Una palabra estaba más sola que la una, pero otras llegaron
para hacerle compañía. En principio unas decenas, luego centenas y hasta
millares. El caso es que no decían nada, porque estaban desordenadas. Entonces
aparecieron algunos números que quisieron arreglarlo, si bien no supieron cómo,
ya que ellos mismos no tenían orden ni concierto.
El dos se puso delante del uno, recordando la escuela, donde
le enseñaron el alfabeto, y pensó que tratando con las letras era lo más
apropiado. Llegó el tres y se colocó también delante del uno. Pero cuando
apareció el cuatro pasó a ser el primero, hasta que el cinco ocupó su posición.
El seis y el siete se fueron con el tres, aunque le dieron la espalda.
El cero apareció de pronto, sin que se le esperase,
poniéndose en primer lugar. Entonces el ocho, más chulo que un sí mismo, tomó
una tiza y escribió al cero con zeta, colocándolo detrás del uno. Esto no lo
consintió el setenta y uno, que pasaba por allí y que, además de primo, era
guardia de la porra. Marcó una falta de ortografía y tumbó al ocho, enviándolo
al infinito. Después restituyó la ce al cero. Pero se dio cuenta de que así no
valía nada. Contrariado, se puso el uno al hombro y se marchó a hacer
senderismo, que es lo que más le gustaba.
El nueve, del que todos se habían olvidado, pensó que las
letras y los números no se entenderían nunca. Que las palabras no se ordenan
por decreto, sino por ideas. Que era mejor
dejarlas decir locuras, que encorsetarlas. Así que se limitó a contar
las palabras de este cuento, hallando que son trescientas justas.
Pero ten en cuenta que, si las cuentas, no te saldrá la
cuenta si hasta aquí no cuentas.
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