Soy una mujer normal y esta historia que voy a contar parecerá fantástica, pero no lo es. Es algo que me sucedió sin haber nunca podido imaginar que me podría ocurrir algo así. La relataré tal y como la recuerdo, sin inventar nada y sin añadir todo lo que ahora sé. Algunas cosas se me confunden en la memoria, pero otras las tengo nítidas.
Pues resulta que un día me encontraba tendiendo unas
sábanas, cuando vino un viento muy fuerte que hizo el efecto de desplegar velas
y me levantó del suelo. Me estaba reponiendo del susto cuando otra ráfaga me
elevó aún más. Tenía que haber soltado las sábanas, pero no lo hice. Pensaba
que aterrizaría de manera suave. Al contrario, viendo cómo me elevaba cada vez
más, lie los cabos de la tela en las muñecas para estar sujeta a algo, ya que
temí que la caída podría romperme algún hueso, cuando menos. Entonces me vino a
la mente el caso de la mujer de Macondo, que nos cuenta García Márquez en el
libro ese inverosímil, aunque genial, que trata de un coronel que, cuando lo
iban a fusilar, se acordó del día en el que su padre lo llevó a conocer el
hielo. Yo siempre me he preguntado si en esos momentos no tenía otra cosa de la
que acordarse que de su infancia y de algo tan insustancial como el momento de
conocer qué era el hielo. Pero claro, que la ciudad de Macondo se encontraba en
los trópicos y en esas latitudes el hielo no es algo demasiado común.
El caso es que, según
iba diciendo, a una mujer de Macondo, cuando estaba tendiendo unas sábanas, la
arrebató un viento y ascendió a los cielos. A partir de entonces todos la
consideraron santa. Pues a mí me ocurrió algo parecido. El viento me arrebató y
me llevó volando, cual si se tratara de una cometa. Y esto que estoy contando
no es realismo mágico, como la historia del genial Gabo. Es algo que sucedió y
podríamos definirlo como realismo real y no como mentira literaria. Como ese
otro cuento que hay escrito en los libros sobre un hidalgo, de los de adarga
antigua, que enloqueció por leer libros de caballería. Absurdo. Como si leer le
enturbiara a uno la mente en lugar de despejársela. Vaya tontería.
Ilustración de Julio Veredas Batlle |
En principio pensé que descendería suavemente al otro lado
de los árboles que se me presentaban a la vista, pero, cuando los rebasé, advertí
que ascendía más. Tanto remonté el cielo que los prados a mis pies se me
antojaban dibujados en un papel. Y las ovejas y vacas para mí eran como
figuritas de un belén.
Me resigné a volar y quité de mi mente los pensamientos
funestos. Estaba donde estaba y en ese momento no sufría, así que lo mejor
sería disfrutar del paisaje. Si más tarde todo se arruinaba y me estrellaba, al
menos habría pasado uno de los mejores momentos de mi vida. «¡Que me quiten
lo bailao!», pensé, con muy buen criterio.
Hacía un poco de fresco y el aire me removía las faldas,
enfriándome la tripa. Pero, aparte de eso, el viaje era agradable.
Crucé varios ríos, que se veían plateados desde la
distancia; atravesé carreteras, ennegrecidas a la vista desde esas alturas;
rebasé montañas de picos pardos y otras de cumbres borrascosas, pasé por
serranías de romas lomas. Llegué a unos suburbios urbanos y escuché cómo unos
niños me señalaban con el dedo: «¿Es un pájaro? ¿Es un avión? No, es Supergén». O algo parecido, que desde la
distancia las palabras se confunden.
Sobrevolé luego los tejados de los edificios y algunas
terrazas. En una de ellas una familia estaba tomando el té y todos me
saludaron. Había un conejo blanco con un chaleco y otro tipo raro, una especie
de loco con sombrero. «¡Que le corten la cabeza!», repetía una reina chiflada,
una y otra vez.
Me las vi muy difíciles ante una torre infiel que me cortaba
el paso. Pero no fue más que un horror
ortográfico, ya que en realidad la torre no era infiel sino Eiffel, por el
nombre del que la construyó, parece ser. ¿Habré llegado a París? Pensé. Pero no
lo pensé mucho, ya que tenía que maniobrar para no estrellarme. La fatalidad me
llevaba directamente al desastre. ¿O era el aire? Lo que fuera que impulsara la
sábana, ya fuese la providencia, el viento o la maldita mala suerte mía. Con
desesperación giré el cuerpo, desde abajo a arriba, haciendo círculos, cual si
fuera el badajo de una campana, y logré desviar la trayectoria, evitando
chafarme las narices con las vigas de la impresionante torre herrada. Hubiera
sido un horror errar y dar contra los hierros.
