El día siguiente, 13 de agosto, festividad de san Hipólito, amaneció
soleada. Esa mañana fue capturado Cuauhtémoc, el último emperador, que huía
disfrazado en una barca con unos pocos partidarios, supervivientes del horror.
Así se selló la victoria mítica de un sagaz general, don Fernando Cortés, al
que historia le reservaría el nombre de Hernán.
Estamos, por tanto, a punto de celebrar el quinto centenario
de un hecho transcendental que cambió la historia del mundo, pues después de
esta conquista, los castellanos se extendieron por todo un continente,
planteando batallas y victorias, que nunca hubieran intentando si esta primera
no hubiera tenido semejante éxito. Un éxito inexplicable a primera vista.
¿Cómo pudo un ejército de 400 hombres, cien de ellos
marineros que no tenían experiencia militar, conquistar un imperio bien
organizado de cientos de miles de guerreros?
Hay que comenzar desmintiendo mitos. No, las armas de fuego no fueron tan destructivas, ni mucho menos decisivas. No, los castellanos no eran tan intransigentes y violentos como se les pinta. No, los mexicas —léase aztecas, nombre posterior de la historiografía— no eran seres inocentes, cultos y en plena armonía con la naturaleza. No, no debemos juzgar al siglo XVI con los parámetros morales del siglo XXI. Toda la historia de la humanidad se ha hecho con violencias, guerras y conquistas que hoy en día nos repugnan, pero que, en otros tiempos, se veían como justas, tanto por los vencedores como por los vencidos.
Las armas castellanas no estaban adaptadas a esas latitudes,
la pólvora se humedecía y no tenían forma de reemplazarla. Solo en las pocas
ocasiones en que unos aventureros arriesgaron sus vidas, escalando el volcán
Popocatépetl, lograron azufre para fabricar una pequeña cantidad de pólvora.
Las armaduras metálicas fueron más un impedimento que una ventaja. Los calores
de la selva las hacían pesadas e inaguantables y eran excesivas para contener
unas espadas de madera y pedernal, como las que usaban los enemigos. Las
armaduras de algodón prensado que vestían los indígenas eran mucho más
apropiadas al efecto.
Las verdaderas armas de los castellanos, además del
invencible acero de las espadas, templado en Toledo, fueron varias. Enumeraré
las más significativa, como por ejemplo los perros. Mastines fieros de gran
tamaño que eran desconocidos en esas latitudes y sembraron el terror en las
batallas. Uno de ellos ha pasado a la historia con nombre propio, Becerrillo. Igual
de mortíferos fueron los caballos, desconocidos hasta el punto de que en un
principio los indígenas pensaron que animal y jinete eran un solo ser. Sus
rápidas cabalgadas, sus bufidos, relinchos y resoplos pusieron en huida a los
más bravos guerreros.
Pero las dos armas más importantes fueron la inteligencia
del general castellano y la ayuda de Dios. Entiéndase esto último como
metáfora.
Hernán Cortés llevó a unos 400 castellanos en una misión de
rescate de unos exploradores que un año anterior habían partido de Cuba,
capitaneados por Grijalva. Su expedición era de rescate y de comercio con los
naturales, pero sus planes secretos eran otros. Cuando lo vio claro, quebró sus
barcos y convirtió a todos en soldados. No había vuelta atrás, sería la
victoria o la muerte.
Sobre el terreno conoció cómo un imperio reciente, el de los
mexicas, imponía una férrea sumisión a muchas naciones, que llegaron a
odiarlos. Algunos eran guerreros aventajados, como los tlaxcaltecas, pero
fueron muchos más. Cortés se presentó como su salvador y negoció con ellos
entrar en la capital enemiga y les ofrececió la derrota del opresor. Tanto era el
odio que tenían a los mexicas, que siguieron al capitán extranjero con
entusiasmo. Así los ejércitos castellanos se vieron incrementados en decenas de
miles de soldados fieros. Y los castellanos en muchas ocasiones tuvieron que
templar los deseos de venganza de sus aliados, que eran los primeros en entrar
en combate y en morir. No veían límite en la venganza.
La última batalla se libró en Tenoxtitlán. Cortés dio un
golpe maestro, después de hacerse invitar por el mismo Motecuhzoma
—conocido como Moztezuma— en la inexpugnable capital del imperio, que estaba en
medio de un lago, surcada de canales. Cortés se ganó la confianza del emperador
y cuando menos se lo esperaba lo secuestró. Después, encabezó una partida de
soldados que derrotó a Pánfilo de Narváez, enviado por el gobernador de Cuba a
capturarle; unió a los derrotados a su ejército y, a su regreso, encontró el
caos. Los anfitriones se habían rebelado y tenían cercados a los castellanos en
el palacio de Axayacált, antecesor de Motecuhzoma. Unos novecientos castellanos
quedaron en la mitad tras la denominada Noche Triste, siendo miles los indios
aliados que perecieron en esa jornada del 30 de junio de 1520.
Pero Cortés rehízo sus ejércitos y, contando con miles de
indios aliados, realizó una contraofensiva. Llegó lago de Texcoco y construyó
bergantines para el asalto final. Sin duda una locura, pero la llevó a cabo con
éxito. La ciudad nunca se rindió y no le quedó más remedio al ejército
asaltante que destruirla, por el sistema bélico de tierra quemada. Hasta que no
quedó nada más por destruir. Hernán Cortés lamentó no poder entregar una ciudad
tan maravillosa a su rey, pero así es como conquistó uno de los más potentes
imperios que ha conocido la historia.
El amanecer del 13 de agosto de 1521 dio a luz una nación nueva. Ahora los gobernantes eran otros, pero se fundieron con los nativos y no les metieron en reservas indias, como harían luego otros europeos con sus vecinos del norte. El destino de México lo deciden los mexicanos desde hace dos siglos. Son una nación orgullosa y su carácter se debe al mestizaje.
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