Caminaba intentando perderse para llegar al lugar donde iba
a encontrarse consigo mismo. El crujir de la alfombra de hojas caídas le templó
el ánimo. Era música cadente que marcaba sus pasos como si fuera una marcha
militar.
El otoño, en sus últimos estertores, no paraba de nevar hojas que
volaban sin rumbo y de vez en cuando le golpeaban con delicadeza en el cogote,
en el brazo o en la nariz.
Su enfermedad irremediable era del color del paisaje y, cuando la
fuerte soga le ató por el cuello al árbol elegido, supo que su pesado cuerpo no caería
con la cadencia de esas hojas inertes que le acompañaron en su último paseo.
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