Pero ahí no acabó todo. Cuando pude reconducir el vuelo,
visité varias ciudades más, de las cuales me llegaron ecos sonoros. Una con una
torre inclinada —felice di stare lassù—,
otra con dos torres inclinadas —cuando
llegues a Madrid, chulona mía voy a hacerte emperatriz de Lavapies—, otra
más con una noria enorme al lado de un gran río —London Bridge is Falling Down—, otra llena de rascacielos —New York, New York I want to wake up in a
city that never sleeps— y una más con edificios que no rascaban nada —¡Ay qué murallas tan altas…!—. En fin,
observé todo aquello que el azar me puso delante de los ojos y lo disfruté.
E incluso mi ascensión llegó a la estratosfera donde
descubrí un planeta chiquitito, habitado únicamente por un niño rubio y una
planta. «¡Hola!». Lo saludé y él me devolvió el saludo enviándome un beso con
una mano. «¡Adiós, guapo! Volveré pronto».
El caso es que, sin saber cómo, me encontré volando de nuevo
por prados conocidos. Distinguí mi pueblo, mi casa, el arroyo donde había
estado lavando y las cuerdas donde tendía la ropa. En ese momento el viento
parecía más calmado y comencé a descender.
Aterricé suavemente, muy cerca de donde los vientos me
habían arrebatado, justo en el lugar donde mi hijo de ocho años estaba jugando
con unos palos. Construía castillos en el aire, según me explicó más tarde.
—¿Dónde te has ido, mamá? —me dijo el pequeño.
—Por ahí. Necesitaba airear un poco las sábanas —le respondí
con una sonrisa—. Anda, ayúdame a doblar esta, que ya está seca.
Pero algo no cuadraba. Mi hijo tiene más de ocho años,
muchos más, cuarenta cumplidos. A pesar de lo cual lo vi congruente y lo acepté
como lógico. Era mi hijo adulto, que no había dejado de ser un niño. Para mí
nunca será otra cosa. Siempre tuvo unos carrillos carnosos que gustosamente me
habría comido más de una vez. Pero no llegué a hacerlo.
Fue entonces cuando sentí ese dolor tan profundo. Tenía la
garganta en carne viva y me moría de sed. Intenté abrir los ojos y contra mí
tenía una almohada húmeda de mi sudor, que olía muy mal. Estaba boca abajo.
Intenté levantarme y no lo conseguí. Me costaba respirar. Me ahogaba. Noté,
rozándome las caderas con el dorso de las manos, que estaba desnuda.
Menos mal que la sensación desapareció enseguida. Otra vez
el bienestar se apoderó de mí. Pasé a encontrarme sentada plácidamente en un
sillón de mi casa. Tan solo vestía una blusa y noté que mis piernas eran de
nuevo jóvenes y tersas. «Tengo que depilarme, que llega el buen tiempo», pensé.
Me miré los pies, con las uñas pintadas, que relucían por el ramal de sol que
se colaba por la persiana del balcón y me llegaba a los muslos. Estaba entrando
en calor. Nunca me había sentido tan bien.
Pero el calor iba en aumento. Al poco me vi resoplando.
«¡Uf, qué calor!». No sabía en qué época del año me encontraba, aunque sí que
recordaba el frío del invierno, que ya era agua pasada. ¿Quién iba a decir que
después del largo invierno y la irregular primavera iba a venir este calor de
repente? Ya parecía que estuviésemos en verano, pero no puedo asegurar que así
fuese.
Y yo, además, sin aire acondicionado y sin un triste abanico
que me refrescase, que ya tenía arrugadas todas las revistas y papeles de
propaganda que había por casa, de sudarlas con las manos en un intento de
abanicarme.
Pensé en tomarme un helado. Pero, ¡qué diantre!, lo saqué de
la nevera y se me derritió al momento. Estaba tan licuado que cuando lo llevé a
la boca me pareció un café con leche. ¡Diablos, cómo puse el suelo de
chorretones! Tuve que irme de la cocina porque se me pegaban los pies desnudos
en el suelo.
