío,
¿qué hago? Me van a meter a la cárcel y se acabó el trabajo, la familia, mi hija...
¡Susanita, perdona a tu madre!
La joven, totalmente fuera de sí, comenzó a golpearse la
cabeza con la pared del ascensor. En un arrebato se llevó la pistola a la cabeza
y sonó una segunda detonación. Todo quedó en silencio por un instante. Luego
ambos se pusieron en pie y comenzaron a sacudirse la ropa.
—Sí, algo así debió ocurrir —dijo el hombre—. Dale al botón
para bajar de nuevo.
—Pero no me cuadra, inspector —respondió la joven—. Si ella
se pega un tiro y él está muerto, ¿quién puso en marcha de nuevo el
ascensor? La de la limpieza no lo hizo, porque nos contó que se encontró los
dos cadáveres abajo, con la puerta abierta.
—Tuvo que ser ella, la segurata —afirmó el hombre—, que dio al botón y luego se pegó el tiro.
—¿Pero qué interés tenía en que el ascensor bajara, si la
desesperación la llevó a quitarse la vida? Fue un arrebato fuera de todo
cálculo, sin duda, porque, si le hubiera dado tiempo a pensar, no se hubiera
matado. Habría encontrado otra solución. Le bastaba con contar la verdad o
inventarse una agresión.
—A veces ocurre lo más irracional. El caso es que desbloqueó
el ascensor antes de pegarse el tiro, porque en esos momentos no había nadie
más en el edificio que la de la limpieza. Y ella nos ha asegurado que encontró
el ascensor abajo.
Entonces llegaron a la planta inferior, se abrió la puerta y la
chica gritó:
—¡Señora! ¿Está por ahí?
—Sí, ya voy —dijo la limpiadora—. No se preocupen que lo
friego de nuevo. Pueden salir. El recibidor ya está seco.
—¿Se han escuchado bien las detonaciones de fogueo desde
aquí abajo? —preguntó la joven.
—Perfectamente —respondió la mujer—. Estaba en el cuarto de los trastos y sonaron como truenos. Ya le digo, igual que el otro día. Fue lo que
me alertó. Vine corriendo y me encontré el panorama. Santo Dios, cómo estaba
todo de sangre. Y no consigo hacerla desaparecer.
—Le doy mi pésame —dijo la joven y a continuación besó a la
mujer, acercando su mejilla—. Ya me ha contado el inspector que la de seguridad
era su nuera, lo siento mucho.
—Una auténtica desgracia para la familia —reconoció,
conteniendo la emoción—. Con una preciosa hija de ocho años y, ya ve… ¡La vida
es tan injusta!
—No se olvide de ir mañana a declarar —indicó el hombre.
—¿No lo he hecho ya con ustedes ayer? —Frunció el ceño la
limpiadora, contrariada.
—Sí, con nosotros sí, pero ahora le van a tomar declaración
en el juzgado —la tranquilizó.
—Iré, iré, no se preocupen.
El hombre y la joven abandonaron el recibidor del edificio
de oficinas. La limpiadora quedó sola y se puso a pasar la fregona de nuevo
dentro del ascensor. Lo hizo con ahínco, apretando con energía, como si
quisiera borrar el suelo. Comenzó a hablar para sí, gesticulando, pero sin
que apenas le oyera el cuello de su bata.
—Maldita sangre. No acabará de salir la cabrona. Se mete en las ranuras y ahí se queda, como rata en ratonera. ¡Maldita, maldita sangre! Y maldita Susana. Espero que, al menos, mis huellas salieran de la pistola, con todo lo que la froté, y que solo queden las de esa hija de puta. La desgraciada tuvo que cambiar el turno para venir a verse aquí con el hijo del jefe. Y el idiota de mi David sin enterarse de nada. Llórala imbécil, que, si no estuviera tu madre dispuesta a todo por ti, esa zorra hubiera desgraciado a la familia. Ni en su hija pensó. Pobre Susanita, estarás mejor con tu padre y tu abuela que con una mala madre.
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