Volví al salón y no te digo cómo me quedé al ver un
bolígrafo: se estaba deshaciendo el plástico y se pegaba a la mesa. Esto ya era
inaguantable. Parecía que me encontrase dentro del famoso cuadro de Salvador
Dalí, ese de los relojes blandos que se derraman flácidos por el borde de los
objetos donde se apoyan. Hasta ahora nunca llegué a pensar que todo podría ser
debido al efecto del calor. Esa debe ser otra de las leyes de la física, la
química o lo que quiera que sea el que dicte las leyes, ya sea María Santísima
o el sursum corda.
Recorrí desnuda toda la casa y no encontré una sola brisa
que me refrescase. El aire estaba más calentorro que el vapor de una infusión
recién hecha.
Increíble, se estaba deshaciendo también la botella de
plástico que contenía el único agua que me quedaba envasada. ¡Si parecía que
hirviese! Podría haber cocido garbanzos con ese agua sin ponerla al fuego.
¡La ducha! Se me ocurrió de repente, pero ni esa pude usar,
ya que su alcachofa debía ser también de plástico y se estaba deshaciendo. No
tenía intención de ponerme bajo el chorro que saliera por ese trasto. Me
abrasaría.
¡Qué podía hacer! Me puse a gritar incongruencias: «¡Socorro!
Esto es un infierno. ¿Estoy despierta o soñando? ¿Pero esto qué es? ¿El
sueño de una noche de verano…? ¿Pesadilla antes de Navidad? ¿La vida es
sueño?».
En todo caso no soportaba tanto calor, me daba la sensación
de que yo también me disolvía. Pronto estaría en el sillón con el cuerpo
colgando desleído en sus ángulos suaves.
De repente quedé desconcertada. ¡Era imposible! No podía
creer lo que estaba viendo, el calendario de la cocina se derretía… Pero si era
de papel. Lo lógico es que se incendiara y se estaba licuando. ¡Ahí iba el mes
de julio, hecho crema sobre el suelo de la cocina! Y agosto también…
Septiembre se fundió más despacio, pero en un momento se me
liquidó todo el verano. Me quedé sin verano. Aunque, para sorpresa mía, el mes
de octubre aguantaba, se mantenía entero. «A ver si con suerte…», pensé.
¡Qué bien, octubre venía fresquito! ¡Qué gusto! Otra vez el
bienestar me poseyó.
Pero no fue mucho tiempo, ya que de nuevo me vinieron los
dolores. Ese malestar y esa falta de aire. Luchaba por respirar, pero sufría
demasiado. No podía moverme. Confirmé que estaba boca abajo, con la cabeza de
lado sobre la almohada y unos tubos me salían de la boca. Me dolía el pecho.
Abrí los ojos y no podía ver nada más que luz. Había mucha luz. Quise cerrar los
ojos de nuevo, quise volar, quise sentirme bien.
Entonces escuché voces incomprensibles. No entendía lo que
me decían. Aunque entre ellas podía distinguir mi nombre, que repetían una y
otra vez con dulzura, pero ¿quién? «Mi garganta, por Dios, mi garganta, ¡qué
dolor!»
Me dieron la vuelta, pues efectivamente estaba boca abajo.
«Hay que quitarla ya del decúbito prono», escuché. Me incorporaron un poco. Vi
seres extraños, enfundados en trajes cerrados de color azul, con mascarillas,
guantes y mucha parafernalia de hospital. Pero a través de esas viseras
plásticas que usaban encontré unos ojos amables que me tranquilizaron. No
dejaban de repetir mi nombre y me decían que ya había pasado todo.
Más tarde me enteré, cuando me llevaron a una habitación de
planta, que había estado treinta y siete días en coma inducido. Que casi no lo
supero. Que estaba sola y nadie pudo acompañarme en el padecimiento.
Ahora, que apenas puedo levantarme de esta silla de ruedas y
que estoy aprendiendo de nuevo a andar, a comer, a hablar, se me escapan
lágrimas por ser consciente de que la vida me da una nueva oportunidad.
Este fatídico año 2020 se me va a quedar grabado para
siempre en la memoria.
LIBRO RECOMENDADO:
- El plan de Albano 3ª edición, de Julio Veredas (Juan Palomo Autoedicciones)
Muy entretenido el cuento, Cristóbal.
ResponderEliminarGracias por el comentario, aunque como figura como Anónimo, no puedo personalizar.
Eliminar